Andreas meditaba sobre el final abrupto del testamento mientras el taxi pasaba de largo el lujoso Mandarín Oriental, frente a la parte más noble de Hyde Park. Habían leído las últimas páginas en una tetería cercana, dado que el hotel se convertiría en una trampa en cuanto Sondre llegara para reclamar el siclo de plata.
Tras aquella lectura, el guía tuvo que pensar en el ingeniero que habían dejado con el implacable Sondre. Una vez más, se sentía culpable de haber participado en ese sucio juego, aunque una extraña inercia lo mantenía en aquella rueda de desdichas.
Y el imán se llamaba Solstice, a quien preguntó sin ambages:
—¿Crees que tu hermano ha asesinado a Westcott?
—Seguro que no —repuso con firmeza—. Al contrario, el ingeniero habrá recibido un generoso talón para tener la boca cerrada. Es lo mejor para él, ya que a fin de cuentas nuestra presencia allí le valdría el despido. Y seguro que Sondre ya se ha ocupado de hacer desaparecer el fiambre. Tenemos muchos amigos en Londres, ¿sabes? La cosa es más fácil de lo que parece: el cuerpo de Lebrun habrá terminado en un camión de la basura que lo irá triturando camino de un vertedero. Es el modo más seguro de sacar a alguien de circulación. Esa es ya una buena razón para no haberse cargado a Westcott: con el brazo herido, Sondre lo habrá necesitado para bajar el muerto.
Tras esta larga explicación, ambos se quedaron en silencio mientras el taxista con turbante ponía rumbo al aeropuerto de Gatwick. Eso hizo pensar al guía en el médico que buscaba Sondre y en la cita en el Mandarín Oriental.
—¿Qué va a pensar tu hermano cuando no nos encuentre para cenar?
—He dejado una nota en la recepción del hotel. Le he dicho que hemos dado con la pista de la séptima moneda y tomamos el avión de inmediato. Con esto ganamos un día, además de poner tierra de por medio.
—¿Le has dicho adónde vamos? —preguntó el guía preocupado.
—No.
—Por cierto, ahora soy yo quien quiere saberlo: ¿adónde vamos?
Solstice esbozó una sonrisa malévola antes de decir:
—¿Qué te pasa, Andreas? ¿Te has cansado del juego? Sería una pena, ahora que viene lo mejor.
Por la misma inercia que le mantenía atrapado en aquella espiral, el guía releyó el último acertijo:
Todos los caminos llevan a ella,
que no es eterna ni inmortal
pero luce en la doncella.
El inicio remitía claramente a Roma, aunque el segundo verso parecía desmentir esa pista. Sobre la doncella, supuso que se refería a alguna estatua u obra de arte donde se ocultaba el siclo. Si se trataba de la capital italiana, había miles de candidatas.
Ante la poca claridad de aquellas pistas, prefirió empezar por la ciudad que señalaba el testamento.
—Un poco cogido por los pelos —empezó él—, pero en el testamento se dice que la última cena fue más copiosa de lo normal.
—Cierto.
—Por lo tanto, remite al pecado capital que nos faltaba: la gula. Si ha habido una ciudad históricamente famosa por sus bacanales, esa es Roma. Pero no sé por dónde empezar a buscar. Y puede que tengas razón: me cansa ya este juego. Por primera vez en mucho tiempo estoy deseando volver a casa.
—Enhorabuena entonces, pues justamente es allí adónde nos dirigimos. Es hora de cerrar el círculo.
—Pero… —titubeó el guía mientras el taxi cruzaba los barrios obreros del cinturón de Londres— ¿no se oculta la séptima moneda en Roma?
—Ya no.
Había dicho aquello con tanta seguridad que Andreas no dudó de que Solstice lo sabía de primera mano.
—¿Se nos ha adelantado Lebrun antes de venir a palmarla a Londres?
—No, esa voló desde el principio.
—¿Cómo lo sabes?
Tras pensarlo un rato, el mismo guía expuso en voz alta su deducción:
—La robaste tú misma… ¿Te ocupaste también de destruirla? Porque en ese caso podemos decir que el juego ha terminado.
—No ha terminado porque esa moneda sigue existiendo —dijo en tono inexpresivo—. Ya no está en Roma, es cierto, pero la encontrarás en su actual paradero.
—¿En Barcelona? —preguntó el guía con asombro.
—Ajá —contestó ella.
Antes de que se entregara a un silencio que se prolongaría hasta llegar al aeropuerto, Solstice añadió:
—No me olvido de que nos debemos algo.
Tras aterrizar de noche en el aeropuerto del Prat, Solstice había pedido al taxista que les llevara hasta el hotel Arts, una de las torres frente al Puerto Olímpico de Barcelona.
Completado el trámite por parte de ella en la suntuosa recepción, tomaron el ascensor hasta la planta 38. Eran las doce de la noche cuando abrieron la puerta de lo que parecía más un apartamento de diseño que la suite de un hotel.
