El jardín colgante (20 page)

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Authors: Javier Calvo

Tags: #Policiaca

BOOK: El jardín colgante
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—Va y viene, sí.

—Supongo que nos dejarán escaparnos de vez en cuando a Ibiza, a disfrutar de la noche. He oído que tiene unas salas de fiesta estupendas.

R. T. termina de fumar su cigarrillo antes de contestar. Vuelve a cambiarse el sitio con Barbosa.

—Los alemanes van a Ibiza de vez en cuando —explica por fin—. A nosotros cuanto menos nos vean mejor. A los alemanes los conocen bien en San José y en Ibiza Ciudad. Van allí a hacer la compra, tienen sus amistades, todo eso.

—¿Los alemanes?

R. T. asiente.

—Todo el mundo sabe que el Islote de Arañas es propiedad de un millonario alemán —explica—. Se lo compró hace veinte años a una familia local. Un millonario excéntrico, que tiene la isla llena de
hippie
s y está todo el día de fiesta. Unos dicen que viene de la aristocracia. Otros, que tiene contactos en el gobierno federal. Hay toda clase de rumores.

—¿Y el millonario alemán comparte su isla paradisíaca con
nosotros?
—pregunta Barbosa.

—No hay ningún millonario alemán. Por lo menos que yo sepa. En la isla solamente estamos nosotros.

—¿Y los alemanes?

—Son una pareja de camaradas —dice R. T.—. Implicados en la lucha antiimperialista de su país, aunque llevan diez años en la isla. A veces acogen a camaradas de su país. Oskar y Camilla, se llaman. Son nuestra cara ante el mundo.

La Paltré casi ha alcanzado el Islote de Arañas. A su espalda, la costa de Ibiza ya no es más que una franja oscura pegada al horizonte marino. Ahora que lo tiene delante, Barbosa calcula que el islote debe de tener unos dos kilómetros de punta a punta, con el extremo elevado orientado al oeste. La parte elevada asciende unos noventa metros sobre el nivel del mar, formando un risco escarpado de acantilados de granito. En lo alto del risco, hacia lo que debe de ser el norte, Barbosa ve un puñado de ruinas de aspecto megalítico. En el otro extremo del islote hay vegetación y playas. Para sorpresa de Barbosa, el piloto pone rumbo directo a los acantilados. Reduce la velocidad y por fin apaga el motor y se pone a los remos para adentrarse en los escollos rocosos del pie del acantilado. La Madre Nieve saca un fanal de gas de debajo del asiento. Al cabo de un momento Barbosa acierta a ver el destino de la Paltré: escondida entre los rompientes de la muralla de granito, hay la entrada de una gruta.

—Cuidado con la cabeza, camarada —le avisa R. T., señalando el techo bajo de roca.

La Madre Nieve se pone de pie en la proa y levanta el fanal. La Paltré avanza con los remos una veintena de metros, esquivando un par de escollos, hasta doblar una esquina de la gruta y volver a emerger a la luz del sol. La Madre Nieve cierra la llave del gas del fanal y Barbosa hace visera con la mano para contemplar la salida de la gruta.

—Hay que joderse —dice, en tono de admiración, cuando la lancha sale finalmente por el otro lado.

En el interior de la isla, a la sombra del risco de granito, hay una laguna natural alargada y estrecha, con paredes de roca a los lados y una playa diminuta de cantos rodados al final. Un poco más allá, sobre una cornisa amplia y arbolada, se divisa una casa de estilo rústico, de piedra encalada y tejas de arcilla. Con una amplia terraza de baldosas rojas que domina la laguna.

—Esto es el puto paraíso. —Barbosa aplaude, entusiasmado—. Han valido la pena los cuatro meses en el cuchitril.

—Nuestro paraíso todavía tardará mucho en llegar, camarada —dice R. T., remando hacia la orilla—. El que tú tienes en mente es un engaño burgués.

Lleva el bote a la playa y los tres saltan a tierra y entre todos suben la lancha a la playa. A continuación echan a andar por los guijarros, la Madre Nieve protegiéndose el ojo no ciego del resplandor abrasador del sol de media tarde. Se oyen voces más arriba, procedentes de la casa, y Barbosa hace visera con la mano para divisar varias siluetas que se mueven por la terraza y por unas escaleras de piedra que bajan hacia la laguna. Todas desnudas de cintura para arriba. A medida que se acercan, reconoce a una de ellas: una cabeza de perfil aguileño con el pelo rizado y sombrero de ala ancha.

—¡Camaradas! —dice con calidez el camarada Cuervo—. No sabéis cuánta alegría me da veros.

Barbosa enarca las cejas mientras el camarada Cuervo lo abraza.

—Más alegría que la última vez, espero —comenta Barbosa.

—He sufrido por vosotros todos los días. —El camarada Cuervo pone voz grave—. El deber me obliga a ser duro, pero tengo corazón, igual que todo el mundo. ¿Y cómo está la Madre Nieve? —El camarada Cuervo se gira hacia ésta; le da un breve abrazo y se aparta para quedársela mirando con una media sonrisa—. Aguerrida, indestructible. Un ejemplo para todos los demás. —Señala con la cabeza la bolsa de deporte—. Vamos a dejar vuestras cosas en la casa, así podréis acostaros.

