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Authors: Esther Sanz

Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica

El jardín de las hadas sin sueño (18 page)

BOOK: El jardín de las hadas sin sueño
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Antes de arrancar, nos dio un iPhone nuevo a cada una y nos dijo:

—Llevadlo siempre con vosotras. Si ocurriera alguna cosa, cada aparato detecta el lugar exacto de los otros dos. De esta forma, podremos localizarnos en cualquier sitio.

La cara de Berta se iluminó con su nuevo móvil en las manos.

—Sabía que eras un buen partido… ¡pero no tanto! Estos dos cacharros te habrán costado por lo menos mil libras.

James se encogió de hombros.

Después abrimos el plano de carreteras y seguimos la línea que había trazado James con la ruta a seguir. Nuestro primer destino era Dover para coger el ferry y cruzar el canal de la Mancha hasta Calais. Me pareció sorprendente que se hubiera ocupado de tantos detalles en tan poco tiempo. Mi amigo inglés no solo era un perfecto
gentleman
, sino también el compañero de viaje ideal para aquella aventura.

Berta se sentó junto a él en el asiento delantero de tres plazas dejando libre el lado de la ventanilla. Me acomodé en él y observe cómo mi amiga sintonizaba una emisora en la radio.

Mientras cruzábamos la ciudad, bajé el cristal para despedirme de sus calles todavía dormidas. Quería sentir, por última vez, el aire londinense en mi rostro. Habían pasado más de cinco meses desde mi llegada y durante ese tiempo no había dejado de soñar ni un solo día con mi vuelta al bosque. Recordé la tristeza y la soledad que había sentido siendo Alicia y el miedo a que la Organización me encontrara.

Me sentí aliviada por dejar todo aquello atrás.

Una canción muy especial de Russian Red empezó a sonar en la radio poniendo música a mis pensamientos. El corazón me dio un vuelco cuando el locutor pronunció el título: «Nick Drake».

Las notas llenaron de melancolía mi corazón y no pude contener unas lágrimas.

Hit me with one more kiss

you won’t find a better miss

or just keep wondering in your palace

you could as well take me for a flash dance
[4]

Una batería de recuerdos contradictorios desfilaron por mi mente ofreciéndome una versión agridulce de mis días de cautiverio. Por un lado, la oscuridad, el frío, la humedad, el miedo, las heridas… Pero también las partidas de backgammon, las charlas y las atenciones de mi captor. ¿Cómo era posible que sintiera nostalgia de aquello? Lo que había hecho Robin conmigo era horrible. Me había secuestrado, encerrado, atado y, lo peor de todo, me había robado mi secreto. Jamás sabría si la culpa era del síndrome de Estocolmo o del amor —ciego y a veces loco—, pero no podía negar que había sentido cosas importantes en aquel sótano y que algo extraño me unía a él.

Berta frotó mi brazo y me susurró:

—La pesadilla ha terminado. Volvemos al bosque, Clara, y muy pronto estarás con Bosco.

Mi amiga tenía razón. La imagen de mi ermitaño borró cualquier signo de pesadumbre y dibujó una sonrisa en mi alma.

Después de una hora y media de viaje llegamos al puerto de Dover y subimos al ferry. Habíamos decidido no bajarnos del vehículo en todo el trayecto para evitar que alguien nos viera. No estaba permitido viajar en la bodega, así que una vez aparcada la furgoneta, nos tumbamos detrás y corrimos las cortinas. Permanecimos en silencio y a oscuras hasta que cerraron las compuertas y el barco zarpó rumbo a Francia. En ese momento, encendimos las luces y James sacó unos sándwiches de pavo y unos botellines de zumo de manzana. Berta abrió el mapa e hizo un cálculo de los kilómetros y las horas que teníamos por delante:

—Llegaremos a Calais sobre las ocho de la mañana. Si tomamos la autopista tenemos unas doce o trece horas hasta Irún. Podemos aprovechar para dormir un poco ahora y hacer la ruta del tirón. ¿Qué os parece?

Puesto que yo era la única que no conducía no quise opinar; pero aun así, me preocupaba que Berta lo hiciera. Solo hacía un año que tenía el carné y su trayecto más largo había sido de Colmenar a Soria. ¿Estaría preparada para un viaje tan largo sin apenas dormir y con el volante al lado contrario?

A James le pareció bien.

—Yo conduciré hasta Burdeos mientras vosotras descansáis. Después le pasaré el timón a Berta.

Eran casi las siete de la mañana cuando nos tumbamos sobre el colchón y apagamos las luces para dormir un poco. El espacio era amplio» pero aun así era inevitable que nos tocáramos. James se estiró entre las dos con los brazos extendidos a ambos lados de su cuerpo, como si temiera molestarnos con su roce. Berta cerró los ojos y apoyó su cabeza con naturalidad sobre el hombro de James. A los pocos segundos, su respiración delató un profundo sueño. Yo, en cambio, no podía pegar ojo. Supuse que, después de semanas, me había acostumbrado al somnífero de Robin.