Al mobiliario de estilo nórdico se sumaba una decoración minimalista con equipo de música Bang Olufsen incorporado. Antes de entrar en el baño, Solstice lo conectó con un pequeño mando y de los altavoces surgió un suave adagio de cuerda que Andreas no supo identificar.
Perdido en las alturas de su propia ciudad, el guía trató de relajarse siguiendo en el horizonte marino las lucecitas de los barcos. Le embargaba la extraña calma de quien ha extraviado definitivamente el rumbo de su vida y ya solo puede ir a remolque de los acontecimientos.
Permaneció un cuarto de hora así, hipnotizado por el mar nocturno, hasta que unos dedos suaves le acariciaron la nuca.
Al girarse encontró a Solstice ya perfumada y sin las gafas que robaban esplendor a su cara. Sus ojos verdes lucían como esmeraldas en aquella parte del rostro marcada por el fuego. Llevaba una blusa azul muy ceñida que realzaba sus pechos sin sujetadores, y una minifalda negra que hacía que sus piernas —sin medias— parecieran aún más interminables.
—¿Y ahora, qué? —preguntó maliciosa.
Hasta ese momento, cada avance de Andreas en la intimidad con aquella mujer había terminado con un frenazo abrupto. Por consiguiente, prefirió refugiarse en lo que les había mantenido en vilo los últimos seis días.
—Eso digo yo. ¿Dónde está la moneda? —preguntó irónico—. Pensaba que me llevabas a Barcelona para eso.
—Se encuentra en esta habitación —repuso ella mientras le tomaba de la mano y lo arrastraba hasta la cama doble—. ¿Quieres verla?
Para contener el volcán de deseo que le inflamaba ante Solstice, Andreas fingió que echaba un vistazo a las paredes peladas de la habitación. Finalmente respondió:
—En realidad no me interesa. Es solo una moneda vieja que tiene el valor que tú le quieras dar, como decías en el mar Muerto. Puedes quedarte con ella o lanzarla desde este piso 38 si quieres.
—Me gusta lo que has dicho, porque ese siclo de plata es el único del que no me quiero desprender. Es mi protección, ¿entiendes?
—No, pero me da igual. Ya no quiero saber más de Judas y su legado.
Sentados en el borde de la cama, de repente Solstice le daba conversación, lo que fue interpretado por Andreas como un nuevo signo de que lo estaba calentando para nada.
—Por robar esa moneda perdí la vista —confesó ella en tono súbitamente grave—. Estaba oculta en una ermita romana con vigas de madera. Me había encerrado dentro a esperar a mi hermano, porque los de Fusang me habían seguido hasta allí. Cuando ya tenía el siclo conmigo, el precursor de Lebrun pegó fuego a la ermita para hacerme salir.
—¿Y qué sucedió después?
—Sondre me sacó del incendio antes de morir abrasada. Luego encontró al sicario y lo ajustició. Desde entonces decidí secretamente destruir el legado de Judas, excepto esa moneda que me enseñó literalmente que la avaricia ciega.
—Es una extraña historia —se limitó a decir Andreas—. En todo caso, me pregunto qué pinto yo aquí entonces, si todo lo que debía hacerse ya se ha cumplido. Si no me equivoco, habéis ganado.
—Te he traído aquí para pagar mi deuda, y pienso devolverte lo que has invertido en mí con intereses.
Dicho esto, Solstice tomó la cabeza del guía entre las manos y la atrajo hacia sus labios. Segundos después se besaban largamente, mientras las lenguas detenían el tiempo con su húmeda danza.
Andreas sintió que la cabeza le daba vueltas y el corazón le latía muy rápido. Tras besar hasta el último centímetro de su rostro, sus labios visitaron el cuello largo y blanco de ella, que respondió al contacto con un breve gemido.
Mientras la sujetaba por la cintura, la otra mano se posó entonces en uno de sus pechos, que resistió con firmeza la presión de sus dedos. Electrizado por el deseo, empezó a desabrocharle la blusa azul mientras sus labios iban en busca de su piel más blanca. Sin embargo, ella detuvo su mano con la suya.
—Todavía no —suspiró—. Déjalo para el final.
Arrastrado por una marea de sensaciones, Andreas abandonó por un tiempo esa parte de su cuerpo para acariciarle lentamente las piernas. Tras comprobar la perfección de sus rodillas, la mano ascendió por un muslo que había conocido parcialmente en el hotel de París.
—No llevo nada debajo —le susurró ella antes de que su mano completara el camino emprendido.
Tras una primera exploración de la puerta del paraíso, el guía se apartó unos segundos de Solstice para arrancarse la ropa.
Al regresar a ella, también la breve falda había desaparecido. Solo la estrecha blusa cubría su cuerpo, que él levantó entre sus brazos mientras se tumbaba en la cama con la mayor erección de su vida.
Con un hábil movimiento, Solstice permitió desde las alturas que él entrara en su cueva secreta. Luego empezó a moverse circularmente, haciendo peligrar el control de su amante. Este apartó las manos que estrechaban sus nalgas y cerró los ojos intentando pensar en algo que retrasara un poco más la explosión de placer.
