El ladrón de cuerpos (66 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Lo vi en aquella habitación de hotel soñada hace mucho tiempo, con Louis y con Claudia. ¿Es que no somos más que seres fortuitos en los sueños del demonio?

El corazón aminoraba su ritmo. Ya estaba por llegar el momento. Un traguito más, amigo.

Lo alcé y así me lo llevé por la playa, de vuelta a la habitación. Besé las minúsculas heridas, les pasé la lengua, succioné de ellas y por último volví a clavarles los dientes. Su cuerpo sufrió una convulsión, y un grito sofocado escapó de sus labios.

—Te amo —articuló.

—Y yo también a ti —le respondí, mis palabras ahogadas contra su carne, al tiempo que la sangre volvía a fluir, irresistible.

Los latidos eran muy débiles. Su mente se poblaba de recuerdos que se remontaban hasta la cuna. No articulaba sílabas claras, precisas: gemía solo, como rememorando la vieja melodía de alguna canción.

Su cuerpo pesado, tibio, estaba apretado contra el mío; los brazos le caían flojos. Tenía los ojos cerrados y la cabeza aún sostenida por mi mano izquierda. El gemido se apagó, y el corazón se aceleró de pronto con latidos pequeños, ahogados.

Me mordí la lengua hasta que no pude aguantar más el dolor. Volví a clavarme repetidas veces mis propios colmillos, moví la lengua de un lado a otro; luego apreté mi boca contra la suya, lo obligué a despegar los labios y dejé fluir mi sangre sobre su lengua.

El tiempo parecía haberse detenido. Sentí el sabor inconfundible de mi propia sangre llenándome la boca antes de pasar a la suya. Pero de improviso sus dientes se cerraron en mi lengua, me mordieron con toda la fuerza mortal que aún tenían sus mandíbulas, raspa ron la carne preternatural, arrastraron la sangre que manaba del cor te que yo mismo me había hecho, mordieron, digo, con tanta intensidad como para succionarme la lengua, si hubieran podido.

Un violento espasmo lo acometió. Su espalda se arqueó contra mi brazo. Y cuando me aparté, con la boca llena de sufrimiento y la lengua dolorida, él se detuvo, hambriento, sus ojos aún ciegos. Me hice una incisión en la muñeca. Ya va a salir, mi amado. Ahí sale, no en gotitas, sino del caudal mismo de mi existencia. Y esta vez, cuando su boca se apretó contra mí, sentí un dolor que llegó hasta la raíz de mí ser, enredando mi corazón en su tejido ardiente.

Para ti, David. Bebe hasta lo más hondo, para que seas fuerte.

Esto ahora no podía destruirme, por mucho que se prolongara.

Yo lo sabía, y los recuerdos de aquellas épocas pasadas en que lo había hecho, embargado de miedo, me parecieron tontos y torpes y hasta se fueron desdibujando a medida que los evocaba, dejándome a solas, con él.

Me arrodillé, sosteniéndolo, y el dolor me llegó hasta la última de mis venas y mis arterias, como tenía que ser. Y el dolor se hizo tan intenso en mí, que me tendí en el piso con él en mis brazos, mi muñeca adherida a su boca, mi mano aún bajo su cabeza. Me invadió un gran mareo. Los latidos de mi corazón se volvieron peligrosamente lentos. El seguía succionando, y en la negrura brillante de mis ojos cerrados vi los miles de miles de minúsculos vasos sanguíneos ya vacíos, contraídos, colgando como delgados hilos negros de una telaraña desprendida por el viento.

De nuevo nos hallábamos en el cuarto del hotel de Nueva Orleáns, y allí estaba Claudia, calladita, sentada en un sillón. Afuera la ciudad pestañeaba con sus lámparas opacadas. Qué oscuro y lóbrego el firmamento, sin huellas de que estuviera por llegar la gran aurora de las ciudades.

—Te advertí que volvería a hacerlo —le dije a Claudia.