—Clara… ¿Estás dormida? —susurró James.

—No.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—¿Qué significa «finolis»?

Me mordí el labio para no reírme.

—Mi español no da para tanto, y he oído cómo Berta y tú…

—No está bien escuchar conversaciones ajenas —le regañé divertida antes de explicarle—. Es algo así como delicado, amable, atento, caballeroso…

—¿Y a Berta no le gusta que sea todo eso?

—Esta chica es muy rara —dije mordiéndome de nuevo el labio—, Más que un perro verde.

La mirada de James brilló en la oscuridad de la furgoneta.

—¿No es así como te gustan? —le pregunté con picardía.

Vidas en la carretera

N
ada más pisar suelo francés, la habilidad de James al volante quedó en entredicho. Por un lado, no estaba acostumbrado a conducir —en Londres siempre se movía en transporte público—. Por otro, le costaba hacerlo por la derecha. Antes de llegar a la autopista, Berta tuvo que gritarle un par de veces que cambiara de carril. En una de ellas, un camión cargado de ovejas estuvo a punto de chocar contra nuestra
flower power
.

—Será mejor que me mantenga despierta mientras James conduce —dijo Berta alarmada—. Tu amigo inglés se ha empeñado en matarnos y ahorrarles el trabajo a los hombres de negro.

—Puedes despertarme en un rato para que te releve —conteste.

—Gracias por la confianza, chicas —dijo James levantando una ceja.

En cuanto llegamos a la vía rápida y James consiguió que el cuentakilómetros marcara una velocidad constante, me relajé un poco.

Las líneas blancas de la carretera me sumieron en un agradable sopor. Cerré los ojos, pero aun así no logré dormirme. Los sedantes me habían transformado en una especie de hada sin sueño. Recordé el momento en el que Robin me había llamado así en el jardín salvaje.

Después evoqué su voz profunda explicándome la leyenda inglesa y el cuento de los mirlos… Mi captor me había convertido en uno de ellos al hacerme cantar mis secretos, todas las noches, en su oscura jaula. Y yo le odiaba por eso.

La voz de Berta increpando a James me devolvió al presente.

—¿Dónde te regalaron el carné?

—Yo no he dicho que lo tenga.

—¡Para ahora mismo la furgoneta!

Aunque no abrí los ojos, imaginé a James esbozando una sutil sonrisa. Conocía la expresión de su rostro cuando hacía gala de su humor inglés. A partir de ese momento, la conversación de mis dos amigos me distrajo de mis propios pensamientos.

Berta le dio un suave codazo y ambos rieron.

—Y tú, ¿dónde aprendiste a conducir? —le preguntó él.

—En Colmenar. A los doce años, con el tractor de mi abuelo.

—Me estás tomando el pelo.

—No, aunque el coche de mi padre no lo llevé hasta los quince, para hacer recados por el pueblo.

El silencio de James delató su asombro.

—Solo hace unos meses que me saqué el carné de conducir, justo cuando cumplí los dieciocho, pero tengo años de experiencia —se jactó Berta.

—¿Y qué más hacías en Colmenar aparte de sembrar el pánico con el tractor de tu abuelo y el coche de tu padre?

—Trabajaba en el bar del pueblo.

—¿Y no estudiabas?

—Lo dejé al acabar la ESO. Mis viejos no podían permitírselo. Mi padre está enfermo y el sueldo de mi madre como limpiadora no da para mucho. Por eso a los dieciséis me contrataron en el aserradero de la comarca. Barría el serrín de los pinos, pero duré poco.

—¡Debía de ser un trabajo horrible!

—Bueno, de hecho me echaron por golpear al encargado.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó asombrado.

—Yo era la única chica entre más de veinte empleados… Me había acostumbrado a las miraditas y al uniforme, dos números por debajo de mi talla, que aquel imbécil me hacía ponerme. Pero un día se le fue la mano… Y a mí el puño.

—Bien hecho —murmuró James con admiración.

—Me echó a la calle sin contemplaciones —siguió Berta—. Pero el dueño del bar, que es amigo de mi padre, me ofreció un puesto tras la barra. ¡Soy muy buena poniendo gin-tonics!

—¿Y cómo es que tienes un nivel tan bueno de inglés? Tu pronunciación es casi perfecta… Pareces una chica refinada y todo.

—Oye, majo, que no haya ido al instituto no quiere decir que sea una palurda de pueblo —replicó ofendida.

—¡Yo no he dicho eso!

—Has dicho «pareces» una chica refinada.

—Sí. Pareces delicada y suave. Te mueves con agilidad y gracia, como una gacela. Y tu cara es bonita y dulce como la de un ángel.. Pero… al mismo tiempo eres… —James enmudeció con la mirada fija en la carretera, buscando la palabra exacta— algo silvestre.

—Una bruta, lo sé.

Ambos rieron y permanecieron en silencio durante unos segundos.

—Gracias, James.

—¿Por qué?

—Nunca me habían dicho que soy bonita.

