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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (8 page)

BOOK: El juego del cero
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Sacudo la cabeza. Hay que amar a los asignadores.

—¿De modo que proveeréis los fondos para la Campana de la Libertad?

—Por supuesto —dice Trish—. Dejemos que repique la libertad.

Hacia el mediodía, Trish echa un vistazo a su reloj, lista para el almuerzo. Si tiene algún proyecto en sus bragas, lo está haciendo de maravilla, que es la razón por la que, por primera vez en el día de hoy, empiezo a preguntarme si debería presentar primero el mío.

—¿Nos encontramos aquí nuevamente a la una? —pregunta. Asiento y cierro mi cuaderno de tres anillas—. Por cierto —añade, mientras ya voy camino de mi oficina—, hay otra cosa que casi olvido mencionar…

Me paro en seco y me doy la vuelta. Se necesitan todos los músculos de mi cara para ocultar la sonrisa.

—Se trata de ese proyecto de alcantarillado en Marblehead, Massachusetts —comienza Trish—. La ciudad natal del senador Schreck.

—Oh, mierda —exclamo—. Eso me recuerda… casi olvido ese asunto de una venta de tierras sobre el que se suponía que debía preguntarte para Grayson.

Trish levanta la cabeza como si me creyera. Yo hago lo mismo por ella. Cortesía profesional.

—¿Cuánto es el alcantarillado? —pregunto, haciendo un esfuerzo para no presionarla.

—Ciento veinte mil. ¿Y esa venta de tierras?

—No cuesta un centavo, están tratando de comprárnoslas a nosotros. Pero la petición viene de Grayson.

Ella apenas mueve un músculo cuando pronuncio el nombre de Grayson. Si la memoria sirve de algo, Trish tuvo un problema con él hace algunos años. No fue agradable. Los rumores dijeron que Grayson le hizo algunas proposiciones amorosas. Pero si ella quiere venganza, no lo demuestra.

—¿Qué hay ahora en esas tierras? —pregunta.

—Polvo… excrementos de conejos… todo lo mejor. Lo que quieren es la mina de oro que hay debajo.

—¿Se hacen responsables de la limpieza ambiental?

—Totalmente. Y puesto que están comprando la tierra, de hecho estaremos ganando dinero en este caso. Puedes creerme, es un buen trato.

Trish sabe que tengo razón. Bajo las actuales leyes que rigen la minería, si una compañía quiere excavar buscando oro o plata en tierras públicas, todo lo que tiene que hacer es denunciar la mina y rellenar unos papeles. Después de eso, la compañía puede llevarse todo lo que quiera sin pagar un centavo. Gracias al
lobby
de la minería —que se las ha ingeniado para mantener la misma ley en los libros desde 1872—, incluso si una compañía saca millones en oro de una propiedad del gobierno, no tiene que darle nada al Tío Sam en materia de regalías. Y si compran la tierra a los viejos precios mineros, se quedan con ella cuando hayan acabado. Como ha dicho Trish, dejemos que repique la libertad.

—¿Y qué dice a todo esto el Departamento de Administración de Tierras? —pregunta ella.

—Ya lo han aprobado. La venta está atascada en medio de los trámites burocráticos, por eso quieren que les echen un cable.

De pie detrás de la mesa ovalada, Trish tuerce ligeramente la barbilla, tratando de asignarle un valor monetario a mi petición. Ezra y Georgia, sintiéndose como meros espectadores, hacen lo mismo.

—Deja que haga una llamada a mi oficina —dice Trish finalmente.

—En la sala de reuniones hay un teléfono —digo, señalándoles a ella y a Georgia la otra puerta.

Mientras la puerta se cierra tras las dos mujeres, Ezra recoge sus cuadernos de notas.

—¿Crees que lo aceptarán? —pregunta.

—Depende de cuánto quiera ese alcantarillado, ¿verdad?

