El ladrón de cuerpos (63 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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A las pocas horas ya me había marchado del nuevo mundo, y noche tras noche vagabundeé, conseguí presas en los desbordantes arrabales de Asia —en Bangkok, en Hong Kong, en Singapur— y luego en la congelada ciudad de Moscú, como también en Viena y Praga, preciosas ciudades antiguas. Pasé un breve período en París, pero a Londres no fui. Avanzaba al máximo de mi velocidad; me elevaba y zambullía en la penumbra, y a veces bajaba en ciudades que ni sabía cómo se llamaban.

Me alimenté sin cesar de malvados, y de vez en cuando, de los locos o los puramente inocentes que caían bajo mi mirada.

Trataba de no matar. Trataba. Salvo cuando la persona me resultaba irresistible, cuando era un delincuente de lo peor. Entonces le provocaba una muerte lenta y salvaje y, transcurrido el momento, quedaba con tanta hambre como antes, y ahí nomás partía a saciarla antes de que saliera el sol.

Jamás me había sentido tan satisfecho con mis poderes. Nunca me había elevado tan por encima de las nubes, ni viajado a tanta velocidad.

Caminé durante horas, mezclado entre los mortales, por las viejas callecitas de Heidelberg, de Lisboa y de Madrid. Pasé por Atenas, El Cairo y Marruecos. Recorrí las costas del Golfo Pérsico, del Mediterráneo y el Adriático.

¿Qué estaba haciendo? ¿Qué pensaba? Sentía verdadera la tan trillada frase: el mundo era mío.

Y adondequiera que fuese, hacía sentir mi presencia. Dejaba emanar mis pensamientos de mi interior, como si fueran notas interpretadas por una lira.

Aquí está el vampiro Lestat. Aquí viene el vampiro Lestat. Abran paso. No quería ver a mis compañeros. En realidad no los busqué, no abrí mi mente ni mis oídos para ver si los sentía. No tenía nada que decirles.

Sólo quería hacerles saber que había andado por ahí.

En algunos lugares capté los sonidos de algunos compañeros, vagabundos desconocidos, seres de la noche sobrevivientes de la última masacre con los de nuestra especie. A veces era apenas un pantallaza mental de un ser poderoso, que en el acto ocultaba sus pensamientos.

En otras ocasiones me llegaban los pasos nítidos de algún monstruo que caminaba por la eternidad sin artificios, sin historia ni propósito.

¡A lo mejor eso siempre va a existir!

Tenía toda la eternidad para encontrarme con tales criaturas, si alguna vez llegaba a necesitarlo. El único nombre que pronunciaban mis labios era el de Louis.

Louis.

A él no pude olvidarlo ni por un instante. Era como si otra persona murmurara todo el tiempo su nombre en mi oído. ¿Qué haría si lo volvía a encontrar? ¿Podría dominar mi reacción? ¿Lo intentaría siquiera?

Por último, me sentí cansado. Tenía la ropa hecha jirones. No podía seguir deambulando más. Quería volver a casa.

31

Me encontraba sentado en la catedral a oscuras. Aunque la habían cerrado horas antes, pude entrar subrepticiamente por uno de los accesos del frente y anulé las alarmas. Además, dejé la puerta abierta para él.

Cinco noches habían pasado desde mi regreso. El trabajo avanzaba estupendamente en el departamento de la calle Royale y él por supuesto lo sabía, ya que lo había visto parado en el porche de enfrente, mirando hacia arriba; por eso me asomé al balcón apenas un instante, un tiempo que al ojo mortal no le alcanzaba para ver.

Puede decirse que estábamos jugando al gato y el ratón.

Hoy a la noche dejé que me viera cerca del antiguo mercado francés. Y qué susto se llevó al posar sus ojos en mí, al ver a Mojo y comprobar, por el guiño que le hice, que realmente era Lestat a quien veía.

