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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero

BOOK: El juego del cero
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Matthew Mercer y Harris Sandler participan en un misterioso juego del que casi nadie conoce su existencia, ni sus amigos, ni sus compañeros de trabajo ni, naturalmente, sus jefes, que son algunos de los congresistas y senadores más poderosos del Capitolio.

Es un juego que aporta riesgo, recompensa, misterio, y la excitación de saber que, sólo por el hecho de ser invitado a jugar, te convierte en traficante de poder en Washington. Pero como Matthew y Harris no tardarán en descubrir, el Juego del cero oculta un secreto tan explosivo que podría sacudir Washington hasta sus cimientos. Matthew muere, y también alguien muy allegado a ambos. Harris comprende que ese juego es algo mucho más siniestro de lo que jamás hubiera sido capaz de imaginar. Y no cabe duda de que él será la siguiente víctima.

Brad Meltzer

El juego del cero

ePUB v1.1

libra_861010
14.05.12

Título original:
The zero game

Brad Meltzer, 2005.

Traducción: Gerardo di Masso

Editor original: libra_861010 (v1.0 a v1.1)

Para Jonas, mi hijo, quien me coge de la mano,

tira de mí y me lleva a vivir

la más maravillosa de todas las aventuras

Si el pueblo norteamericano descubriese lo que sucede aquí,

lo echaría abajo ladrillo a ladrillo.

Howard R. Ryland,

oficial de policía del Capitolio en el Congreso

…el verdadero problema es que el gobierno es aburrido.

P. J. O'Rourke

Los acontecimientos y los personajes que aparecen en este libro son ficticios. En él se mencionan algunos lugares y figuras públicas reales, pero el resto de los personajes y los acontecimientos descritos son totalmente imaginarios.

Agradecimientos

En la cubierta de este libro hay un nombre, pero yo siempre he afirmado que se necesita mucho más que eso para convertir en realidad la idea que uno ha imaginado. Por esa razón, me gustaría expresar mi agradecimiento a las siguientes personas: siempre en primer lugar, mi amor, Cori. Para parafrasear a alguien mucho más inteligente que yo: las palabras no son reales hasta que Cori las ha leído. Ella siempre ha sido mi primera editora y asesora, pero para este libro, en su cargo real de abogada en el Congreso, también fue mis ojos y mis oídos dentro del complejo mundo del Capitolio. Pero lo que ella ignora es cuán humillado me sentí al contemplar la forma en que hacía su trabajo. Luchadora impenitente por las buenas causas, Cori pensaba que me estaba enseñando la mecánica de la política. Pero lo que en verdad hizo fue recordarme lo que realmente significa el idealismo. Te amo por eso y por muchas más cosas.

Hay innumerables razones por las cuales no podría haber llevado a cabo este trabajo sin ti, C. Jill Kneerim, mi agente y mi amiga, cuyas observaciones y cuya intuición me impulsan a colocar la honestidad en la primera fila de mi texto. Su guía se encuentra entre las primeras que siempre busco, pero es su amistad lo que yo valoro profundamente (incluso más de lo que ella sabe).

Quiero dar las gracias a Elaine Rogers, por el asombroso trabajo que hizo desde el pistoletazo de salida. A Ike Williams, Hope Denekamp, Elizabeth Dane, Seana McInerney y a toda la gente extraordinaria de la Agencia Kneerim&Williams.

