El jinete del silencio (38 page)

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Authors: Gonzalo Giner

BOOK: El jinete del silencio
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Ella entendió la metáfora, pero le pidió el detalle económico. Una vez lo supo, estrechó su mano dispuesta a colaborar.

—Os organizaré una cita con él. Pero hasta entonces, andaos con mucho ojo. Pensad con quién comentáis vuestros negocios y hasta dónde os explicáis. Don Blasco cuenta con muchos oídos que están gustosos de complacerlo; no olvidéis que siempre puede haber alguien escuchándoos. Su sombra alcanza la casa del gobernador, y se sospecha que en su nómina tiene jurados, militares, y hasta el silencio de algún que otro claustro.

Horas después, en el hospedaje donde pasarían las siguientes noches ultimaron sus planes animados por haber coincidido con aquella mujer. Siguiendo los consejos de la camarera, contactarían con el caballerizo en la misma plantación dos días después; tiempo que ella necesitaba para explicárselo todo.

—Si la Bruma Negra dista de aquí poco más de media jornada a caballo, saldremos a media tarde para ampararnos en la oscuridad de la noche. Será lo más prudente —valoró Fabián.

—¿Crees que hemos tenido suerte, o se trata de un favor divino?

Fabián sonrió con su ocurrencia. Para él las cosas estaban más claras cuando se valoraba la condición humana.

—Más bien creo que se trata del poder del dinero, Camilo. Casi todo el mundo se mueve por lo mismo, aunque no sea ni tu caso ni el mío.

—Dinero… Por suerte, pudimos venir con bastante… —La conciencia lo golpeó una vez más—. Aunque me he comprometido a devolverlo…

A Camilo le costó dormir aquella noche.

La constancia de que Yago estaba en la isla compensaba muchas otras penalidades. En su cabeza se acumulaban demasiadas preguntas sin respuesta, algunas tenían que ver con su crisis espiritual, otras con no saber en qué situación se encontraría Yago, pero tampoco acababa de ver qué iba a hacer él una vez consiguiera volver a Jerez. Entre unos y otros pensamientos sintió una profunda compasión al imaginar las torturas que el muchacho podría haber pasado, si como había escuchado sufría la condición de esclavo.

¿Qué males habría padecido? ¿Todavía sentiría rencor hacia él por su abandono?, pensó. ¿Hablaría mejor? ¿Habría cambiado?

Se asomó a la ventana y el frescor de la noche enfrió su rostro. Contempló la enorme montaña que actuaba como guardián de la isla, vigilando desde sus cumbres a los habitantes. Miró al cielo y rezó. Le pidió a Dios que le diera una nueva oportunidad para ayudarlo.

En voz baja entonó el canon preferido de Yago con la esperanza de que sus notas volaran hasta donde él estuviera, tal vez en algún lugar entre aquella enorme espesura verde que se extendía por delante de sus ojos hasta perderse en la lejanía.

Y aquella melodía flotó por el aire.

XVI

Los alrededores de la Bruma Negra de noche se parecían más a la boca del infierno que a una próspera y hermosa plantación. Sus palmeras sabales eran tan bajas de hoja que caminar en la oscuridad cerca de ellas entrañaba un alto riesgo de perder un ojo o de terminar taladrado a pinchazos.

Camilo y Fabián acababan de dejar atado a su guía en un árbol tras haberse negado a entrar con ellos en la plantación de don Blasco Méndez de Figueroa. El hombre afirmaba que hacerlo conllevaba demasiado peligro y los amenazó con denunciar el hecho. Por ese motivo lo inmovilizaron hasta su vuelta.

Llegaron hasta un bosque de centenarios pimenteros donde se escondieron a esperar a su contacto. La línea de árboles finalizaba en lo alto de una ladera con bastante pendiente, en cuyo extremo se adivinaba un alto muro de piedra que marcaba los límites de la plantación.

—Fíjate en esos pájaros tan pequeños —susurró Fabián. Dos diminutas aves batían sus alas a tal velocidad que estas casi no llegaban a verse. Poseían un pico alargado y curvo, y trinaban de una forma deliciosa.

Camilo no prestó demasiada atención ahogado en su inquietud. No estaba acostumbrado a enfrentarse a situaciones de peligro como aquella y sentía los músculos tensos como piedras.

Esperaron pacientes bajo las ramas de los aromáticos árboles, pero la jungla reunía tal coro de sonidos que temieron no poder escuchar la señal convenida. Además, para empeorar todavía más la situación, se vieron incapaces de calcular qué hora era, al estar oculta la luna detrás de las nubes.

Pasado un tiempo, Camilo no pudo resistir y comentó en voz alta sus impresiones.

—Ya debía haber venido, ¿no crees? ¿Nos habrá engañado la camarera? —Sus dudas coincidían con las de Fabián.

—Esperaremos un poco más, pero si no aparece tendremos que intentarlo sin su ayuda.