¿Qué pensó en ese instante? ¿Que era Raglán James dentro de mi cuerpo que había venido a aniquilarlo? ¿Que James se estaba haciendo una casa en la calle Royale? No: desde el primer momento supo que era Lestat.

Luego me encaminé lentamente hacia la iglesia, con Mojo siempre a mi lado. Mojo, mi cable a tierra.

Yo quería que me siguiera, pero no iba a darme vuelta para comprobar si venía o no.

Era una noche tibia. La lluvia de un rato antes había oscurecido las paredes rosadas de las casas del viejo barrio francés, había hecho más intenso el marrón de los ladrillos y dejado una fina y brillante pátina sobre baldosas y adoquines. Una noche perfecta para caminar por Nueva Orleáns. Húmedas y fragantes, las flores relucían tras los tapiales de los jardines.

Pero para volver a encontrarme con él, necesitaba el sosiego de la iglesia en penumbras.

Me temblaban un poco las manos, como me sucedía de tanto en tanto desde que había recuperado mi antigua forma. No había una causa física que lo explicara, sino sólo los accesos de enojo que me acometían, seguidos por períodos de satisfacción, y luego un vacío terrible a mi alrededor; por último recobraba una alegría total, aunque frágil, una suerte de barniz superficial. ¿Podía decir que no conocía el estado real de mi espíritu? Recordé cómo la furia incontrolada me llevó a destrozarle la cabeza al cuerpo de David, y no pude sino estremecerme. ¿Aún me afectaba el miedo?

Hmmm. Mira esos dedos bronceados por el sol, con sus uñas lustrosas.

Sentí su temblor cuando apoyé las yemas contra mis labios.

Me hallaba sentado varios bancos más atrás del primero, contemplando las estatuas oscuras, los cuadros, los adornos dorados.

Ya era más de medianoche. El ruido de la calle Bourbon era el mismo de siempre. Cuánta carne mortal por allí. Me había alimentado temprano, y volvería a hacerlo después.

Pero los sonidos de la noche eran sedantes. En las callejuelas del barrio francés, en sus pequeños departamentos, en sus tabernas de clima misterioso, en sus elegantes salones de cóctel y sus restaurantes, mortales felices charlaban y reían, besaban y abrazaban.

Me puse cómodo en el banco y hasta estiré los brazos sobre el respaldo como si se tratara de un banco de plaza. Mojo ya se había echado a dormir por ahí cerca, en el pasillo.

Por qué no puedo ser tú, amigo mío, un ser que parece el mismísimo demonio pero de una gran bondad. Oh, sí, bondad. Bondad fue precisamente lo que capté cuando lo abracé y hundí mi cara en su pelo.

En ese instante sentí que él entraba en la iglesia.

Percibí su presencia aunque no pude leerle el más mínimo pensamiento o sentimiento, ni siquiera logré oír sus pasos. No había oído abrirse ni cerrarse la puerta de la calle pero igualmente supe que estaba ahí.

Luego vi una sombra por el rabillo del ojo. Llegó y se sentó a mi lado, aunque a una pequeña distancia.

Largo rato permanecimos callados, hasta que por fin él habló.

—Incendiaste mi casa, ¿verdad? —preguntó con voz vibrante.

— ¿Acaso me culpas? —repuse con una sonrisa, sin quitar los ojos del altar—. Además, en el momento en que lo hice yo era humano. Fue una debilidad humana. ¿Quieres venir a vivir conmigo?

— ¿Eso significa que me perdonaste?

—No; significa que estoy jugando contigo. Quizás hasta te destruya en castigo. Todavía no lo decidí. ¿No te da miedo?

—No. Si tuvieras intención de eliminarme, ya lo habrías hecho.

—No estés tan seguro. No soy el de siempre, y sin embargo lo soy, y luego vuelvo a no serlo.

Largo silencio, sólo quebrado por la pesada respiración de Mojo, que dormía profundamente.