—Me estás tomando el pelo de nuevo.

Ella rió con coquetería.

—Aunque aún no me has explicado de dónde has sacado tu inglés de Oxford.

—De la misma persona que me enseñó a tocar el piano o a reconocer las propiedades de cada planta.

—Bosco…

Berta asintió con la cabeza.

—He tenido el mejor maestro. No creo que hubiera aprendido más en el instituto.

—Si hace tantos años que está en el bosque, ¿quién le enseñó a él?

—Cuando vivía en la ciudad tenía una institutriz inglesa con la que solo hablaba en la lengua de Shakespeare. En la cabaña heredó muchas obras de su antepasado, que fue alguien culto y de buena familia. ¡Tuvo muchos años para entretenerse leyendo! Cuando nos conocimos me pedía libros todas las semanas y yo los sacaba de la biblioteca. A veces, los leíamos juntos.

—Parece un buen tipo.

—Lo es… Por cierto, James, ¿tú le tienes miedo a algo?

—Me asustan las rubias con un bate de béisbol en las manos contestó aludiendo al momento en que se habían conocido. Aparte de eso… hay pocas cosas que me asusten.

—¿En serio? —preguntó Berta fascinada.

—Cubrí todo mi cupo de miedo cuando era pequeño.

—¿Qué te pasó?

—Al enviudar mi padre se refugió en el trabajo. Viajaba mucho por negocios, y yo me crié con mi abuelo, que era un hombre muy severo y muy avaro. Me obligaba a ducharme con agua fría, decía que así se forja el carácter. Cuando hacía alguna travesura me pegaba con su cinturón y me hacía correr descalzo y en ropa interior por el jardín aunque estuviera nevado.

—Pero eso es muy cruel.., ¿No se lo contabas a tu padre?

—No. Mi abuelo me prohibió que lo hiciera. Y yo jamás me atreví a desobedecer una sola de sus órdenes. Cuando se lo conté, yo ya era un adolescente y mi abuelo hacía años que criaba malvas. A mi padre le supo tan mal que intentó compensarlo dándome todos los caprichos.

«Pobre niño rico», pensé un instante antes de sentirme algo celosa de que hubiera abierto su corazón de esa manera a Berta. A Alice jamás le había explicado nada de su infancia.

—Los hombres de negro son simples aficionados al lado de tu abuelo —bromeó Berta para relajar la tensión—. Bosco se alegrará de conocerte. Estoy segura de que le caerás muy bien.

Después de aquella conversación, el cansancio venció la batalla y me quedé profundamente dormida. Cuando abrí los ojos, estábamos a tan solo dos horas de Burdeos y Berta conducía.

Me estiré con pereza y me disculpé ante mis amigos por haber desconectado durante tanto tiempo.

—Necesitabas descansar —me dijo Berta con una sonrisa— Además, no te has perdido nada. El mismo asfalto gris de hace seis horas.

La autopista francesa es la cosa más aburrida del mundo.

James me pasó un bocadillo con el envoltorio de una estación de servicio. Supuse que habían parado para repostar y estirar las piernas.

Me pareció sorprendente que no me hubiera despertado en todo ese rato.

Acabábamos de pasar Burdeos cuando decidimos hacer noche en un área de descanso. Era una zona arbolada con césped y mesas de piedra. James extendió un mantel de cuadros sobre una de ellas y encendió una lámpara de aceite. La noche era cálida, pero el viento soplaba con ímpetu y tuvimos que colocar dos piedras sobre la tela para que no volara. Después Berta sacó de una cesta de mimbre una botella de leche, unas tazas de latón y un
plumcake
de pasas y avellanas. No había ningún vehículo más en aquel pequeño oasis en mitad del asfalto. El rumor de la autopista se mezclaba con el zumbido de los insectos.

Me llené los pulmones de aire y dejé la vista perdida en el horizonte.

—Un penique por tus pensamientos —dijo James antes de dar un mordisco a su bizcocho.

—Esta es mi primera noche en libertad —respondí tras un suspiro—. Después de tantos días de encierro…

—Brindemos por eso, entonces.

James alzó su taza y yo emulé su gesto, pero a Berta no pareció gustarle aquel brindis:

—¿Con leche? ¿No da mala suerte?

—No. Eso es con agua —dije chocando mi taza contra la suya.

Berta arrugó la nariz poco convencida.

Había un baño a pocos metros de donde nos encontrábamos y James aprovechó para hacerle una visita antes de ponemos de nuevo en ruta. Fue entonces cuando mi amiga me confesó lo siguiente:

—¿Has tenido alguna visión, premonición o algo parecido desde que nos fuimos del bosque?

—Sí —repuse contenta de poder compartirlo con Berta—. A veces, cuando presiento algún peligro, noto un cosquilleo en la nuca y luego una corriente suave en la espalda. Lo sentí el día del secuestro.

—A mí se me ponen las manos muy frías y me sudan. Me pasó el día que conocí a James. Cuando me dijo que habías desaparecido, me temí lo peor…

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