Se escucharon ladridos a cierta distancia. Guardaron silencio y comprobaron con horror que se trataba de una jauría de perros que corría hacia ellos. Camilo empezó a sudar sin saber qué decisión tomar, él no era hombre de acción y además le daban pavor esos animales. Se miraron preguntándose qué tocaba hacer mientras los gruñidos se hacían más cercanos, pero cuando estaban casi a punto de emprender la carrera en dirección contraria, comprobaron que los sabuesos se habían quedado retenidos tras el muro de piedra que limitaba la plantación. Suspiraron aliviados por el momento.

Durante algo más de una hora, en medio de la noche más desapacible que habían conocido hasta el momento en la isla, esperaron con paciencia. El amante de la camarera no terminaba de aparecer, pero para su alivio, los perros parecían haberse cansado de esperarlos, pues desde hacía un buen rato ya no se escuchaban sus gruñidos. Hartos de no tener noticias del contacto, tomaron ladera arriba hasta llegar al muro. Una vez constatada la ausencia de los canes, superaron sin dificultad la altura del recinto, pero se encontraron con una cerrada niebla al otro lado que les impedía ver mucho más allá de sus pies.

Solo les quedaba una opción, seguir recto y confiar en su suerte.

Fabián se adelantó y Camilo lo siguió temblando y con sus cinco sentidos puestos en lo que hacía. Caminaba espantado ante la posibilidad de volver a escuchar a los perros. Recorrieron en silencio unas veinte cuerdas hasta notar que la arboleda se iba despejando para terminar abriéndose por completo en un espacio bastante amplio. A media distancia podían verse las tenues luces de las cuadras. Fabián aceleró el paso, cuando de pronto escucharon a sus espaldas el eco de unos ladridos. Se miraron y como un solo hombre se pusieron a correr a toda velocidad.

—Me temo que los tenemos demasiado cerca. —Sin detenerse Fabián recogió una larga rama por si tenía que defenderse.

Por si fuera poco el riesgo de ser atacados por los perros, escucharon a su derecha unas voces que la niebla difuminaba. Procuraron hacer el menor ruido, pusieron cuidado de no pisar alguna rama que advirtiera de su presencia, y sobre todo rezaron. Por suerte, aquel húmedo y espeso velo los ocultó lo suficiente para recorrer un buen tramo de la pradera. Estaban desorientados y no sabían cuánto les faltaba para llegar a las caballerizas.

Cuando al cabo de unos pasos Camilo se volvió a mirar, descubrió con pavor el brillo de al menos una docena de ojos que se les acercaban a velocidad peligrosa. En ese instante pensó que estaban perdidos, que no lo conseguirían, pero de repente las luces que antes habían intuido de lejos se convirtieron en paredes de madera y en una puerta entreabierta. La atravesaron con rapidez y al cerrarla de golpe sintieron cómo los primeros perros se golpeaban contra ella.

Buscaron dónde esconderse y casi sin pretenderlo chocaron con unos grandes fardos de hierba seca apilados a un lado del establo. Se protegieron tras ellos y esperaron hasta recuperar la respiración, atentos al menor ruido.

Detrás de una suave colina, hacia el sur, en la mansión de Blasco Méndez de Figueroa todos dormían salvo Carmen. Encerrada en su habitación, abrió una ventana de su dormitorio decidida a escapar a pesar de la peligrosa altura que la separaba del suelo. Había pasado un día de los dos que Volker le había puesto como límite para huir por sus propios medios, si acaso él no volvía. A la angustia por no saber qué suerte habría corrido el capitán, se sumaba el temor de que Blasco la encontrara todavía en la mansión. Desde la plantación a las cumbres de la montaña azul, aunque el camino se hiciera a caballo, se necesitaba invertir algo más de un día, no tanto por la distancia que las separaba como por la dificultad de atravesar la extensa jungla que había entremedias y las zonas más escarpadas que se debían recorrer a pie.

Con esos cálculos, Carmen había decidido escapar en el anochecer de la tercera jornada. Si no lo hacía, se arriesgaba a volver a ver a su marido. Esa sola idea le hacía temblar. Se asomó a la ventana y calculó la distancia con el árbol más cercano. Sacó un pie descalzo y lo estiró lo que pudo, agarrada al alféizar, tratando de rozar la rama más gruesa de un castaño que por su grosor podría soportar con facilidad su peso, pero no consiguió tocarlo. Suspiró preocupada. Miró de nuevo hacia el suelo y valoró la alternativa de bajar por la pared, pero la descartó al comprobar que no había ni una sola cornisa o apoyo. Su única solución era saltar desde la ventana hasta el árbol, pero entendió que para conseguirlo necesitaba tomar cierta carrerilla. Se levantó la falda, la anudó a su cintura, lanzó los zapatos al suelo y se santiguó tres veces pidiendo ayuda a Dios. Tomó aire, cerró los ojos, volvió a santiguarse una vez más y cuando los abrió se encontraba volando entre la casa y el árbol. Sin embargo, apoyó mal el pie al caer sobre la rama y perdió el equilibrio. Lanzó las manos para aferrarse a lo que fuera, viendo que se caía, y gracias a Dios, se pudo sujetar al tronco. Algo más aliviada aunque llena de arañazos y temblando, descendió como pudo por el centenario castaño. Una vez en el suelo, recogió los zapatos y empezó a correr en dirección a las cuadras para hacerse con un caballo.