—Me alegro de verte —dijo—. Sabía que ibas a ganar, pero no sabía cómo.

No le respondí porque de pronto sentí que hervía por dentro. ¿Por qué se usaban mis virtudes y defectos contra mí?

Pero, ¿realmente tenía sentido hacer acusaciones, agarrarlo del cuello y sacudirlo, exigirle respuestas? Tal vez lo mejor era no saber.

—Cuéntame qué pasó, Lestat.

—No lo haré. ¿Además, qué es lo que quieres saber?

Nuestras voces apagadas producían suaves ecos en la nave de la iglesia.

La luz titilante de las velas bailoteaba sobre los capiteles dorados de las columnas, sobre los rostros de las estatuas. Ah, cómo me gustaba ese silencio y ese frío. Y desde el fondo de mi corazón debía reconocer que estaba muy contento de que él hubiera venido. A veces el amor y el odio sirven exactamente para el mismo propósito.

Giré y lo miré. El se había puesto de cara a mí, con una rodilla flexionada sobre el banco y un brazo apoyado en el respaldo. Lo vi blanquecino como siempre, como un brillo sagaz en la penumbra.

—Tenías razón en lo del experimento —dije, creo que con voz firme.

— ¿A qué te refieres? —Nada de maldad ni desafío en su tono; sólo el sutil deseo de saber. Y qué reconfortante era ver su cara, sentir el tenue olor a polvo de su ropa gastada, el hálito de lluvia aún fresca adherido a su pelo oscuro.

—A lo que me dijiste, mi viejo y querido amigo y amante: que yo en realidad no deseaba ser humano, que no era más que un sueño asentado en la mentira, en la fatua ilusión, en el orgullo.

—Es que no lo entendía. Tampoco lo entiendo ahora.

—Claro que lo entendiste muy bien; siempre lo has hecho. A lo mejor has vivido lo necesario o quizá hayas sido siempre el más fuerte, pero lo cierto es que lo sabías. Yo no quería la debilidad, las limitaciones, no quería las necesidades repugnantes ni la eterna vulnerabilidad; no quería empaparme de sudor ni morirme de frío. No quería la oscuridad enceguecedora, los ruidos que me impedían oír ni la culminación rápida, frenética, de la pasión erótica. No quería las banalidades, la fealdad. No quería el aislamiento, la fatiga constante.

—Eso me lo explicaste antes. Tiene que haber habido algo... aunque sea pequeño... que te gustara.

— ¿Qué supones tú?

—La luz solar.

—Exacto. La luz del sol sobre la nieve, sobre el agua... la luz del sol sobre la cara, sobre las manos, descubriendo los pliegues recónditos del mundo entero como si se tratara de una flor, como si todos formáramos parte de un gran organismo anhelante. La luz del sol sobre la nieve...

Me interrumpí. Lo cierto era que no deseaba decírselo; hasta sentía que me había traicionado a mí mismo.

—Hubo otras cosas —proseguí—. Sí, hubo muchas. Sólo un tonto no las habría notado. Alguna noche, cuando de nuevo nos sintamos cómodos como si nada hubiera pasado, te las contaré.

—Pero no te bastaron.

—No. A mí no.

Silencio.

—Quizás esa parte, la del descubrimiento, haya sido lo mejor. Y el hecho de que ya no vivo engañado... Ahora sé que me encanta ser el pequeño diablo que soy.

Me volví y le obsequié la más hermosa y maligna de mis son risas.

Pero él era tan listo que no cayó en la trampa. Lanzó un largo suspiro casi silencioso, entornó un instante los párpados y volvió a mirarme.

—Nadie más que tú podría haber ido allí... y regresado.

Quise decirle que no era cierto, pero ¿qué otro habría sido tan tonto de confiar en el Ladrón de Cuerpos? ¿Quién se habría lanzado a la aventura con semejante grado de audacia? Y cuanto más lo pensaba, más me percataba de algo que ya debería haber descubierto: que yo sabía el riesgo que iba a correr, pero consideré que era el precio. El ser vil me advirtió que era mentiroso y tramposo. Pero yo igualmente me embarqué porque no vi otro camino.

