El tren Eurostar con destino a la estación de St. Paneras en Londres salió con puntualidad británica a las 13.12 de la Gare du Nord. Los suaves tonos gris y naranja del vagón diseñado por Philippe Starck no lograron tranquilizar a Andreas, a quien no le hacía ninguna gracia viajar bajo el canal de la Mancha.
Si todo iba bien, en dos horas y quince minutos habrían cubierto la distancia que separaba París de Londres, la capital de la avaricia.
Aunque Judas hubiera recibido con asco la fianza del templo, sin duda esa parte del testamento remitía a aquel pecado capital. Solstice estaba convencida de que ninguna ciudad como la británica encarnaba mejor lo que definía la avaricia: el ansia de poseer más de lo que se tiene.
—He pasado buena parte de mi vida en Londres y te puedo asegurar que allí solo se habla de dinero. Antes de la crisis, los ejecutivos de la City financiera cobraban unos sueldos obscenos. Cuando la «banca sombra» les estalló en las manos, esta gente ya se había apoderado de una enorme riqueza que probablemente hoy esté fuera del país.
—¿Qué demonios es la banca sombra? —preguntó Andreas mientras contemplaba desde la ventanilla un horizonte reducido: la franja verde del campo y una gris para el cielo.
El tren se acercaba a los trescientos kilómetros por hora.
—La crisis no tenía por qué afectar a las operaciones de los bancos comerciales —explicó ella—, ya que sus fondos están garantizados por el gobierno. El problema es que muchos de ellos crearon una organización paralela, lo que se conoce en los círculos financieros como «banca sombra». Estas entidades secretas creadas por los ejecutivos escapaban de los balances oficiales del banco y de las regulaciones del gobierno. Allí se jugaba con productos financieros de alto riesgo, a un nivel tan alto que el conjunto de operaciones subterráneas llegó a igualar a las de la banca comercial. Solo los grandes inversionistas tenían acceso a este mercado oscuro que acabó llevando a la ruina a los grandes bancos del país, que ahora han tenido que ser nacionalizados por el gobierno.
El guía dio un sorbo a su taza de Earl Grey admirado por los conocimientos de Solstice, ante la que se sentía poco más que un ignorante. Se limitó a apuntar:
—Si aceptamos Londres como capital de la avaricia, nos queda una hora y media para decidir dónde comenzamos la búsqueda. Aunque esta vez tengo ya una sospecha.
Andreas volvió a mirar en su agenda la transcripción del acertijo oculto tras el sexto cuaderno.
Cuatro caras tiene,
y un pilar de vileza
que el pecado retiene.
—¿Sabes dónde está el sexto siclo? —preguntó ella con repentina emoción en la voz.
—Se trata solo de una suposición. Puesto que hasta ahora la búsqueda nos ha llevado a edificios emblemáticos de cada capital, hay que suponer que con Londres sucederá lo mismo. Y el acertijo nos habla de un lugar con cuatro caras…
—¡El Big Ben! —exclamó Solstice—. El reloj muestra cuatro esferas.
—Y, al parecer, el pecado de la avaricia está retenido en «un pilar de vileza». ¿Crees que se refiere a la torre que sostiene el reloj ? Esta vez no tenemos ninguna cifra que precise su lugar exacto en las escaleras.
—Tal vez el siclo no se encuentre en las escaleras que conducen al reloj y el pilar se refiera a otra cosa. Sería peligroso para los propietarios repetir escondite.
Andreas caviló unos instantes antes de decir:
—Afortunadamente, la torre del Parlamento es algo "más pequeña que la torre Eiffel, aunque debe de haber mil sitios donde ocultar una moneda. En fin, probaremos fortuna entre los turistas que se encuentren en el Big Ben esta tarde.
—No habrá ningún turista —puntualizó ella—. A diferencia de las Casas del Parlamento, el Big Ben no está abierto al público. Solo en contadas ocasiones han permitido el acceso a su interior a alguna televisión.
—Por lo tanto, parece el lugar idóneo para ocultar el siclo de plata. El problema es: ¿cómo vamos a entrar?
—Déjamelo a mí. Tengo un amigo que trabaja como agregado de prensa del Parlamento que me debe un par de favores. Vamos a probar suerte.
Acto seguido, Solstice se levantó para retirarse a un espacio entre dos vagones habilitado para hacer llamadas telefónicas.
Andreas la siguió ávidamente con la mirada. El siclo del Big Ben le traía sin cuidado. Solo le interesaba el premio que le había prometido Solstice en la habitación del hotel, aunque el reto no era nada fácil: encontrar y robar el legado de Judas en uno de los lugares más vigilados de Inglaterra y salir con él sin ser abatidos por sus perseguidores.
Mientras pensaba en esto, la entrada en el túnel bajo el canal de la Mancha no le pareció un buen augurio.