Ezra asiente y yo me vuelvo hacia la fotografía en blanco y negro del Yosemite que hay en la pared. Siguiendo mi mirada, Ezra hace lo mismo. Ambos la contemplamos en silencio durante al menos treinta segundos.

—No lo entiendo —dice Ezra.

—¿Entender qué?

—Ansel Adams, todo ese asunto del ciber-fotógrafo. Quiero decir, lo único que hacía ese tío era tomar algunas fotografías en blanco y negro en exteriores. ¿Por qué tanto escándalo?

—No es sólo la fotografía —le explico—. Es la idea. —Con la palma abierta delante de la imagen, trazo un círculo alrededor del pico cubierto de nieve—. Sólo la imagen de un espacio completamente abierto… Sólo hay un lugar donde podría haberse tomado. Es Norteamérica. Y la idea de proteger enormes extensiones de tierra del desarrollo para que la gente pudiera contemplar ese paisaje y disfrutar de él, ése es un ideal norteamericano. Nosotros lo inventamos. Francia, Inglaterra… toda Europa, cogieron sus espacios abiertos y construyeron castillos y ciudades en ellos. Aquí, aunque sin duda también compartimos nuestra cuota de desarrollo, también dejamos aparte inmensas extensiones y las llamamos parques nacionales. Quiero decir, los europeos dicen que la única forma de arte norteamericana es el jazz. Pero se equivocan. La majestuosidad de esa montaña púrpura… es el John Coltrane de los exteriores.

Ezra levanta ligeramente la cabeza para mirar mejor.

—Aún sigo sin verlo.

Giro la cabeza y espero a que la puerta lateral vuelva a abrirse. Pero sigue cerrada. Comienzo a sentir las gotas de sudor que se deslizan desde mis axilas por la caja torácica. Trish lleva demasiado tiempo fuera.

—¿Estás bien? —pregunta Ezra, estudiando mi expresión.

—Sí… sólo un poco acalorado —digo, desabrochándome el botón superior de la camisa. Si Trish también participa en el juego, estamos en graves…

Antes de que pueda acabar la reflexión, el pomo gira y la puerta lateral se abre de par en par. Cuando Trish entra en la habitación, trato de leer su expresión. Pero es como si intentase leer la de Harris. Apretando su cuaderno de notas de tres anillas contra el pecho como si fuese una estudiante de instituto, cambia el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Me muerdo el interior de la mejilla, tratando de ignorar los números que flotan en mi cerebro. Doce mil dólares. Hasta el último centavo que conseguí ahorrar en los últimos años. Y el premio de veinticinco mil de los grandes. Todo se reduce a este momento.

—Te cambiaré el alcantarillado por la mina de oro —dice Trish bruscamente.

—Hecho —contesto.

Ambos asentimos para consumar el trato. Trish se marcha a almorzar. Yo regreso a mi oficina.

Y, de ese modo, nos encontramos en el círculo de los ganadores.

—¿Eso es todo? —pregunta Harris, su voz como un graznido a través de mi auricular.

—Eso es todo —repito desde mi oficina casi vacía. Todos se han ido a almorzar excepto Dinah, quien, como la bestia telefónica que es, está hablando con alguien. De todos modos, cuido mis palabras—. Cuando los miembros voten a favor del proyecto de ley —algo que siempre hacen, ya que está lleno de golosinas para ellos—, habremos acabado.

—¿Y estás seguro de que no hay ningún congresista quisquilloso que se tomará el trabajo de leer todo el proyecto y quitará la mina de oro? —pregunta Harris.

