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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (22 page)

BOOK: El jardín de los perfumes
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Marcó el número de Freya y, mientras esperaba a que descolgara, observó a la gata, sentada al sol en la repisa de la ventana. Se miró los arañazos recientes de la muñeca.

—No eres muy dulce, ¿verdad? —le dijo al animal—. Ya cambiarás de opinión.

Fuera, la luz era clara, invernal. Emma había estado tachonando naranjas con clavos esa mañana y atándolas con cintas de algodón a cuadros rojos para decorar el pino de pequeño tamaño que Marek había traído del mercado. No tenía planeada ninguna decoración: la idea de sus primeras Navidades sin Liberty ni Joe le rompía el corazón. Sin embargo, al ver el orgullo con el que Marek y Boris le enseñaban el árbol en el rincón de la cocina, había transigido. Así que los dedos con los que sostenía el teléfono le olían a especias.

Emma frunció los labios. Freya no respondía. Quería hablar con ella acerca de las sospechas de Liberty y también hacerle preguntas sobre Macu y Rosa. Lo había intentado ya varias veces, pero Freya siempre se las arreglaba para cambiar de tema.

Se dio cuenta de que también tenía ganas de hablarle de Luca. «No es que Freya sea la más adecuada para hablar con ella de asuntos del corazón. ¿Alguna vez se habrá enamorado de alguien?», pensó.

Se olvidó de aquello en cuanto respondió el contestador.

—Hola, abuela. Soy Em. Te llamaba por nada en particular, solo para hablar un rato. Te quiero y a Charles también. Hablaremos pronto.

Emma se desplomó en la cama. Se dio cuenta por primera vez de que ya no se veía los dedos de los pies, que meneaba dentro de unos gruesos calcetines de lana, ocultos tras la curva de su vientre.

Ya no contaba lo que faltaba para el parto en meses sino en semanas. Ojalá su madre hubiera estado allí. Habría tenido el consejo perfecto para ella. Siempre lo había tenido. Se imaginó a Liberty sentada al pie de su cama, charlando, llena de ideas y de planes.

«No era así al final, sin embargo», pensó Emma. Se retrotrajo a la última vez que había visto a su madre con vida. Joe había llevado en brazos a Liberty a su habitación, como un pajarito herido. Estaba casi irreconocible, con las mejillas chupadas y sin pelo, pero seguía siendo Liberty y había insistido en unirse a la fiesta. «Siempre le encantaron las fiestas.» Freya había ayudado a Liberty a hacerse un turbante con un pañuelo tuareg y le había aplicado carmín a los pálidos labios. Mientras todos comían y bebían con forzada alegría, Emma había observado a su madre, sentada en la otra punta de la mesa, entre almohadones, entre Charles y Freya, sonriéndoles con benevolencia, incapaz de probar bocado. Parecía estar menguando ante los ojos de todos. Emma vio que Freya asentía con la cabeza a Joe porque a Liberty se le cerraban los párpados, y este la había cogido en brazos.

La acostó en la cama y le besó la frente por última vez. Luego se marchó de la habitación, incapaz de mirarlos, con lágrimas en los ojos. Emma le lavó a su madre la cara y las manos mientras la enfermera le administraba morfina bajo la atenta mirada de Freya. Sabían que no faltaba mucho. Charles entró en la habitación arrastrando los pies y se sentó con ella un rato, sosteniéndole la mano, hablándole bajito, contándole las mismas historias que le contaba de niña, cantándole viejas canciones.

Freya y Emma se tendieron a su lado esa noche, velándola, haciéndole compañía hasta su último estertor. Emma acurrucada contra ella y Freya tumbada, sosteniéndole la cabeza entre los brazos, acariciándole la mejilla, acunándola como había hecho un millar de noches cuando las tormentas y los monstruos no la dejaban dormir.