Solstice conversó con su contacto en el Parlamento durante casi media hora, en la que Andreas tuvo tiempo de recapitular sobre la situación en la que se encontraba.
Sobre el papel, los hermanos Bloomberg habían tenido en sus manos tres de las siete monedas, aunque una había terminado en el fondo del Sena. En el caso improbable de que lograran dar con el siclo de Londres, esta vez quizá fuera el Támesis el que acogiera el legado de Judas. El cómputo general sería entonces dos monedas para Lebrun, dos para Sondre y dos destruidas por Solstice. Quedaría la séptima y última moneda, tras la cual ella le había asegurado que lo entendería todo.
Angustiado por la incertidumbre y por el hecho de hallarse a 75 metros bajo el mar, en una travesía submarina de 50 kilómetros, estuvo tentado de leer el último cuaderno del testamento. Aunque Solstice le había pedido que se centraran en un solo capítulo y capital cada vez, Andreas sentía curiosidad por saber si el Sanedrín —la asamblea de sabios y jueces judíos— cumplió la palabra dada a Judas o bien le traicionó para liquidar al Mesías.
Sin embargo, al abrir el macuto que llevaba en bandolera, encontró las páginas de la revista y prefirió retomar la lectura sobre las grandes dinastías económicas, aunque dudaba que en aquel punto de la aventura le sirvieran de algo.
Repasó en diagonal los dos artículos que ya había leído: los Rothschild y los Astor. La trayectoria de estos últimos no permitía precisar que fueran poseedores del legado de Judas. En cambio, en la primera crónica se decía que el padre del fundador de la dinastía era un comerciante de monedas del barrio judío de Fráncfort. Era fácil suponer que había conseguido el preciado siclo para que iluminara los futuros negocios de su hijo, el fundador de la dinastía.
La tercera en la lista cronológica era la familia Vanderbilt, cuya andadura había empezado cuando el holandés Aerstsen van der Bilt emigró a Nueva York hacia 1650. Sus hijos y nietos se ganaron la vida modestamente como agricultores en Staten Island, hasta que uno de sus vástagos puso rumbo definitivamente hacia la riqueza.
Cornelius Vanderbilt, nacido en 1794, trabajó durante su juventud en los transbordadores que unían Staten Island y Manhattan, dos distritos del actual Nueva York. A los once años había renunciado a ir a la escuela, ya que afirmaba que «si hubiera recibido educación no habría tenido tiempo de aprender nada más». Con solo dieciséis años ya tenía un negocio propio de transporte de pasajeros y mercaderías entre ambos puertos.
Durante la guerra de 1812, en la que Gran Bretaña y Estados Unidos pugnaban por los territorios de Canadá, recibió el encargo del gobierno de abastecer los fuertes alrededor de la ciudad de Nueva York. Para esta misión se valió de goletas a vela.
Terminado el conflicto bélico, empezó a trabajar con barcos de vapor. En 1840 tenía un centenar de barcos que recorrían el río Hudson; para ello contaba con más empleados que ningún otro empresario de Estados Unidos.
Su pasión por los transportes había llevado a Cornelius a participar en la implantación del ferrocarril, medio entonces novedoso del que fue una de sus primeras víctimas. En 1833 el convoy en el que viajaba descarriló en unos prados de Nueva Jersey. En el tren también viajaba el presidente norteamericano John Quincy Adams, el cual resultó ileso. Para Vanderbilt el accidente se saldó con la fractura de dos costillas y un pulmón perforado.
Tras fallecer su esposa, Cornelius contrajo matrimonio con una prima cuarenta y tres años menor que él, lo cual solo contribuyó a agravar su mala fama, ya que era considerado un hombre de negocios sin escrúpulos.
A su muerte había amasado una fortuna de más de cien millones de dólares, que tuvieron un reparto desigual en su testamento. Desheredó a todos sus hijos excepto a William, el cual tenía un carácter tan implacable como su padre y fue elegido por Cornelius para continuar su imperio. Recibió 95 millones mientras a cada una de sus ocho hijas y a su propia esposa les correspondieron quinientos mil dólares por cabeza. El resto de la herencia consistió en un millón de dólares para la Universidad Vanderbilt y cincuenta mil dólares para la Iglesia de los Extraños, en la ciudad de Nueva York.
Antes de pasar a la siguiente crónica, Andreas se preguntó qué diablos sería aquella Iglesia de los Extraños.
La cuarta dinastía elegida era la fundada por George Hearst, un hijo de granjeros que abrió minas en Utah, Dakota del Sur y Montana. Invirtió los beneficios del mineral en numerosas propiedades en Europa que heredaría su hijo William Randolph Hearst, nacido en San Francisco en 1863.
Un recuadro sobre este último hizo sospechar al guía que aquella familia era candidata a tener parte del legado de Judas.
