Nunca cierres los ojos. Bajo ninguna circunstancia.
Melitón Muria entra jadeando en el cuarto de Sara Arta. Los pasillos vacíos. Las pantallas en blanco. El cuerpo de debajo de las sábanas ya es el cuerpo agarrotado de una momia. Sus ojos muertos ya miran fijamente el techo.
Nunca cierres los ojos.
Teo Barbosa va dando tumbos por el sendero que discurre entre los pinares, en dirección a la parte baja de la isla. La luz blanca del cielo todavía ilumina las playas y las siluetas de la Casa del Viento y del cobertizo de las embarcaciones, pero ya es un poco menos blanca. Ya apenas se ven meteoritos en el cielo. Todo lo que rodea a Barbosa parece estar experimentando el mismo agotamiento. La misma entropía. El tiempo se agota, está claro, pero no en el sentido habitual de la expresión. Lo que se está agotando es el Tiempo con mayúsculas. En el aparato de música que Barbosa todavía lleva en la mano, la canción de los Sex Pistols sigue sonando, pero ya es del todo irreconocible. Una versión lenta y pesada de
Liar,
con la voz de cabra convertida en un mugido que resuena desde el fondo de una caverna submarina. Barbosa se detiene y zarandea el aparato de música de esa forma en que cierta gente zarandea los aparatos a los que se les están acabando las pilas. La canción se ralentiza un poco más. Barbosa se encoge de hombros y tira el aparato contra unas rocas.
Barbosa entra en la Casa del Viento cruzando la cortina de cuentas. Hace menos de veinticuatro horas que vino a llevarse el costurero de las drogas, pero de alguna manera la atmósfera de la casa ha cambiado. Barbosa abre cajones y vuelca su contenido en el suelo. Abre armarios y los vacía con violencia. Si los alemanes están en contacto con los superiores del camarada Cuervo, es imposible que no tengan algún sistema para comunicarse con el mundo exterior. No un transceptor, probablemente; demasiado fácil de rastrear desde las islas. Un radioteléfono, tal vez. Cualquier cosa. Barbosa sigue volcando cajones. Cinco minutos más tarde, nota un olor que no debería estar ahí. Estira el cuello y asoma la cabeza por el pasillo de los dormitorios. No puede ser. Seguramente su imaginación le está jugando una mala pasada.
En el dormitorio de Oskar y Camilla, se tapa la nariz y la boca. Aparta las moscas con la mano. Mira a su alrededor. Los espejos en las paredes y en el techo. Los libros en alemán sobre las mesillas. Las
Gesamtausgabe
de Marx y Engels. Una pipa para fumar marihuana y una lata de galletas llena de preservativos. Por fin agarra el borde del colchón de la cama doble y tira hacia un lado. Debajo, en el espacio entre el somier y el suelo, los dos cuerpos desnudos. Amoratados. Los dos degollados.
Fuera, el viento le trae un ruido lejano del otro lado de la isla. Podrían ser gritos. Empuja los portones del cobertizo de las embarcaciones y camina por la pasarela del interior. El velero está allí. La Paltré está allí. La escapatoria, al alcance de la mano. Barbosa salta al interior de la lancha y se queda mirando el motor con el ceño fruncido. Es posible que fuera capaz de arrancar la Paltré y hasta es posible que fuera capaz de controlarla lo bastante como para llegar hasta Ibiza sin hundirse por el camino. Sentado en la lancha, se frota la cabeza con gesto exasperado. Los cuerpos despedazados sobre las piedras. La isla convertida en un matadero. Soltando palabrotas por lo bajo, vuelve a trepar a la pasarela.