Ahora más que nunca quisiera darles las gracias también a mis padres, cuyo amor incondicional me ha traído hoy aquí. Ellos me mantienen con los pies en el suelo, me apoyan y nunca dejan de recordarme dónde se encuentra realmente el hogar. Todo lo que soy, lodo lo que tengo… comenzó con ellos. A mi hermana Bari, una de las personas más fuertes que conozco, por compartir esa fuerza siempre que la necesito. Gracias, Bari, por todo lo que haces. Dale y Adam Flam ayudaron a alimentar el juego, mientras que Bobby Flam y Ami y Matt Kuttler leyeron los primeros borradores. Su amor y su apoyo me ayudaron en la travesía. A Steve Scoop Cohen, compañero de sueños, hermano en creatividad y versátil genio chiflado, por el momento eureka que nos llevó a este libro. Las ideas son divertidas; la amistad es mucho más valiosa. ¡Gracias, Cheese! A Noah Kuttler, sin cuya ayuda yo estaría irremediablemente perdido. Después de mi esposa, Noah es la primera caja de resonancia a la que acudo. Tiene esa clase de talento. Él sabe que es mi familia, sólo espero que se dé cuenta de lo feliz que me siento de que forme parte de mi vida. Ethan y Sarah Kline me ayudaron a desarrollar el juego, y Ethan me empujó intrépidamente en mi carrera de escritor desde que leyó mis primeros manuscritos. A Paul Brennan, Matt Oshinsky, Paulo Pacheco, Joel Rose, Chris Weiss y Judd Winick, mis alter egos, cuyas reacciones y cuya constante amistad constituyen una fuente interminable de inspiración.

En todas las novelas, el objetivo es conseguir que una invención absoluta suene como un hecho real. La única forma de lograrlo es armarse de detalles. A las siguientes personas les debo un agradecimiento enorme por haber conseguido que esos detalles estuviesen a mi disposición: sin discusión, cuando se trataba de explicar cómo funciona en realidad el gobierno, Dave Watkins fue mi sensei en el Congreso, un maestro increíble que tuvo la paciencia suficiente para responder a todas mis preguntas insustanciales. Desde la tormenta de ideas inicial hasta la corrección del capítulo final, le confié todos los detalles. Jamás me defraudó. Scott Strong fue el Indiana Jones del Capitolio de Estados Unidos, guiándome a través de pasadizos inexplorados y túneles abandonados. Su amistad y su confianza resultaron indispensables para crear esta realidad. Tom Regan me llevó a dos mil quinientos metros bajo la superficie de la Tierra y me recordó exactamente cómo se construyó este país. Sólo espero que sepa el impacto que su generosidad tuvo sobre mí. A Sean Dalton, por pasar días explicando cada mínimo detalle del proceso de asignación, que no es moco de pavo. Su dominio de las nimiedades fue fundamental para este libro. A Andrea Cohen, Chris Guttman-McCabe, Elliot Kaye, Ben Lawsky y Carmel Martin, por haber estado disponibles siempre que los necesité. La mejor pai te fue, como todos ellos se encuentran entre mis mejores amigos, que pude hacerlos las preguntas más estúpidas. Dick Baker es una institución en sí mismo. Su generosidad y sus observaciones históricas dieron vida a la institución del Capitolio. Julian Epstein, Perry Apelbaum, Ted Kalo, Scott Deutchman, Sampak Garg y toda la gente del Comité Judicial del Congreso son, simplemente, los mejores. Me presentaron gente, me explicaron montones de cosas y acudieron siempre en mi ayuda. A Michone Johnson y Stephanie Peters, por ser unos amigos maravillosos que ayudaron a dar vida a Viv. Luke Albee, Marsha Berry, Martha Carucci, Jim Dyer, Dan Freeman, Charles Grizzle, Scott Lilly, Amy McKennis, Martin Paone, Pat Schroeder, Mark Schuermann, Will Smith, Debbie Weatherly y Kathryn Weeden me llevaron a sus respectivos mundos y respondieron a todas y cada una de mis preguntas. Su ayuda fue invalorable. Los congresistas John Conyers, Harold Ford Jr. y Hal Rogers fueron lo bastante generosos para invitarme a entrar; aquéllos fueron unos de los mejores días del proceso. Loretta Beaumont, Bruce Evans, Leif Fonnesbeck, Kathy Johnson, Joel Kaplan, Peter Kiefhaber, Brooke Livingston y Chris Topik me dieron una visión de primera mano del increíble trabajo que se realiza en el Departamento de Asignaciones Interiores. A Mazen Basrawi, por permitir que viese a través de los ojos de un hombre ciego. A Lee Alman, David Carie, Bruce Cohen, George Crawford, Jerry Gallegos, Jerry Hartz, Ken Kato, Keith Kennedy, David Safavian, Alex Sternhill, Will Stone y Reid Stuntz por pintarme un cuadro tan realista de la vida en el Congreso. Chris Gallagher, Rob Gustafson, Mark Laisch, William Minor y Steve Perry fueron mis expertos en el arte del lobbying. A Michael Brown, Karl Burke, Steve Mitchell y Ron Waterland, de Barrick Gold, por toda su ayuda para que consiguiera bajar a la mina. Michael Bowers, Stacie Hunhoff, Paul Ordal, Jason Recher, Elizabeth Roach y Brooke Russ me llevaron nuevamente a mi juventud y compartieron la emoción de ser un mensajero. Bill Allen, David Angier, Jamie Arbolino, Rich Doerner y James Horning completaron los detalles físicos del Capitolio. A David Beaver, Terry Catlain, Deborah Lanzone, John Leshy, Alan Septoff y Lexi Shultz, por ayudarme con las cuestiones relativas a la minería y los intercambios de tierra. Al doctor Ronald K. Wright, por su siempre asombroso consejo forense. Keith Nelson y Jerry Shaw me enseñaron todas las habilidades del combate.