A veces Emma se sorprendía todavía pensando: «Tengo que preguntarle a mamá dónde encontró este tejido», o deseando compartir algún pequeño detalle sin importancia sobre la casa o el pueblo. Seguía costándole aceptar que su madre había muerto. Miró la caja de laca de su mesilla de noche. Cuando abrió la tapa, el interior naranja reflejó el fuego. Fue pasando los sobres hasta que encontró el que buscaba: «Sobre el amor.» Lo abrió.

Em, ¿qué puedo decirte sobre el amor? No soy quién para darte lecciones sobre él, puesto que tú y Joe habéis tenido más éxito en vuestra relación del que yo tuve en la mía. —Emma suspiró y siguió leyendo—. Siempre has sabido amar, Em. Eres la persona más cariñosa que conozco. Lo que voy a pedirte es que permitas que te amen a ti. Deja que el amor te llegue. A lo mejor Freya y yo tenemos la culpa: te criamos para que fueras fuerte e independiente. A veces creo que Joe hace esfuerzos por estar a tu altura. Deja que se sienta necesitado también. Espero que tú y Joe capeéis lo que sea que os está pasando y no me contáis. —Emma alzó las cejas—. Sí, claro que lo sé. Soy tu madre. Lo sé todo. Cuando eras pequeña conseguí convencerte de que tenía literalmente ojos en la nuca. Una vez te pillé, cuando estaba echando una cabezada, apartándome el pelo con cuidado para buscarlos.

La cuestión es, Em, que lo que he aprendido es que el amor viene y se va. A veces la gente en la que confías de todo corazón es la que menos digna es de ello. Las personas son imperfectas, la fastidian. A veces la vida, y el amor, consisten tanto en decidir a quién renunciar como a quién unirse en este viaje. Espero que Joe lo merezca. Nunca dejes que tu capacidad para amar disminuya debido a los actos de los demás. Mantente fiel a tu corazón. Últimamente has estado tan triste, tan encerrada en ti misma… ¿Era tal vez porque te dolía demasiado? Em, por favor, no te rindas. Puedes tener una vida maravillosa aunque este amor se esté acabando. Si Joe no es el adecuado, habrá un hombre por ahí que sabrá estar a tu altura, aunque tengas que pasar una temporada sola.

Sin embargo, el amor de madre… bueno, es intenso, ilimitado y todo lo perdona. Como sabes, yo nunca tuve intención de tener hijos. Freya y yo nunca hemos tenido la mejor de las relaciones; a lo mejor por ella había renunciado yo a la idea de tenerlos. Nunca olvidaré lo que me dijo acerca de haber tenido un bebé. Dijo que se despertaba por la mañana con mis lloros y se preguntaba cómo pasar otro día. A lo mejor Freya no tenía instinto maternal. Algunas mujeres no lo tienen, supongo, y no tuvo que ser fácil para ella. Cuando me enteré de que te esperaba, sin embargo… ¡Oh, qué contenta me puse! Estaba aterrorizada también, claro, porque íbamos a estar solas, como Freya. Me preguntaba si no sería una madre lo bastante buena para ti. Pero nos las arreglamos, creo.

Tú eras, y sigues siendo, la cosa más maravillosa que me ha pasado en la vida. ¡Lamento tanto no estar ahí para llevarte de la mano en este viaje! Daría cualquier cosa para ser abuela, para tener en brazos a un niño y amar de nuevo. ¡Oh, cuando me acuerdo de ti de pequeña, con aquellas piernas y aquellos bracitos regordetes, con esos ojos de criatura! Ya lo verás. No supe lo que era el amor, en toda su espantosa vulnerabilidad y su tremenda gloria, hasta que te tuve. ¡Mírame, dando por supuesto que tendrás hijos! No me cabe en la cabeza que no los tengas. Serás una madre maravillosa, Em, mucho más consecuente que yo. Pero prométeme que los consentirás de vez en cuando, ¿vale? Déjales comer una tableta de chocolate entera de una sentada, por mí.