En el camino de vuelta al risco, le parece ver una columna de humo elevándose desde el complejo megalítico. Nada es lo que parece. Nadie es quien dice ser. Tarda más de media hora en alcanzar el interior del risco y divisar la casa en la cornisa sobre la laguna. Las sillas y la mesa de la terraza están hechas pedazos y desperdigadas por los alrededores. En la terraza hay manchas de sangre y trozos de la cortina de cuentas que salen rodando cuando uno los pisa sin querer. Restos de platos rotos y libros rotos y algo que parece el relleno de un colchón. Barbosa se agacha para recoger un libro que hay al pie de la terraza. Su ejemplar de
Alicia en el país de las maravillas.
Lo abre al azar. El capítulo 2: El Estanque de las Lágrimas. Curiorífico y curiorífico. Se pone a leer: «Le resbaló un pie y un segundo más tarde, ¡chap!, estaba hundida hasta el cuello en agua salada. Lo primero que se le ocurrió era que se había caído en el mar. “En ese caso podré volver a casa en tren”, se dijo. Pero pronto comprendió que estaba en el estanque de lágrimas que había derramado cuando medía casi tres metros de estatura.» Barbosa cierra el libro y lo vuelve a tirar en el suelo.
Encuentra a R. T. a pocos metros de la celda de castigo, en la otra orilla de la laguna. Los demás cuerpos están hechos pedazos. La camarada Blancanieve está empalada en uno de los postes. El cuerpo de R. T. tiene varias puñaladas en el pecho y el cráneo hundido a golpes. Alguien se ha debido de cansar del puñetero chiste del duendecillo. Barbosa suspira y se sienta al lado del cuerpo.
—Me has jodido, camarada —dice—. Tú me tenías que sacar de aquí.
El cadáver lo mira con sus ojos muertos.
—Los alemanes no se han ido —le explica Barbosa—. Alguien se los ha cargado. No sé quién. El camarada Ogro, o Piel de Oso. Pero vamos, que no van a venir refuerzos. —Se encoge de hombros—. Aunque a ti ya te da igual.
El cadáver lo mira. Barbosa se ríe.
—Hay que joderse —dice—. Con lo callado que fuiste en vida, al final no te podías callar.
Barbosa le palpa el bañador al cadáver y encuentra un paquete de cigarrillos más o menos seco en el bolsillo. Se enciende uno y se pone a fumar.
—Rúmpeles Tíjeles —murmura con cara pensativa.
Ahora el viento trae claramente ruido de gritos. Gritos de agonía. Barbosa levanta la vista. El cielo ya no es blanco. Ahora es azul. En vez de meteoritos, hay gaviotas. Los gritos parecen venir de la parte alta del risco, quizás de la altiplanicie donde el camarada Ogro tiene su campamento. Los efectos del ácido ya se están pasando: las cosas ya apenas tienen una ligera aura de extrañeza. Pronto llegarán el abatimiento y la fatiga. A menos que pueda encontrar la caja y tomarse las anfetaminas que quedan. Se pone trabajosamente de pie. Anfetaminas. Y tal vez encontrar la pistola del camarada Cuervo.
El comandante Ponce Oms hace rodar su silla de oficina hacia atrás y contempla la media docena de teléfonos que tiene sobre la mesa de su despacho del edificio del Ministerio de Defensa en la Castellana. Un teléfono azul para las llamadas internas. Uno negro para las externas. Uno amarillo que conecta con la División de Servicios. Uno verde que conecta directamente con el chalet del CESID en Cardenal Herrera Oria. Uno rojo con línea directa a la nueva sede de la presidencia que Suárez ha trasladado a la Moncloa. Y uno blanco que conecta con el Cuartel General en el Palacio de Buenavista. Oms no se queda mirando los teléfonos con cara de estar eligiendo cuál es el que necesita, sino más bien con cara de estar considerando su mera presencia como objetos. La composición de formas y colores sobre la mesa. Por fin suspira. Hace rodar la silla de vuelta hacia la mesa y abre un cajón. Saca una botella de escocés de veinticuatro años y se sirve un vaso con parsimonia. Camina hasta el ventanal del despacho con el vaso en la mano. El océano de luces y colores de la perspectiva nocturna desde las cúspides de la Castellana. Por alguna razón difícil de precisar, la canícula no ejerce el mismo efecto en Madrid.