—¿Estás de broma? Esta gente no lee. El año pasado, el conjunto de los proyectos legislativos tenía más de mil cien páginas. Yo apenas si lo leí, y es mi trabajo. Y lo que es más importante, una vez que sale de la junta consultiva es una gran pila de papeles cubierta con Post-it. Luego ponen algunas copias del lado del Congreso y otras tantas del lado del Senado. Esa es la única posibilidad que tienen de examinarlo, aproximadamente una hora antes de que se inicie la votación. Confía en mí, incluso los Ciudadanos Contra el Despilfarro del Gobierno, ya sabes, ese grupo que encuentra el estudio de cincuenta mil dólares sobre la transpiración de los aborígenes que financió el gobierno, ni siquiera ellos son capaces de encontrar más de una cuarta parte de las cosas que ocultamos allí…

—¿Realmente disteis cincuenta de los grandes para estudiar el sudor de los aborígenes? —me interrumpe Harris.

—No te rías. El mes pasado, cuando los científicos anunciaron un enorme avance en la cura para la meningitis, adivina de dónde vino ese descubrimiento…

—¿El sudor de los aborígenes?

—Exacto. El sudor de los aborígenes. Piensa en ello la próxima vez que leas algo acerca de las inversiones del gobierno en el periódico.

—Genial, estaré a la expectativa —dice Harris—. ¿Tienes algo más?

Meto la mano en el bolsillo de la chaqueta de mi traje y saco un sobre blanco tamaño carta. Comprobando su contenido por séptima vez en el día, abro la solapa y miro los dos cheques de caja que hay en su interior. Uno es de 4.000 dólares. El otro es por valor de 8.225 dólares. Uno es de Harris; el otro, mío. Ambos para ser cobrados en metálico. Imposible seguirles la pista.

—Justo delante de mí —digo, mientras cierro el sobre blanco y lo deslizo dentro de un sobre de papel manila más grande.

—¿Todavía no lo han recogido? —pregunta Harris—. Habitualmente lo hacen al mediodía.

—No te comas el coco. Estarán aquí…

Se oye una tos suave y educada cuando se abre ligeramente la puerta de nuestra oficina.

—Estoy buscando a Matt… —dice un mensajero afroamericano mientras se aclara la garganta y entra en la oficina.

—… en cualquier momento —le digo a Harris—. Tengo que dejarte… el trabajo me reclama.

Cuelgo el auricular y le hago señas al mensajero para que se acerque.

—Yo soy Matthew. Pasa.

Cuando se aproxima al escritorio, advierto que lleva un traje azul en lugar del clásico atuendo de chaqueta azul y pantalones grises. Este tío no es un mensajero del Congreso; es del Senado. Hasta los mensajeros visten mejor allí.

—¿Cómo va todo? —pregunto.

—Muy bien. Sólo estoy un poco cansado de tanto andar.

—Es todo un viaje desde el Senado, ¿verdad?

—Ellos me dicen adónde debo ir, no tengo elección —se echa a reír—. Bien, ¿tiene un paquete para mí?

—Aquí mismo.

Cierro el sobre de papel manila, escribo la palabra «Privado» en el frente y se lo alcanzo por encima del escritorio. A diferencia de las otras visitas de los mensajeros, ésta no es una visita de entrega, sino de recogida. El día después de la puja, los amos de las mazmorras esperan que cubras tu apuesta.

—¿Ya sabes adonde debes llevarlo? —pregunto, siempre buscando alguna pieza de información extra.

—De regreso al guardarropa —contesta el mensajero, encogiéndose de hombros—. Lo llevan desde allí.

Cuando coge el sobre observo que lleva un anillo de plata en el pulgar. Y otro en el índice. Pensaba que no permitían que los mensajeros llevaran joyas.

—¿Qué hay de ese zorro disecado? —añade, señalando hacia la estantería con un leve movimiento de la barbilla.

—Es un hurón. Cortesía de la NRA.

—¿La qué?

—La NRA… ya sabes, la Asociación Nacional del Rifle…

—Sí, sí… no, pensé que había dicho otra cosa —me interrumpe, pasándose la mano sobre el pelo ensortijado. El anillo que lleva en el índice refleja perfectamente la luz. Sonríe con una sonrisa amplia que deja al descubierto una blanca dentadura.