Con amor, siempre

Mamá

27

VALENCIA, mayo de 1937

—¿Dónde estabas? —Vicente cerró de un portazo.

—He ido a la ciudad con Freya y Macu a escuchar un discurso de La Pasionaria.

Rosa se soltó el pelo y se peinó con los dedos. Cuando Freya no estaba, seguía usando la habitación de Jordi para vestirse, negándose a estar desnuda delante de Vicente. Él se le acercó y se quedó de pie a su lado.

—Pasas demasiado tiempo con la inglesa.

—Me gusta. El trabajo que hacemos importa… —Olía el coñac en su aliento caliente contra el cuello.

—Importo yo. —Vicente le dio la vuelta y le abrió el vestido de manera violenta. Le rozó la oreja con los labios, le sostuvo los pechos hinchados.

Rosa se estremeció al notar sus dientes de metal.

—Soy tu marido. Hiciste lo adecuado, Rosa. Ahora tu hijo no te trae vergüenza. Me ocuparé de ti…

—Puedo ocuparme de mí misma.

—No. —Le dio la vuelta y apretó las caderas contra sus riñones. El canto de la mesa se le clavaba en el vientre y el bebé se retorció—. Ya verás. La guerra se está terminando. Franco ganará y entonces todo volverá a la normalidad. —La tenía agarrada por un hombro—. Valencia es una ciudad segura. Una ciudad decente.

—Por favor, Vicente —le rogó cuando le separó las piernas—. Ahora no…

—Si estás lo bastante bien para ir a oír hablar a esa mujer, entonces estás lo bastante bien para satisfacer a tu marido.

Rosa intentó pensar en otra cosa; pensó en la hermosa voz de La Pasionaria, en la calidez de sus ojos mientras hablaba de una España libre y democrática. Le había parecido más una reina que la hija de un minero.

—Quiero volver a Madrid para combatir.

—No. Ahora este es tu hogar y las mujeres pronto estarán en casa con los niños…

—¿Igual que en los buenos viejos tiempos?

—Ten cuidado, Rosa. Tu hijo rojo está protegido ahora que te has casado conmigo. Hice lo que era decente, me casé con la mujer de mi hermano muerto. Ningún Del Valle será un bastardo.

—¿Lo decente? —gritó Rosa—. ¿Consideras esto decente?

Vicente apretó la garra en su nuca, obligándola a bajar la cabeza.

—Soy un buen hombre. Estaré en el bando acertado, en el bando ganador. —Le levantó el vestido y la penetró con un gruñido—. Jordi tendría que haberlo sabido —dijo, mirándose en el espejo—. ¡Estaba tan orgulloso de ti! Se paseaba contigo delante de mí, como si fueras un trofeo. Tendría que haber sabido que en cuanto te vi te deseé. —Sus palabras se apagaron porque se puso rígido, gimió y dejó caer la cabeza.

Rosa lo apartó de un empujón.

—Eres un cerdo. —Fue a darle una bofetada y él la agarró por la muñeca y se la estrujó hasta hacerla gritar—. Al menos contigo es visto y no visto.

—Te parece que mi hermano muerto era mejor amante, ¿eh? Te tomo como la perra que eres; como a un animal —le espetó Vicente, acercando mucho la cara a la de ella.

—No está muerto —dijo Rosa. Se arregló la falda y se cubrió el vientre con un brazo.

—Vi los documentos, empapados de sangre.

—¿La sangre de quién? —Rosa alzó la barbilla—. Me engañaste. Te creí, pero está vivo. —Se golpeó el pecho—. Sé que lo está.

28

VALENCIA, diciembre de 2001

Luca, perdido en sus pensamientos, contemplaba cómo el agua de la fuente jugaba sobre el voluptuoso trasero de la estatua reclinada. Imaginaba a Emma, alejándose de él por la plaza la mañana en que se habían conocido, con el sol otoñal atravesando ligeramente el dobladillo de su vestido de algodón. La silueta apenas visible de sus muslos, el balanceo de sus caderas…

—Luca, ¿qué pasa?