Sin duda, no era eso lo que quería decir Louis con sus palabras, o quizás, en cierto sentido, sí. Era la verdad más profunda.

— ¿Sufriste en mi ausencia? —le pregunté, volviendo a posar mis ojos en el altar.

Con la mayor tranquilidad me contestó:

—Fue un infierno.

No le respondí.

—Sufro cada vez que corres esos riesgos, pero eso es una falla mía.

— ¿Por qué me amas? —pregunté.

—Eso lo sabes; siempre lo has sabido. Ojalá pudiera ser como tú, vivir la felicidad que vives constantemente.

—Y el sufrimiento... ¿también quieres vivirlo?

— ¿Tu sufrimiento? —Sonrió. —Por cierto. Esa clase de dolor, en cualquier momento.

—Hijo de puta presumido, cínico y mentiroso —murmuré, sintiendo que de repente crecía mi indignación, tanto que hasta me subió la sangre a la cara—. ¡Te necesitaba y me volviste la espalda! Me cerraste la puerta en medio de la noche mortal. ¡Me abandonas te! Se sobresaltó ante mi apasionamiento. Me sobresalté yo también. Pero fue algo sincero, y una vez más empezaron a temblarme las manos, las mismas manos que se descontrolaron y atacaron al falso David, pese a que pude dominar todo el restante poder letal que llevo dentro.

No pronunció ni una palabra. Su rostro registró esos pequeños cambios que produce el shock: el ínfimo temblor de un párpado, la boca que se estira y luego se afloja, una sutil expresión ácida que se borra no bien aparece. Todo el tiempo me sostuvo la mirada, hasta que lentamente la fue desviando.

—Fue David Talbot, tu amigo mortal, quien te ayudó, ¿verdad?

Le contesté que sí sin palabras.

Pero a la sola mención del nombre fue como si me hubieran tocado los nervios con un alambre caliente. Demasiado sufría ya. No pude hablar más sobre David. Tampoco quería hablar de Gret - chen. Y de pronto tomé conciencia de que lo que más quería hacer en la vida era darme vuelta, rodearlo con mis brazos y llorar en su hombro como no lo había hecho nunca.

Qué vergüenza. ¡Qué predecible! Qué insípido. Y qué tierno.

No lo hice.

Permanecimos en silencio. La suave cacofonía de la ciudad subió y cayó tras los vitraux que captaban el brillo tenue de los faroles callejeros.

Había vuelto a llover, esa lluvia tibia de Nueva Orleáns que permite seguir caminando tranquilamente como si no fuera más que una bruma.

—Quiero que me perdones, Lestat. Quiero que comprenda s que no fue por cobardía, no fue flaqueza. Lo que te dije en aquel momento era cierto: no podía hacerlo. ¡No podía arrastrar a alguien a esta vida! Ni aunque ese alguien fuera un mortal contigo en su interior.

Sencillamente no podía.

—Ya lo sé.

Traté de poner punto final al asunto, pero no pude. No se calmaba mi ánimo, mi prodigioso temperamento, el mismo que me había llevado a aplastarle la cabeza a David Talbot contra la pared.

Volvió a hablar:

—Cualquier cosa que me digas, me la merezco.

— ¡Oh, más que eso! —exclamé—. Pero lo que quiero saber es esto. —

Giré para mirarlo a la cara y hablé apretando los dientes. — ¿Te habrías negado eternamente? Si los demás —Marius, o quienquiera que se haya enterado— hubieran destruido mi cuerpo dejándome atrapado dentro de ese físico mortal, y yo te hubiera seguido implorando, ¿te habrías negado eternamente? ¿Te habrías mantenido en tus trece?

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