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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (54 page)

BOOK: El juego del cero
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—El saldrá bien parado.

—Como te he dicho antes, hablas como un auténtico funcionario.

—Ex funcionario —preciso.

—No te lamentes conmigo —dice Barry—. Quiero decir, míralo de este modo… al menos tú conservas los cordones de los zapatos.

Barry hace girar el tobillo que tiene apoyado sobre la rodilla. Está tratando de mostrarse tranquilo pero manosea el brazalete con la muñeca apoyada en la cintura.

—Por cierto, ¿has leído el artículo que aparece hoy en el
Post
? —añade. Su sonrisa se vuelve más amplia, pero se rasca con fuerza el brazalete. Sólo es cuestión de tiempo que mantenga esa expresión desafiante—. Me llaman terrorista.

Yo sigo sin abrir la boca. Barry está asumiendo definitivamente su caída pública. Aunque la oficina de Lowell fue capaz de encontrar el nombre de Sauls y seguir la pista hasta Wendell, les llevó varias semanas probar lo que realmente había ocurrido. Hoy, con Sauls muerto y Janos en paradero desconocido, necesitan un cuello para el lazo… y en este momento ese cuello es el de Barry.

—He oído que has contratado los servicios de Richie Rubin. Es un buen abogado —señalo.

Barry huele la charla superficial a un kilómetro de distancia, él también solía estar en el mismo negocio. Ahora está molesto. La sonrisa desaparece rápidamente de su rostro.

—¿Qué quieres, Harris?

Allá vamos… dos minutos completos para volver a la realidad. El hombre no es ningún estúpido. Sabe muy bien cómo me siento… no orinaría en su garganta si sus pulmones se estuviesen quemando. Si estoy sentado aquí, es porque necesito algo.

—Deja que lo adivine —dice Barry—. Te mueres por saber por qué lo hice…

—Sé por qué lo hiciste —contesto—. Cuando careces de toda lealtad y eres tan jodidamente paranoico, piensas que el mundo está contra ti…

—¡El mundo está contra mí! —grita Barry, inclinándose hacia el vidrio—. ¡Mira donde estoy sentado! ¡¿Me estás diciendo que estoy equivocado?!

Sacudo la cabeza, negándome a entrar en ese juego. Cualesquiera que sean los desprecios de los que Barry crea ser víctima, está claro que se han ido difuminando poco a poco ante su realidad.

—No me juzgues, Harris. No todos somos tan afortunados como para llevar tu fascinante vida.

—¿O sea que ahora la culpa es mía?

—Te he pedido ayuda durante todos estos años. Y tú nunca me la has dado. Ni una sola vez.

—¿O sea que yo te obligué a hacer todo esto?

—Sólo dime por qué estás aquí. Si no se trata de mí y no es para ponerte al día…

—Pasternak —digo abruptamente.

Una amplia sonrisa se extiende por sus mejillas. Acomodándose en la silla, cruza los brazos y sostiene el auricular entre la barbilla y el hombro. Como si se estuviese poniendo nuevamente la máscara Barry. Ya no juega con su brazalete.

—Te está carcomiendo, ¿verdad? —pregunta—. Tú y yo siempre mantuvimos una amistad competitiva. ¿Pero tú y Pasternak…? Se suponía que él era tu mentor. La persona a la que acudías cuando tenías una emergencia y tenías que romper el cristal. ¿Es eso lo que te tuvo dando vueltas en la cama toda la noche… preguntarte cómo tu radar personal podía estar tan completamente equivocado?

—Sólo quiero saber por qué lo hizo.

—Por supuesto que quieres saberlo. Sauls ya mordió su bala… yo voy en camino de hacer lo propio con la mía… pero Pasternak, él es quien te frustrará por el resto de tu vida. No llegaste a pegarle, o a gritarle, o a tener con él la escena del enfrentamiento con el final agridulce. Es la maldición de ser un perfeccionista… no puedes manejar un problema que no puede ser resuelto.

—No necesito resolverlo; sólo quiero una respuesta.