— ¿Por qué te molestas en explicármelo? —me respondió—. Sabes muy bien que nunca te hice preguntas en eso. Hace muchísimos años que estoy muerta.

Abrí los ojos.

Me hallaba tendido sobre las frías baldosas de la pieza y él estaba de pie, mirándome desde arriba, y la luz eléctrica brillaba sobre su rostro.

Sus ojos ya no eran marrones; estaban plenos de una deslumbrante luz áurea. Un brillo sobre natural había invadido su piel oscura, aclarándola apenas, confiriéndole un dorado más perfecto. Su pelo ya había adquirido el maravilloso lustre diabólico; toda la iluminación se concentraba en él, se refractaba y partía de él, danzaba a su alrededor como si considerara irresistible a ese hombre alto, angelical, de expresión perpleja, aturdida.

No habló. Y yo, pese a que no pude interpretar su semblante, comprendía las maravillas que iba captando con sus ojos. Supe qué fue lo que vio cuando miró en derredor, cuando reparó en la lámpara, en los trozos rotos del espejo, en el cielo sobre la playa.

Nuevamente dirigió sus ojos a mí.

—Estás herido —dijo en un murmullo.

¡Oí la sangre en su voz!

— ¿Estás herido? —insistió.

—Por el amor de Dios —repliqué con voz destemplada—, no entiendo cómo te preocupa que pueda estar herido.

Se alejó de mí con ojos desorbitados, como si a cada segundo que pasaba se ampliara su visión; luego se volvió y fue como si se hubiera olvidado de que yo estaba ahí. Seguía mirando con la misma expresión de arrobo. Después, doblado en dos por el dolor, giró, se encaminó a la galería y salió hacia el mar.

Me incorporé. Vi la habitación envuelta en un brillo tenue. Le había dado hasta la última gota de sangre que él podía recibir. La sed me paralizaba y apenas si podía mantenerme firme. Me abracé la rodilla y traté de permanecer sentado, sin caer al piso de puro débil.

Estiré el brazo izquierdo para verme la mano a la luz. En el dorso, las venitas estaban levantadas pero ya, mientras las miraba, noté que se iban alisando.

Mi corazón bombeaba con bríos. Y por intensa y terrible que fuera la sed, yo sabía que podía esperar. No sé por qué ya me estaba reponiendo, pero algún motor siniestro que llevaba en mi interior trabajaba afanosa, calladamente, por mi restauración, como si hubiera que curarle hasta la última languidez a esa excelsa máquina de matar que era yo, para que pudiera volver a salir de cacería.

Cuando por fin logré ponerme de pie, ya era el de siempre. Le había dado más sangre de la que les di a todos los demás que había creado.

Ya había terminado y lo había hecho bien. ¡David iba a ser tan fuerte Oh Dios, mucho más potente que los otros.

Pero tenía que ir a buscarlo, pues debía estar muriéndose. Había que ayudarlo, cuando tratara de hacerme a un lado.

Lo encontré hundido en el agua hasta la cintura. Temblaba y era tanto su dolor, que jadeaba lentamente, como queriendo no hacer ruido.

Tenía el relicario, y la cadenita enlazada en el puño.

Lo rodeé con el brazo para sostenerlo. Le dije que eso no iba a durar mucho. Y cuando se le pasara, sería para siempre. Movió la cabeza para decirme que entendía.

Al ratito sentí que sus músculos se aflojaban. Lo impulsé a que volviera conmigo a la playa, donde no costaba tanto caminar con independencia de la fortaleza que uno tuviera, y juntos regresamos a la arena.

—Vas a tener que alimentar te —le dije—.Te parece que podrás hacerlo solo?

Hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Bueno, te llevo yo y te enseño todo lo que hay que enseñar te. Pero primero hay que ir a una cascada que creo que hay allá arriba. Yo la oigo, ¿y tú? Allí te podrás higienizar.

Asintió y me siguió con la cabeza gacha, sujetándose la cintura con un brazo; su cuerpo cada tanto se ponía tenso con los últimos calambres violentos que la muerte siempre trae aparejados.