Yo también sonrío. Pero no es hasta ese momento que me doy cuenta de que estoy a punto de entregarle doce mil dólares a un perfecto desconocido.

—Cuídese —me dice mientras coge el sobre y se aleja hacia la recepción.

El mensajero afroamericano desaparece a través de la puerta. Ahora la apuesta es oficial. Y yo me quedo mirando la nuca de alguien a quien no había visto nunca. No es una sensación agradable, y no sólo porque ese tío se esté llevando toda la pasta que tengo y todos los ahorros de mi mejor amigo. Es algo más fundamental que eso, algo que siento en la última vértebra de mi espinazo. Es como cerrar un ojo cuando estás contemplando una imagen en 3D en un visor View-Master: nada está necesariamente mal, pero tampoco está del todo bien.

Miro a Dinah, quien sigue regateando en el teléfono. Aún dispongo de media hora antes de reanudar mi batalla con Trish. Tiempo más que suficiente para una rápida visita al guardarropa del Senado para comprobar que todo está bien. Salto del sillón y abandono rápidamente mi escritorio. La curiosidad era lo bastante buena para el gato. ¿Por qué no habría de ser buena también para mí?

—¿Adónde vas? —exclama Dinah cuando salgo disparado hacia la puerta.

—A almorzar. Si Trish empieza a quejarse, dile que no tardaré mucho…

Dinah me hace una señal para indicarme que está todo bien y atravieso velozmente la zona de recepción. El mensajero afroamericano no puede llevarme más de treinta segundos de ventaja.

Salgo al corredor, giro en la esquina y me dirijo directamente hacia los ascensores. Lo diviso a unos treinta metros delante de mí. Balancea los brazos a ambos lados del cuerpo. No tiene absolutamente ninguna preocupación. Mientras sus zapatos golpean el suelo de terrazo, deduzco que se dirige al tranvía subterráneo que lo llevará de regreso al Capitolio. Ante mi sorpresa, gira rápidamente a la derecha y desaparece por un breve tramo de escaleras. Manteniendo la distancia, repito el mismo movimiento y sigo la escalera hasta pasar junto a un par de oficiales de policía del Capitolio. A mi izquierda, los oficiales guían al personal y a los visitantes a través del escáner y el detector de metales. Justo delante, la puerta cristalera que lleva a Independence Avenue acaba de cerrarse. El metro es más rápido. ¿Por qué ha salido del edificio?

Pero cuando atravieso la puerta y bajo la escalera exterior, parece tener más sentido. La acera está llena de compañeros empleados que regresan de su almuerzo. El día de setiembre está nublado, pero el tiempo aún es cálido. Si está recorriendo los pasillos todo el día, tal vez sólo desee respirar un poco de aire fresco. Por otra parte, hay más de una manera de llegar al Capitolio.

Sigo repitiéndome ese argumento mientras el tío avanza manzana arriba. Cinco pasos después, mete la mano en el bolsillo del pantalón y saca un teléfono móvil. Tal vez sea eso —la recepción es mejor fuera del edificio—, pero cuando se lleva el teléfono al oído, hace una cosa muy extraña. En la esquina de Independence con South Capitol todo lo que tiene que hacer es girar a la izquierda y cruzar la calle. En cambio, hace una pausa y luego gira a la derecha. ¡Se aleja del Capitolio!

La nuez de Adán se hincha en mi garganta. ¿Qué diablos está pasando aquí?

Capítulo 6

Al llegar a la esquina de Independence con South Capitol, el mensajero se vuelve un momento para ver si alguien lo sigue. Agacho rápidamente la cabeza detrás de un grupo de empleados que regresan del almuerzo, maldiciendo una vez más mi altura. El mensajero ni siquiera repara en mi movimiento. Estoy demasiado lejos para que pueda verme. Cuando vuelvo a asomar la cabeza, hace rato que ha desaparecido. Ha girado en la esquina.

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