Cuando entendió que el momento era inminente, abrió los ojos y dijo:
—Quítate esa blusa. Deseo verte entera.
—Tú lo has dicho —respondió ella, sin dejar de subir y bajar sobre él, mientras se desabotonaba rápidamente su última prenda.
Al quedar totalmente desnuda, intensificó las sacudidas sobre su amante hasta llevarle a un punto de no retorno. Antes del orgasmo final, Andreas descubrió con horror el brillo de un siclo de plata entre sus pechos, a los que él se aferraba en el cénit del placer.
No era un colgante, sino que formaba parte de su cuerpo sustituyendo a la carne y la piel.
Le despertó la claridad del tibio noviembre barcelonés. Andreas necesitó un buen rato para entender dónde se encontraba. Solo en una cama de grandes proporciones, miró las paredes que reverberaban al reflejar los rayos devueltos por la superficie marina.
Mientras trataba de unir los retazos de la noche anterior, el despertador electrónico anunció las nueve treinta en inglés, y le recordó que debía abandonar la habitación en media hora, a no ser que quisiera prolongar la reserva una noche más.
Aquella amenaza —calculó que la suite costaría unos 500 euros al día— hizo que el guía saltara de la cama. Justo entonces el equipo Bang Olufsen se activó para ofrecer un concierto de guitarra clásica.
Feliz por el solo hecho de seguir con vida después de todo lo acontecido, antes de intentar comprender nada, pasó fugazmente por la ducha. Luego se vistió con la última muda limpia y echó un vistazo a la habitación. No quedaba ni rastro de Solstice Bloomberg, que debía de haberle dejado durante el sueño que había seguido a aquella noche de amor.
La imagen del siclo de plata brillando entre sus pechos orgullosos se le revelaba diabólica —ahora entendía el «luce en la doncella» del acertijo—, así que trató de apartarla de su mente.
Con la maleta ya cerrada, se disponía a abandonar la habitación cuando reparó en una grabadora de voz que reposaba sobre un bufete en el pasillo. Estaba apoyada sobre un papel con el lema «ESCÚCHAME».
El guía pulsó el botón de reproducir y se apoyó expectante en la pared. La voz oscura y femenina de Solstice no tardó en surgir:
«Querido Andreas, antes que nada debo decirte que te he traicionado. Mucho de lo que hemos vivido juntos cobrará otro sentido para ti cuando escuches lo que voy a contarte. Seré breve porque, concluida la misión con éxito, debo repartir adecuadamente los frutos de la misma.
»Sondre y yo dirigimos la hermandad de Judas, que no tiene su sede en Shanghai, como Fusang, sino en el mundo entero, tal como nosotros deseamos que sea. Los que llevamos la marca de Judas en el pecho hemos sido llamados a dirigir las ambiciones del mundo. También en el cuerpo de Sondre brilla el poder que corrompe a los hombres y crucifica a los dioses.
»Lebrun hizo todo lo que estaba en su mano para que los siclos viajaran de Occidente a Oriente, como el anterior esbirro que me condenó a las sombras, pero antes de que llegara su hora solo ha logrado trasladar dos piezas.
»La hermandad de Judas tiene las otras cinco, ya que jamás he destruido un solo siclo. Otra traición: lo que viste caer en el Sena era una burda imitación de la moneda de plata.
»Dos legados de Judas caminan con nosotros y nos otorgan el poder que nos ha permitido llegar hasta el final de esta aventura. Otros dos esperan a unos compradores dispuestos a pagar el precio de dos mil años de avaricia para unirse a nosotros.
»El quinto legado está en el bolsillo interior de tu chaqueta. No es solo el pago a los servicios prestados, ya que tenemos otro concepto de la justicia que sería demasiado largo de explicar ahora. A Sondre le gustas, y yo te demostré anoche que tampoco me resultas indiferente. Si quieres iniciarte en la hermandad, solo debes mantener el siclo de plata muy cerca de tu corazón. No intentes buscarnos, nosotros te encontraremos.
«Empieza una nueva era, Andreas, un tiempo que modelará a sangre y fuego otro mundo sobre las ruinas de este. Lo que has leído en los periódicos es solo el principio, pero no debes tener miedo: hay un plan para después del caos, y tú has sido elegido para brillar entre los nuevos.
»No olvides esta enseñanza de Judas: quien se atreve a matar a un dios queda libre del destino».
Con esta frase se interrumpió el mensaje. Andreas se preguntó si aquello era todo lo que Solstice había querido decirle, o bien se había terminado la memoria del pequeño grabador.
Sin realizar check out ni pasar por el restaurante a desayunar, el guía salió del hotel con el deseo de fundirse cuanto antes con la normalidad.
Atravesó una avenida poco transitada a aquellas horas y luego torció por una calle desangelada —aquel era un barrio nuevo que no había llegado a tener vida propia— hasta la boca del metro más cercana.