Barbosa contempla a la media docena de hombres y mujeres que hay congregados en lo alto de la playa. Ve a la Dama Raposa, de quien se separaron poco después del asalto al banco. Y ve al gordo del refugio de montaña, con el mismo pelo afro pero ahora sin jerseys de lana, con el torso rechoncho y vagamente batracio al desnudo. La mayoría de hombres van en bañador o con pantalones cortados. Las mujeres en bikini. Todos, hombres y mujeres, llevan el pelo largo, y algunos lo llevan sujeto con cintas. Una de las mujeres va desnuda, una joven de pelo castaño rojizo con ojos grandes y verdes, sin que nadie parezca extrañarse de ello. Barbosa aparta la vista rápidamente de su cuerpo moreno y saluda con la mano a los presentes.

—Bienvenido, camarada —le contestan ellos.

En pleno ascenso de la escalera de piedra, el camarada Cuervo se gira para preguntar.

—¿Cómo ha ido vuestro viaje?

Barbosa se encoge de hombros.

—Personalmente, me gusta más viajar en maleteros de coches —dice.

Cuando por fin alcanzan la terraza, el camarada Cuervo se gira para mostrarles la vista: la laguna de aguas cristalinas, el risco de granito en forma de media luna, los bosques y las playas de arena más al este. El mar de color esmeralda y el cielo azul.

—Bienvenidos a Can Arañas —dice, con los brazos en jarras—. Y a nuestra isla. No es el paraíso, pero es nuestra pequeña parcela de socialismo en el mundo.

—¿A quién le importa el mundo? —Barbosa mira a su alrededor, radiante—. Quedémonos aquí para siempre. Socialismo y pescado fresco. No necesitamos más.

El camarada Cuervo sonríe benévolamente.

—Aquí podréis recuperaros —dice—. Y no os preocupéis, que enseguida querréis volver a la lucha. Además, aquí también se aburre uno. No es más que una roca en medio del mar.

29. Hay protocolo

El Área de Gestión de Ficheros de la Delegación Regional de Cataluña del CESID presenta desde su creación una historia de incidencias con etapas claramente diferenciadas. Si esa historia se presentara en forma de gráfica, habría un pico de incidencias durante la primera mitad de 1977, mientras Arístides Lao trabajó en dicha área, seguida de un remanso sin incidencias, y a continuación un nuevo pico en los cuatro primeros meses de 1978, coincidiendo con el regreso de Lao. El problema no trascendería las fronteras operativas de dicha área de no ser por que el CESID, a diferencia de otras instituciones dependientes del gobierno, basa la mayor parte de su operatividad en los expedientes informativos, cuyo diseño y gestión son competencia de su equipo de archivistas. Ahora, a finales de abril, de la media docena de empleados de Gestión de Ficheros, tres están de baja indefinida por problemas nerviosos; de los tres restantes, dos han solicitado cambios de destinación.

Alguien llama con los nudillos a la puerta del cuarto de la limpieza reconvertido en despacho que le ha sido asignado a Arístides Lao. Tal como ya hicieron en ocasiones anteriores, los empleados de Gestión de Ficheros han intentado emplear la marginación física y el ostracismo social para disuadir a Lao de seguir intentando remodelar el sistema. Sus medidas no han servido de nada. Arístides Lao parece inmune a cualquier tipo de presión social. No es que resista el hecho de que lo trasladen a un despacho que es obviamente un cuarto de la limpieza sin luz ni ventilación. Es que parece que no le importe lo más mínimo. Sigue terminando en tres o cuatro horas un volumen de trabajo que a un empleado normal le ocuparía la jornada entera. El resto del día lo dedica a enmasillar las paredes y a hacer esos puzles suyos que sacan de sus casillas a todo el personal del departamento.

—Adelante —dice Lao.

La puerta se abre y una secretaria aparece en el umbral con una mueca de desagrado.

—¿En qué puedo ayudarla? —Lao levanta la cabecita odiosamente diminuta. La carita odiosamente vacía. Esos ojillos que sus lentes progresivas amplían o reducen alternativamente.

La secretaria mantiene la espalda pegada a la puerta, como si hubiera algún peligro real de contagio en el hombrecillo que la está mirando desde su escritorio, todavía parcialmente encorvado sobre su puzle.

—Es usted la señorita Estebánez, ¿verdad? —dice Lao.

La mujer se estremece involuntariamente al oír su nombre en los labios del hombrecillo. Lao baja de nuevo la vista para colocar otra pieza en su puzle.

—Tengo entendido —dice— que se encuentra usted entre los firmantes de un documento destinado a la dirección regional. Un documento pidiendo la prohibición de los puzles en este centro.

La mujer traga saliva.

—No se alarme —dice Lao—. No me ha ofendido su iniciativa.