—Es la misma diferencia, Harris. La cuestión es, si esperas que yo súbitamente te rasque la espalda… bueno… ya sabes lo que dice el cliché…

Cabildero hasta el final, Barry deja bien clara su posición sin decir nunca las palabras reales. No suministra información a menos que reciba algo a cambio. Santo Dios, odio esta ciudad.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunto.

—Ahora, nada —contesta—. Digamos que me debes una.

Incluso con un mono anaranjado y detrás de una plancha de vidrio de veinte centímetros, Barry aún necesita creer que lleva la voz cantante.

—Muy bien. Te debo una —le digo—. Y bien, ¿qué hay de Pasternak?

—Bueno, si te hace sentir mejor, no creo que él supiese quién estaba realmente al mando del tren. Seguramente se aprovechó de ti con el juego, pero sólo fue para que la solicitud de la mina entrase en el proyecto de ley.

—No lo entiendo.

—¿Qué es lo que hay que entender? No era más que una solicitud sin importancia para una mina de oro agotada en Dakota del Sur. El sabía que Matthew jamás daría su aprobación… a menos que tuviese una razón lo bastante buena para hacerlo —dice Barry—. A partir de ahí, Pasternak simplemente cogió el juego e introdujo la apuesta.

—¿Pasternak era uno de los amos de las mazmorras?

—¿Qué?

—Los amos de las mazmorras, los tíos que recogen las apuestas y el dinero. ¿Es así como mi solicitud entró en el juego? ¿Pasternak era uno de los tíos que dirigía todo el tinglado?

—¿De qué otro modo podría haber llegado allí? —pregunta Barry.

—No lo sé… es sólo… todos esos meses en que estuvimos jugando… toda la gente contra la que apostamos. Pasternak siempre estaba tratando de deducir quién más participaba del juego. Cuando llegaban los recibos de los taxis, él los examinaba uno por uno, esperando descifrar la caligrafía. Incluso llegó a confeccionar una lista de personas que estaban trabajando en temas concretos… Pero si él era uno de los amos de las mazmorras… —Me interrumpo al comprender las consecuencias de lo que acabo de decir.

Barry ladea la cabeza. Su ojo nublado me mira directamente, su ojo de cristal está desviado hacia la izquierda. De pronto, se echa a reír.

—Me tomas el pelo, ¿verdad?

—¿Qué? Si Pasternak era un amo de la mazmorra, ¿no tendría que conocer a todos los otros jugadores?

Barry deja de reírse, comprendiendo que no participo de la broma.

—Ni siquiera lo sabes, ¿verdad?

—¿Saber qué?

—Sé sincero, Harris… ¿no lo has deducido?

Intento por todos los medios dar la impresión de saber de qué está hablando.

—Sí, por supuesto… La mayor parte… ¿De qué parte estás hablando?

Su ojo nublado se fija en mí.

—No hay ningún juego. Nunca lo hubo. —Su ojo no se mueve—. Quiero decir, tú sabías que era todo un engaño, ¿verdad? Humo y espejos.

Cuando sus palabras atraviesan el auricular y llegan a mi oído, todo mi cuerpo se entumece. El mundo parece haber duplicado mi gravedad personal. Hundiéndome —atravesándolo casi— en el asiento de mi silla de plástico anaranjado, peso mil kilos.

—Qué final tan ingenioso, ¿no crees? —pregunta Barry—. Casi me caigo cuando me lo dijeron. ¿Puedes imaginarlo, todo este tiempo estudiando a los compañeros de trabajo, tratando de imaginar quién más estaba apostando cuando, en realidad, los únicos que estabais en el juego erais Matthew y tú?

—Dos minutos —anuncia el guardia que está detrás de Barry.