Todavía está mirando por el ventanal cuando llaman a su puerta. Apenas le ha dado tiempo de darse la vuelta cuando la puerta se abre y aparece en el umbral una figura corpulenta y familiar. La figura esencialmente paternal de Alberto Cassinari. Con su frente despejada y sus ojos profundos. El recién llegado levanta una mano benévola cuando Oms hace el gesto de guardar la botella en el cajón.
—Por el amor de Dios, Ponce, no se moleste —dice, con una risita—. Qué menos puede permitirse un hombre en nuestra profesión. De hecho…
—¿Sí, mi coronel?
—Si no le importa… —Cassinari señala la botella con una sonrisa.
—Por supuesto que no —dice Oms, sacando otro vaso.
Cassinello agarra una silla y se sienta al otro lado de la mesa. Coge el vaso que Oms le ofrece y se lo queda mirando con la misma expresión de padre benévolo que hace que uno quiera confiarle todos sus asuntos.
—Tiene que disculparme por presentarme de esta manera, Ponce.
—Ésta es su casa, mi coronel.
—De hecho, solamente quería felicitarlo personalmente por el éxito de su Operación Meteorito. —Cassinari da un sorbo de su escocés sin dejar de mirar a Oms por encima del borde del vaso—. Usted tenía razón, por supuesto. A menudo es la senda indirecta la que alcanza antes su objetivo. Quiero decirle que estamos muy impresionados.
—Supongo que no debo preguntar a quiénes se refiere.
Cassinari sonríe otra vez.
—Un escocés excelente —dice, y coge la botella para examinarla con los ojos guiñados.
—Déjeme que le haga una pregunta, coronel —dice Oms.
—Las que quiera.
—¿Qué fue lo que nos hizo cambiar de estrategia? Respecto a la TOD, me refiero.
—¿Cambiar de estrategia?
Oms se encoge de hombros.
—Primero quisimos elevar su perfil —dice—. Necesitábamos una tercera fuerza terrorista que mantuviera el nivel de alerta alto y asegurara la presencia militar en el ministerio y el Servicio.
Cassinari lo señala con un dedo burlonamente admonitorio, como un padre que reprende burlonamente a un niño por una travesura sin importancia.
—Eso no le impidió a usted divertirse con sus experimentos —dice—. Su Unidad de Apoyo Especial, si no recuerdo mal.
Oms se encoge de hombros otra vez.
—Quería asegurarme de que tendría una salida, en caso de que las cosas nos salieran mal —dice.
—Y no se equivocó —dice Cassinari—. Ya se lo he reconocido.
—Pero algo cambió después —continúa Oms, acariciándose el mentón con gesto pensativo—. Cuando se nos dio la orden de atacar con todo lo que tuviéramos. ¿No es verdad?
Cassinari da un sorbo de su escocés y lo paladea con tranquilidad.
—Como usted mismo ha dicho, lo que tenemos entre manos es de una importancia capital —dice, con el vaso en la mano—. Lo que nos jugamos aquí es la misma supervivencia de la inteligencia interior de este país. Y su control por parte de quienes nos preocupamos verdaderamente por este país.
—Lo entiendo.
—Como usted sabe, nosotros no creamos a la TOD —continúa el coronel—. Pero sí le aseguramos una serie de mecanismos de subsistencia. Nuestros socios en Alemania les empezaron a suministrar fondos e infraestructura. Era importante mantener la amenaza activa. Después, simplemente los alemanes se desinflaron. Imagínese sus problemas allí con el Ejército Rojo. Los sucesos del otoño pasado. Cambiaron de política. Continuaron cooperando con nosotros, pero ya no quisieron mantener sus canales de financiación. La TOD se vio en la estacada.
—Todavía les prestan apoyo logístico —dice Oms—. Y el famoso islote.