Cuando llegamos a la cascada, trepó sin dificultad por las rocas traicioneras, se sacó el short y se paró, desnudo bajo el chorro, que bañó su cuerpo entero. Tenía los ojos muy abiertos. En un momento dado se sacudió, escupió el agua que accidentalmente le había entrado en la boca.

Yo lo observaba, y a medida que pasaban los segundos iba sintiéndome cada vez más fuerte. Luego di un salto que me llevó hasta lo alto de la cascada, y aterricé sobre el acantilado. Desde allá lo veía, pequeña silueta envuelta en las salpicaduras, que miraba hacia arriba.

— ¿Puedes venir hasta aquí? —dije en voz baja.

Hizo un ademán afirmativo. Excelente que me hubiera oído. Se inclinó hacia atrás y, desde el agua, dio un gran salto que lo llevó hasta la cima del acantilado, aunque unos metros más abajo de don de estaba yo. No tuvo problemas en sujetarse con las manos de las rocas resbaladizas.

Luego completó el salto sin mirar hacia abajo, y llegó a mi lado.

Me asombró enormemente su poderío. Pero no sólo su fuerza, sino su audacia extrema. Y parecía haber olvidado todo el episodio, pues se limitó a contemplar las nubes errantes, el brillo suave del cielo. Dirigió sus ojos a las estrellas, luego a tierra firme, a la jungla que bajaba por el despeñadero.

— ¿Sientes la sed? —le pregunté, y me contestó que sí sin palabras, mirándome sólo de pasada. Luego observó el mar. —Bien, ahora volvemos a tu habitación, te vistes como para ir en busca de presas y bajamos a la ciudad.

— ¿Tan lejos? —preguntó, y señaló el horizonte—. Hay un barquito por allá.

Lo busqué y pude verlo a través de los ojos de un hombre que iba a bordo, un ser desagradable y cruel. Se trataba de un contra bando, y el sujeto iba molesto porque sus cómplices, ebrios, lo habían abandonado y él debía hacer todo sin ayuda.

—De acuerdo —dije—. Vamos juntos.

—No. Creo que debo ir yo solo.

Giró sin esperar mi respuesta y descendió de prisa, grácilmente, a la playa. Se alejó como un rayo de luz, se internó en las olas y comenzó a nadar con poderosas brazadas.

Yo caminé hasta el borde del acantilado, encontré un senderito rústico y por allí bajé hasta la habitación. Al llegar observé los despojos: el espejo deshecho, la mesa dada vuelta, la computadora tirada de costado, el libro caído en el piso. La silla tumbada en la galería.

Di media vuelta y salí.

Volví a ascender hasta los jardines. La luna estaba muy alta y subí por la senda hasta el borde mismo de la cima. Allí permanecí mirando la cinta angosta de blanca playa, el mar liso, callado.

Por último me senté contra el tronco grueso de un árbol cuyas ramas me cubrían formando una marquesina aérea. Apoyé el brazo en la rodilla, y la cabeza en el brazo.

Pasó una hora.

Me di cuenta de que ya volvía. Lo oí subir por el sendero con paso ágil, con unas pisadas que no podría tener mortal alguno. Cuando levanté la vista comprobé que se había bañado y cambiado, que hasta se había peinado y le quedaba aún el aroma de la sangre bebida, quizá saliéndole de los labios. No era un ser débil como Louis, oh, no; era mucho más fuerte. Y el proceso aún no había concluido. Ya le habían terminado los dolores de muerte, pero seguía robusteciéndose —cosa que noté a simple vista—, y era un placer contemplar el brillo dorado de su piel.

— ¿Por qué lo hiciste? —exigió saber. Una máscara me pareció ese rostro, que se encendió de enojo al hablar. — ¿Por qué lo hiciste?

—No lo sé.

—Vamos, no me vengas con ésas. ¡Y no quiero verte lágrimas! ¡Por qué lo hiciste!