La mujer señala el puzle.

—Ni siquiera lo está haciendo usted bien —dice.

Lao la mira a ella y después vuelve a bajar la vista para mirar su puzle. Se lo queda mirando un momento, como si estuviera dedicando un momento de consideración seria a las palabras de ella. Escrutando el puzle en busca de señales de inexactitud matemática o ineficacia sistémica. De acuerdo con la ilustración de la caja, el puzle de mil piezas debería representar la Catedral de Segovia. El puzle que está haciendo Lao sobre la mesa, sin embargo, parece haber perdido su capacidad representativa. En lugar de componer la imagen de la caja, las piezas están conectadas entre sí por sus lengüetas formando nodos abstractos, organizadas en grupos aparentemente aleatorios.

—El comandante Oms quiere verlo —dice la secretaria, sin despegar la espalda de la puerta—. Ahora.

Lao la vuelve a mirar con su carita repulsiva.

—El comandante Oms ya no trabaja aquí —dice por fin—. Está en Madrid.

—Sígame, por favor —dice la mujer.

Los dos recorren pasillos y bajan por ascensores y suben por escaleras hasta una sala vacía de las que se usan para reuniones de departamento. En el interior, repanchingado en una butaca, con la gorra sobre la mesa y mirando por la ventana, está el comandante Ponce Oms, director de la División de Inteligencia Interior del CESID.

—Siéntese, agente Sirio —dice el comandante Oms, sin girarse para mirarlo cuando Lao entra en la sala—. Donde quiera. Le envidio el no tener que llevar uniforme con el calor que hace. ¿Se puede creer que haga esta temperatura en abril?

Lao se sienta en una silla. Oms hace girar su butaca para mirar al recién llegado. Aunque solamente han pasado cuatro meses sin verse, Oms ya no parece exactamente la misma persona. Le han salido más canas en el pelo repeinado con gomina y su mentón eternamente perfumado ha experimentado una alteración morfológica que va más allá de lo puramente visual. Sin haber variado su textura, ahora da la impresión de haberse ensanchado y reblandecido. De esa manera inadvertida en que los hombres se ensanchan y se reblandecen al alcanzar la mediana edad. Aunque no altera cualitativamente su porte de galán, la estrella de ocho puntas de comandante sí que parece elevarlo a una potencia matemática.

—¿Cómo van sus planes de remodelación de Gestión de Ficheros? —Oms enarca las cejas.

—El Área de Gestión de Ficheros necesita un proceso normalizador —explica Lao—. Normas de gestión documental y también de administración de archivos y tratamiento de los documentos.

—Interesante. —Oms se frota el mentón con gesto distraído.

—Empezando por un manual que describa cualquier tipo de documento de archivo —sigue diciendo Lao—. Incluyendo tanto la estructura como los identificadores de contenido y el contenido mismo. Hay que eliminar campos innecesarios, crear otros nuevos y adaptar los existentes a nuestras necesidades.

—Continúe, por favor.

—Una normativa de descripción eficiente ha de incluir unos elementos y estructura de descripción archivística, recomendaciones de formatos de descripción y ejemplos prácticos de distintos niveles de descripción. Habría que dividir los datos de la descripción en dos sectores. Uno de descripción archivística en sí y otro de información de gestión. Lo mejor sería un sistema de descripción multinivel. Se ha ensayado este tipo de sistemas…

—¿Se acuerda usted de la reunión que tuvimos hace seis meses? —lo interrumpe Oms—. ¿Cuando me dijo usted que no podíamos sacarlo de aquí porque no había un protocolo para despedirlo, por culpa de la información sensible que usted conoce? —Oms se da unos golpecitos en la sien.

—Me acuerdo —dice Lao.

—Pues bien. —Oms asiente con la cabeza—. He estado trabajando en ese problema durante los últimos meses. Dándole vueltas a la cabeza, ya sabe. Preguntando por aquí y por allí. Hasta que he encontrado la solución. He encontrado el protocolo. —Se encoge de hombros—. No para despedirlo exactamente, claro, pero sí para sacarlo de esta delegación. Aquí no es usted el hombre más popular, precisamente.

Lao no dice nada. Oms le indica un dossier que hay sobre la mesa. Lao lo coge y lo abre.

—Como sabe usted —continúa Oms—, en virtud de la remodelación del Servicio, ya no somos funcionarios del Ministerio de Gobernación, sino del nuevo Ministerio de Defensa. Pues bien, Defensa ha heredado del Ministerio del Ejército lo que se llama la Misión Exterior. Operada en su totalidad por personal civil. No es un destino complicado. Se trata de hacer presupuestos y estudios de viabilidad de adquisición de material. Es un destino exterior, claro. Se trata de estudiar qué tanques y qué aviones del mundo son los más adecuados para modernizar nuestras flotas. Y mire por dónde, hay una vacante.

—En Arabia Saudí —dice Lao, hojeando el dossier.

—Una monarquía moderna y emprendedora —dice Oms—. Y no habría ni que hacer traslado de expediente.

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