A menos de una legua, Blasco regresaba agotado de la fallida cacería junto con Luis Espinosa. Entró en la casa sin hacer ruido y fue a buscar a su mujer para cumplir sus siniestros planes, pero no la encontró en su dormitorio. Descubrió la ventana abierta y un trozo de su falda enganchada en un árbol. Llamó a gritos a su ayudante de cámara y se cruzó con Luis Espinosa de camino a su habitación secreta.

—La cacería no ha terminado. ¡Sígueme!

Recogió de su cámara de los horrores una especie de guadaña de mano, con la hoja retorcida y aspecto de provocar espantosas heridas al que la sufriera, y se lanzó escaleras abajo.

—Tiene que haber ido hacia las caballerizas…

Don Luis lo seguía sin saber qué buscaba.

—Esa furcia… lo pagará.

—Explicadme, os lo ruego, ¿a quién vamos a dar caza ahora?

—A mi mujer, a Carmen… Me ha traicionado y debe pagar por ello.

Don Luis se quedó helado y trató de detenerlo, pero Blasco se deshizo de él de un manotazo y empezó a correr hacia las cuadras. Luis no entendía qué podía haberle hecho aquella dulzura de mujer, un ser tan frágil. Vio claro que el marido había enloquecido y desde ese momento se propuso ayudarla y se lanzó a la carrera tras los pasos de Blasco.

Camilo y Fabián buscaban mientras la dependencia principal de las caballerizas.

Camilo fue el primero en entrar.

Amarrados a los laterales de una cuadra rectangular y separados por barras verticales, encontraron a más de un centenar de caballos de diferentes edades, colores y razas. Camilo pudo distinguir napolitanos, bretones, alguno de Berbería y muchos de casta española. Fabián estaba más pendiente de cualquier movimiento que delatara la presencia humana que de los caballos. El fraile se fijó en sus grupas y ya entre los primeros le pareció ver a alguno de los suyos, pero tal vez estaban más gordos, y además la poca luz que había no le permitía ver con precisión.

—No los distingo nada bien… —le susurró a Fabián—. Hemos de buscar con qué iluminarlos.

Fabián no tuvo tiempo de frenarlo antes de ver a Camilo dirigirse decidido a una dependencia cercana donde había visto luz. Fue tras él pero llegó tarde. En la pequeña estancia que hacía funciones de guadarnés había un candil que el monje cogió sin tener en cuenta las protestas del otro.

A su vuelta a la cuadra inspeccionó uno a uno todos los animales, desde el primero que encabezaba un lateral hasta el último. Mientras lo hacía ronroneaba algo, pero no dejaba de mirar por los extremos del establo esperando ver en cualquier momento a Yago. Se detuvo cuando llegó a uno castaño y de estampa casi perfecta.

—¡Este era uno de los nuestros! Estoy seguro —Buscó su hierro, pero lo habían tapado con las tres iniciales del propietario de la Bruma Negra—; recuerdo que lo compré en la serranía de Córdoba.

A ese primero le siguieron una docena más, hasta que llegó a Azul. En cuanto lo reconoció su alegría fue todavía mayor. El caballo también supo quién era y lo olfateó feliz.

—Este es el Guzmán del que te hablé. —Lo señaló con expresión de triunfo.

—¡Queda entonces probado el robo! —concluyó Fabián—. Ahora solo hemos de buscar al caballerizo.

Camilo protestó en un tono demasiado alto.

—¡Ni hablar…! Antes hemos de ver dónde está Yago. La camarera nos contó que trabajaba aquí y eso significa que no puede andar muy lejos; siempre duerme cerca de los caballos. —Lo llamó en voz alta.

Fabián le tapó la boca espantado.

—¿Pero qué haces? Nos oirán. De acuerdo, lo buscaremos, vale. Pero, por favor, hagámoslo en silencio.

En ese instante escucharon un ruido de pasos por los alrededores de la cuadra, apagaron el candil y corrieron a esconderse otra vez detrás de las pacas. Alguien entró con la respiración muy fatigada y la sintieron casi encima. Fabián se puso en alerta por si tenía que actuar, pero la sorpresa fue mayor cuando vieron que se trataba de una mujer cuya expresión no podía reflejar más susto. Corría hacia los caballos sin percatarse de que no estaba sola. Cuando Fabián y Camilo constataron que nadie la seguía, salieron de su escondite y fueron tras ella.

—No temáis, mi señora… —Camilo se dirigió en un tono amable, pero la sorpresa hizo que ella le lanzara las uñas a la cara completamente horrorizada. El monje notó cómo le desgarraba un trozo de piel de la mejilla pero no pudo hacer nada, solo sujetarla por los brazos para tratar de tranquilizarla. Ella, todavía más asustada si cabe, empezó a patearlo y, en un descuido de Camilo, le mordió un brazo.

Vista la situación, Fabián se decidió a actuar. Fue a por ella, y sin poner mucho esfuerzo consiguió derribarla. Se colocó encima, le tapó la boca con la mano, y con la otra juntó sus muñecas contra el suelo, dejándola inmovilizada por completo.

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