—Te digo honestamente: no lo sé. Podría darte muchísimas razones, pero confieso que no lo sé. Lo hice porque quería hacerlo, porque me dio la gana, porque quería ver qué pasaba... quería... y no podía no hacerlo. Eso lo supe cuando regresé a Nueva Orleáns. Esperé y esperé, pero no podía dejar de hacerlo. Y ahora ya está hecho.

— ¡Hijo de puta, mentiroso! ¡Lo hiciste por malvado y perverso! ¡Lo hiciste porque te fracasó el experimento con el Ladrón de Cuerpos!

¡Porque producto de ese experimento fue el milagro que me sucedió a mí, esta juventud, este renacimiento, y te indignó que esto pasara, que yo saliera beneficiado siendo que tú habías sufrido tanto!

— ¡A lo mejor es verdad!

—Es verdad; reconócelo. Reconoce tu mezquindad. ¡No podías permitir que yo avanzara al futuro con este cuerpo que tú no tuviste el coraje de soportar!

—Puede ser.

Se acercó y trató de levantarme por la fuerza afeitándome del brazo, pero, por supuesto, no lo consiguió. No pudo moverme ni un centímetro.

—No tienes aún la fuerza que hace falta para esas tretas —le dije—. Si no acabas ya con esto, te doy un golpe que te dejo tumbado en el suelo, y no te va a gustar. Eres demasiado digno para eso, así que, si me haces el favor, termina con esa vulgaridad humana de los puños.

Se puso de espaldas, cruzó los brazos y agachó la cabeza. Hasta mí llegaban los pequeños sonidos de desesperación que dejaba escapar. Se alejó, y yo volví a hundir la cara en mi brazo.

Entonces oí que regresaba.

— ¿Por qué? —repitió—. Quiero que me digas algo, un reconocimiento de cualquier tipo.

—No.

Estiró una mano, enredó los dedos en mi pelo y me obligó a levantar la cabeza de un tirón que me dolió en todo el cuero cabelludo.

—La verdad es que te estás excediendo, David —le recriminé, y en el acto me solté—. Un truquito más de éstos, y te juro que te arrojo al precipicio.

Pero cuando lo miré, cuando vi todo el sufrimiento que había dentro de él, me quedé callado.

Se puso de rodillas ante mí, de modo que quedamos casi a la misma altura.

— ¿Por qué, Lestat? —murmuró, y su voz apesadumbrada me partió el alma.

Agobiado de vergüenza y desdicha, cerré los ojos y volví a apretarlos contra mi propio brazo derecho, mientras con el izquierdo me tapaba la cabeza. Y no hubo nada —ni sus ruegos, ni sus maldiciones, ni a la larga su partida en silencio— que me hiciera levantar la mirada otra vez.

Salí a buscarlo antes del amanecer. El cuartito ya estaba en orden, y su maleta en la cama. La computadora estaba cerrada y, sobre su estuche de plástico, el ejemplar del "Fausto".

Pero él no estaba. Lo busqué por todo el hotel, sin suerte. Registré los jardines, los bosques en una y otra dirección, y nada.

Por último hallé una pequeña cueva en lo alto de la montaña, me introduje hasta el fondo y allí dormí.

¿Para qué describir la aflicción o el dolor sordo que me aquejaban?

¿Qué sentido tiene asegurar que tenía conciencia del grado de injusticia, deshonor y crueldad de mi acto? Sabía la enormidad de lo que le había hecho.

Yo me conocía, y conocía perfectamente mi maldad; por lo tanto no esperaba nada del mundo, salvo que me pagara con la misma moneda.

Me desperté no bien el sol descendió hasta el mar. Desde un barranco alto contemplé el crepúsculo; luego bajé a cazar a las calles urbanas.

No pasó mucho rato hasta que sucedió lo habitual: un ladrón intentó ponerme las manos encima y robarme. Lo transporté entonces hasta un callejón, y allí me deleité succionándolo sin prisa, a pasos apenas de donde abundaban los turistas. Escondí el cadáver en las tinieblas del callejón y seguí mi camino.

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