—Joder, mamá… —se volvió de golpe.

—¿Joder? ¿Le dices joder a tu madre? Te lavaré la boca con jabón. —Dolores le tapó una oreja a la niña que daba los primeros pasos a su lado, apoyándole la otra contra sus faldas—. Ya te daré yo a ti…

—Me has dado un susto… —Hizo un gesto de dolor porque ella le pellizcó el brazo con la mano libre. Se puso en cuclillas y le hizo cosquillas en la barriga a su sobrina, poniendo caras para hacerla reír. —Solo estaba pensando en esa mujer —dijo levantándose.

Dolores frunció los labios, abrochándose el botón superior del grueso abrigo negro.

—Te conozco.

—Emma es una amiga simplemente.

—Y tú eres simplemente un hombre. —Lo cogió del brazo mientras caminaban entre la gente que salía de la basílica—. Así es exactamente como empiezan estas cosas.

—Mamá, no busco enamorarme. —Se metió la mano libre en el bolsillo—. Entre el trabajo de la finca, la responsabilidad de ocuparme de nuestras tierras, de ti y de las familias a las que mantenemos, no me queda tiempo para el amor. —Pensó en las carcajadas de Olivier durante la cena y aquello le sonó a falso. Miró los tirabuzones morenos de su sobrina, la raya blanca de su pelo. Amaba a su sobrina y a sus sobrinos como si fueran sus propios hijos: no llenaban ningún doloroso hueco de su corazón. Había habido un tiempo en que había querido tener hijos desesperadamente, pero ese tiempo había pasado. Había decidido no volver a pensar en ello.

—Veo como la miras —refunfuñó Dolores—. Tengo ojos en la cara. Recuerda, Luca, que está embarazada, que espera un hijo de otro. Además, vive en esa casa. No traerá más que problemas.

Luca caminaba despacio para acompasar sus pasos a los de su madre. Emma lo había alterado. Los días le habían parecido siempre llenos, pero ahora le parecían agitados y vacíos. Por las noches había habido siempre cenas familiares o amigos con los que quedar en el bar del pueblo. Si le hacía falta compañía, podía recurrir a un par de mujeres que sabía que no esperaban de él más de lo que podía darles. Disfrutaba de la paz de vivir solo. Tenía un piso cómodo, lo bastante grande para sus libros, un escritorio, un sofá, un televisor enorme y una cama grande en la que cabía su metro noventa de estatura. Se había construido la vida que le convenía. No se había dado cuenta de que le hiciera falta algo más hasta conocer a Emma.

Dolores se detuvo en la calle a saludar a un viejo amigo y Luca contempló con objetividad su reflejo en el escaparate de una panadería. Era un poco más corpulento que de joven, pero no estaba mal; no iba camino de la gordura como algunos de sus coetáneos a quienes la barriga les chocaba contra el borde del escritorio o de la mesa del café.

Tenía el pelo gris en las sienes, pero todavía vigoroso, y todas las mañanas podía hacer doscientas sentadillas antes de pasear con
Sasha
por los naranjales. Por las tardes nadaba en la finca, hiciera el tiempo que hiciese, mientras su madre lo vigilaba por la ventana de la cocina durante las tormentas haciendo largos sin prestar atención a los relámpagos que iluminaban el cielo. Estaba en buena forma, se dijo. Se preguntó qué vería Emma cuando lo miraba.

No tenía intención de pasarse por El jardín perfumado esa mañana, pero le había comprado el pájaro cantor en el mercado, dejándose llevar por un impulso. Sabía que a Emma le gustaría. Últimamente aquello le sucedía con frecuencia. Varias veces al día pensaba que a Emma le gustaría algo o conservaba noticias o anécdotas jugosas que compartir con ella cuando volvieran a verse.

Fue tranquilamente por la acera, ligero de espíritu, subiendo la colina hacia la villa.

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