Cassinari niega con la cabeza.
—Aun así, en menos de un año el que se iba a convertir en el grupo armado más peligroso de España ha perdido su capacidad de amenaza —dice—. Han tenido que volver a atracar bancos. En otras palabras, no nos sirve.
—Pero no es así como pensamos nosotros —le sugiere Oms.
—En efecto. —Cassinari sonríe—. Nosotros nunca pensamos que algo no nos sirve. Pensamos…
—… en cómo nos puede servir.
Cassinari levanta su vaso para hacer un brindis silencioso.
—Así pues, ¿qué hacemos ahora? ¿Los capturamos?
—En absoluto. Seguimos adelante con la Operación Meteorito.
—¿Y qué ganamos con eso? —pregunta Oms, aunque algo en su entonación sugiere que no se trata de una pregunta verdadera. Que conoce perfectamente la respuesta y únicamente quiere oír la confirmación.
—Qué extraña pregunta —dice Cassinari—. Una docena de mártires garantizarán que la TOD perdure por lo menos un par de décadas. Héroes. Un ejemplo para toda la juventud revolucionaria.
Oms no dice nada.
—Una amenaza que nos acompañe —continúa Cassinari—. Que nos permita seguir teniendo las riendas a los que realmente nos preocupamos por este país.
Oms da un sorbo de su escocés.
—Seguirá muriendo gente —dice.
Cassinari hace un gesto de asombro burlón.
—¡Muere gente todos los días! —dice—. ¿Qué quiere, que abolamos la muerte? ¡No somos Dios! Mire, Ponce. Lo que estamos haciendo no es fácil. Estamos acabando con el pasado de este país. Con esa dichosa Historia que nos pesaba como una losa. Quedará alguna amenaza, pero será una amenaza útil. Que nos unirá a todos. Y a fin de cuentas, tendremos cierto control sobre ella. Ya sabe. —Suelta una risilla y señala la batería de teléfonos de colores que Oms tiene sobre la mesa—. Siempre podemos hacerles
una llamada.
Hablando se entiende la gente.
El comandante Ponce Oms hace rodar su silla en dirección a la ventana. Su mirada se pierde en algún punto del océano de luces del otro lado de la ventana y por un instante infinitesimal le parece verlo. Una impresión nítida como el cristal. Por un momento fugaz se le aparece la visión del coronel Cassinari. Un país concebido como un jardín. Sin las complicaciones que trae el pasado. Sin ideas preconcebidas. Sin heridas. Bien rastrillado y hermosamente autocontenido. Sin caminos que entren o salgan. Sin caminos al pasado ni al futuro. Un jardín colgante, desconectado de todas las cosas. La idea es extrañamente fascinante, igual que a veces lo es la idea de la muerte: destruyendo el futuro, se destruye también el pasado. Matar las cosas para que nunca hayan existido. Limpio y fascinante como un hechizo. Un país que no será un país. Será algo nuevo para lo que todavía no existe nombre. Y un segundo después, la visión se ha ido. El jardín colgante se ha esfumado con la misma rapidez que apareció.
—Lo entiendo perfectamente, mi coronel —dice Oms.
Cassinari se acerca a Oms y le da un apretón cordial en el hombro.
—No se ponga así —le dice—. Nuestro trabajo implica pensamiento indirecto. Siempre pensamiento indirecto. Y usted está demostrando tener mucho talento en ese sentido. Llegará lejos.
Y un momento más tarde Oms está solo en su despacho. Con dos vasos vacíos sobre la mesa. Con seis teléfonos de distintos colores. Con una veintena de diplomas de academias militares en las paredes. Con varias fotografías colgadas en las paredes en las que el propio Oms aparece acompañado de personalidades militares de otras épocas. De dignatarios de distintos países. Personalidades y dignatarios que ya han empezado a desaparecer. Al cabo de un momento, Oms cierra los ojos.