Desde que tuvo uso de razón, William estuvo poseído por la fiebre del coleccionismo. Ambicionaba todo lo que veía, hasta el punto de que en un viaje a Londres, con solo once años, pidió a su madre que le comprara los cuatro caballos blancos que tiraban de la carroza real. A lo largo de su vida fue acumulando objetos y obras de arte que a menudo ni siquiera salían de sus envoltorios: porcelana, cristal veneciano, sellos y también monedas antiguas.
El negocio de William, sin embargo, se había basado en la industria periodística. Inventor de la prensa amarilla, llegó a poseer veintiocho periódicos y dieciocho revistas, además de cadenas de radio y una productora de cine.
Este hombre insaciable sería retratado por Orson Welles en Ciudadano Kane, película contra la que Hearst movió cielo y tierra para que no saliera a la luz. Sin embargo, sus finanzas habían quedado maltrechas con la Gran Depresión del 29 y no pudo impedir su estreno en 1941.
El regreso al vagón de Solstice con una sonrisa victoriosa hizo que Andreas aparcara la lectura.
Cuando se sentó a su lado y empezó a alisarse la falda con sus finas manos, el guía supo que había hallado una manera de entrar en las entrañas del reloj más famoso del mundo.
—El ingeniero al cargo del Big Ben nos espera a las cuatro y media. Le he dicho que preparas un reportaje para una revista y que quieres conocer hasta el último rincón del reloj.
Andreas respondió con una sonrisa escéptica —dudaba de que se repitiera el golpe de suerte de la torre Eiffel— mientras el Eurostar volvía a emerger a una superficie cegada por la niebla.
Jan Westcott resulto ser un anticuado caballero inglés al que solo le faltaba el bombín y un reloj de cadena.
Se había tomado muy en serio la misión de entretener al falso periodista, ya que antes de entrar en la torre de 96 metros de altura les dio una explicación introductoria.
—Ustedes sabrán que Big Ben es, en realidad, el nombre de la campana original de dieciséis toneladas que daba las campanadas, aunque ha acabado dando nombre a todo el reloj y su torre.
—¿Por qué tiene cuatro caras? —preguntó Andreas en alusión al acertijo que les había llevado hasta allí.
El ingeniero se pasó la mano por sus lacios pelos grises, como si no entendiera aquella pregunta. Finalmente respondió:
—Lógicamente, para que se vea desde los cuatro puntos cardinales. Por si le interesa, en la base de cada esfera hay la inscripción en latín Domine salvam fac reginam nostram victoriam primam, que significa «Dios guarde a nuestra reina Victoria I». Le daré algún dato más para su artículo: la manecilla horaria mide 2,7 metros de largo, y la minutera, 4,3 metros. Impresionante, ¿no les parece?
Mientras Westcott les explicaba esto, la niebla sobre el puente de Westminster había hecho desaparecer la torre del reloj. Andreas miró a Solstice, que tenía la nariz roja de frío, pero tampoco ella se atrevió a pedir al ingeniero que les llevara hasta el interior del edificio.
—Es un reloj tan fiable —prosiguió— que ni siquiera durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial dejó de funcionar con puntualidad británica.
—¿Significa eso que nunca se ha atrasado ni adelantado? —preguntó ella mientras se abrazaba a su abrigo rojo.
—Eso sería mucho decir, señorita. Lógicamente, un tatarabuelo como este también sufre sus achaques de vez en cuando. El Año Nuevo de 1963 empezó diez minutos más tarde porque las agujas del reloj cargaban con demasiada nieve. Y en 1976 sufrió la única avería de su historia, que llevó ocho meses reparar.
Las primeras gotas de lluvia empezaron a perforar la densa neblina que les helaba como un manto gelatinoso. El ingeniero apartó un gotarrón de su frente con flema británica antes de concluir:
—Bueno, tal vez sea hora de entrar en la panza del monstruo.
La subida en un funcional ascensor hasta el corazón del reloj fue vivida por la pareja errante como un pequeño fracaso. Dado que el acertijo hablaba de «un pilar de vileza que el pecado retiene», una hipótesis era que el siclo de plata se ocultara en algún lugar de la torre que ahora quedaba bajo ellos.
Westcott les condujo hasta la parte trasera de una de las esferas del reloj. La luz grisácea de la tarde se filtraba a través de los cristales como en una extraña catedral.
—Estas esferas fueron diseñadas por Augustus Pugin y son mucho más prácticas de lo que parecen. Cada una está formada por 312 piezas de cristal opaco. Algunas se pueden quitar para que quien esté al cargo, en este caso yo, pueda sacar las manos para revisar las manecillas.
Mientras el inglés les mostraba a continuación la joya de aquel artefacto, la campana apodada «Big Ben», Andreas se preguntó si la moneda de plata no estaría detrás de una de las agujas del reloj. Si un solo hombre podía acceder a las manecillas desde aquel lado, el ingeniero y nadie más estaría enterado del secreto.
Sin embargo, un nuevo e inesperado detalle situaría la pesquisa mucho más a su alcance.