Por último, permitidme que dé las gracias a todos los de Warner Books: Larry Kirschbaum, Maureen Egen, Tina Andreadis, Emi Battaglia, Karen Torres, Martha Otis, Chris Barba, la fuerza de ventas más agradable y trabajadora en el negocio del espectáculo, y a toda la otra gente increíble que me hizo sentir como parte de la familia. Ellos son los que se encargan del trabajo pesado y también la razón de que este libro esté ahora en sus manos. También quiero expresar mi enorme agradecimiento a mi editora, Jamie Raab. Desde el momento en que nos conocimos, he estado bajo su cuidado, pero éste es el primer libro en el que es la única editora. Yo soy el afortunado. Sus observaciones acerca de los personajes me obligaron a cavar más profundamente, y sus sugerencias hicieron que estas páginas quedaran mejor que cuando ella las recibió. Todos los escritores deberían ser bendecidos de la misma manera. Gracias otra vez, Jamie, por tu amistad, tu infinito entusiasmo y, sobre todo, por tu fe.

Capítulo 1

No pertenezco a este lugar. Y ha sido así durante años. Cuando llegué por primera vez al Capitolio para trabajar con el congresista Nelson Cordell, todo era diferente. Pero hasta Mario Andretti acaba aburriéndose de conducir a trescientos kilómetros por hora todos los días. Especialmente cuando estás en un círculo. Yo he estado dando vueltas en círculos durante ocho años. Es hora de abandonar finalmente el circuito cerrado.

—No deberíamos estar aquí —insisto mientras estoy de pie delante del urinario.

—¿De qué estás hablando? —pregunta Harris, bajándose la cremallera frente al urinario que está junto al mío. Tiene que girar el cuello para poder ver todo mi cuerpo desgarbado. Con un metro noventa, estoy construido como una palmera y observo desde arriba la coronilla de su mata de pelo negro. Sabe que estoy nervioso pero, como siempre, él es la representación perfecta de la calma en la tormenta—. Vamos, Matthew, a nadie le importa el cartel que hay en la puerta.

Harris piensa que estoy preocupado por el lavabo. Pero, por una vez, se equivoca. Este puede ser el lavabo que está justo delante del hemiciclo de la Cámara de Representantes, y puede tener en la puerta un cartel que reza «Sólo miembros» —como en «Miembros del Congreso»… como en «ellos»… como en «no nosotros»—, pero después de todo el tiempo que llevo aquí, sé muy bien que incluso los miembros más formales no impedirían que dos empleados vaciaran la vejiga.

—Olvídate del lavabo —le digo a Harris—. Estoy hablando del Capitolio. Ya no pertenecemos a este lugar. Quiero decir, la semana pasada celebré mi octavo aniversario aquí, ¿y qué beneficio he obtenido de ello? Una oficina compartida y un congresista que, la semana pasada, se pegó como una lapa al vicepresidente para asegurarse de que no lo dejaran fuera de la fotografía que aparecería al día siguiente en el periódico. Tengo treinta y dos años… ya no me resulta divertido.

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