—Es realmente brillante cuando lo piensas —añade Barry—. Pasternak alaba el juego; tú lo crees porque confías en él… luego ellos envían unos cuantos mensajeros, rellenan unos recibos de taxi y vosotros dos creéis que estáis participando del mayor secreto que el Capitolio tiene para ofrecer. Es como esos viajes que uno hace en el simulador de vuelo que hay en Disneyworld, donde te pasan una película y sacuden un poco tu coche… y tú crees que estás subiendo y bajando una montaña rusa, pero en realidad no te has movido ni un centímetro.

Mi risa es forzada; mi cuerpo sigue paralizado.

—Tío, sólo pensar en ello —añade Barry, su voz cogiendo carrerilla—. ¿Docenas de funcionarios haciendo apuestas sobre leyes sin importancia sin que nadie lo sepa? Por favor… como si aquí alguien fuese capaz de mantener la boca cerrada durante más de diez segundos —se burla—. Sin embargo, hay que reconocer el mérito de Pasternak. Creías que le estabas haciendo una gran broma al sistema y, todo el tiempo, era Pasternak quien te la estaba haciendo a ti.

—Sí… no… es indudablemente asombroso.

—Y todo estaba saliendo a pedir de boca también… hasta que pasó lo de Matthew. Cuando Matthew murió, Pasternak quiso acabar con todo. Quiero decir, es posible que se comprometiese a convencerte a ti para que entrases en el juego —eso forma parte del trabajo de cualquier cabildero—, pero no quería que nadie saliera herido.

—Eso… eso no es lo que he oído —miento.

—Entonces, has oído mal. La única razón por la que armaron este engaño fue por la misma y exacta razón por la que cualquiera es capaz de hacer cualquier cosa en esta ciudad: ¿alguna vez has tenido como cliente a un pequeño país? Los países pequeños aportan pequeñas fortunas, algo que necesitan desesperadamente los pequeños negocios… especialmente cuando la facturación ha descendido un treinta y seis por ciento sólo este año. Después del primer año de fracaso en conseguir que transfiriesen la mina de oro, finalmente Pasternak decidió acceder por la puerta trasera más ingeniosa. El Juego, la manera más inofensiva jamás creada para introducir subrepticiamente una asignación de fondos a un proyecto de ley. Pero entonces Matthew sintió curiosidad, y Janos entró en escena, y bueno… fue entonces cuando el tren saltó de los raíles…

El guardia nos mira.

Ya casi se nos ha acabado el tiempo de visita, pero Barry no muestra el menor signo de dar el encuentro por concluido. Después de todo este tiempo entre rejas, finalmente se está divirtiendo.

—También tienes que reconocer la belleza del nombre: El Juego del Cero, es tan melodramático… Pero es verdad: en cualquier ecuación, cuando multiplicas cualquier número por cero, siempre acabas con nada, ¿verdad?

Asiento, atónito.

—¿Quién te lo explicó? —pregunta—. ¿El FBI, o acaso lo dedujiste tú solo?

—No… yo. Lo deduje yo.

—Bien por ti, Harris. Buen chico.

Clavado en mi silla, permanezco inmóvil sin dejar de mirarlo. Es como descubrir que un año de tu vida no ha sido más que una representación teatral. Y yo soy el único imbécil que sigue disfrazado.

—Tiempo —dice el guardia.

Barry sigue hablando.

—Estoy tan contento de que tú…

—He dicho tiempo —lo interrumpe el guardia. Aparta el auricular de la oreja de Barry pero alcanzo a oír su pensamiento final.

—¡Sabía que lo apreciarías, Harris! ¡Lo sabía! ¡Incluso Pasternak se sentiría feliz por eso…!

Hay un sonoro clic en mi oído cuando el guardia cuelga con fuerza el auricular en el soporte. Coge a Barry de la nuca y lo obliga a levantarse de la silla. Tambaleándose a través de la habitación, Barry se aleja hacia la puerta de acero.

Pero mientras permanezco sentado solo junto a la pared de cristal, con la vista fija en el otro lado, no me cabe duda de que Barry tiene razón. Pasternak lo dijo el primer día que me contrató. Es la primera regla de la política: la única vez que sales herido es cuando olvidas que todo no es más que un juego.

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