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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El legado de la Espada Arcana (24 page)

BOOK: El legado de la Espada Arcana
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—Vuelve a ensamblarme, ¿quieres? Eso es ser una buena chica. —Teddy hablaba con Eliza, pero seguía mirando con atención a la mujer.

—¡Ensámblate tú mismo, idiota! —contestó Mosiah muy irritado—. Deja tranquila a Eliza.

—No, no me importa —repuso ella.

Encontró el cesto de costura de su madre, en un rincón, y aunque sus labios se tensaron un instante cuando recogió el cesto y su desperdigado contenido, mantuvo el autocontrol. Después se sentó en un taburete, puso al amputado oso en su regazo y, tras meter el relleno en su interior, empezó a coserle el brazo.

Teddy no dejaba de sonreír afectadamente, cuando Eliza no miraba, y profería unos ruiditos tan sugerentes —en particular mientras ella volvía a introducir el relleno en su interior— que hubiera vuelto a hacerlo pedazos. Sin embargo, sus tonterías cesaban cada vez que la mirada de su ojillo se posaba en Scylla.

Nos acomodamos en los bajos taburetes, y los acercamos al fuego. Eliza sorbió su té y se dedicó a coser a Teddy.

—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar? —preguntó, intentando parecer tranquila.

—No mucho —respondió Mosiah.

—Según los informes de los exploradores del general Boris, los hch'nyv se encontrarán lo bastante cerca para atacar la Tierra y Thimhallan dentro de cuarenta y ocho horas —declaró Scylla.

—Los Tecnomantes tienen que haberse llevado la Espada Arcana de aquí y estar de vuelta en la Tierra antes del ataque —añadió Mosiah.

Eliza me miró y un tenue rubor tiñó sus mejillas.

—¿Entonces esos... extraterrestres realmente son una amenaza? ¿No es una añagaza? ¿Realmente nos matarán a todos?

—Los Tecnomantes han establecido contacto con ellos —manifestó el Ejecutor—. Eso sí lo sabemos. Creemos que Smythe ha firmado un trato con ellos.

Cuarenta y ocho horas. No era demasiado tiempo. Nadie habló, sino que cada uno permaneció sentado en silencio, absorto en sus propios pensamientos. Los míos eran muy sombríos y desesperados. Y, como surgido de las tinieblas de mi mente, del humo y del fuego, una imagen tomó forma y volumen sobre el hogar.

Kevon Smythe apareció ante nosotros.

—No os asustéis —advirtió rápidamente Mosiah—. Es un holograma.

Suerte que lo dijo, porque la imagen parecía muy real, no aguada, como sucede con la mayoría de hologramas. Habría jurado que era el hombre en persona quien se encontraba ante nosotros. Sin duda se trataba de la magia de los Tecnomantes, que realzaba hasta este punto la imagen creada electrónicamente.

—¡He leído algo sobre estas cosas! —exclamó Eliza—. Pero nunca había visto uno. ¿Pu... puede oírnos?

Lo preguntó porque Scylla se había llevado un dedo a los labios y, junto con Mosiah, buscaba el lugar del que surgía el holograma. Cuando lo encontraron —un pequeño objeto parecido a una caja introducido en un hueco de la chimenea— ambos lo examinaron, poniendo buen cuidado en no tocarlo. Intercambiaron una mirada —creo que fue la primera vez que se miraban a los ojos— y Mosiah, tras hacer un gesto de asentimiento, se echó la capucha sobre el rostro y juntó las manos.

Eliza se puso en pie, y Teddy resbaló, olvidado, de su regazo. Al ver que el oso hacía intención de protestar, le puse el pie encima y lo lancé hacia atrás de un puntapié, no demasiado suave, colocándolo bajo mi taburete.

Si no hubiera admirado a Eliza antes de ahora, lo habría hecho entonces. Estaba agotada, asustada, pesarosa y nerviosa; era plenamente consciente de que este hombre era el responsable del rapto de sus padres y del Padre Saryon, pero se enfrentó a él con la solemne reserva de una reina que sabe que cualquier muestra de cólera no haría más que rebajarla y no conseguiría perturbar al enemigo.

Cuando revivo ese instante en mi recuerdo, la veo vestida de oro, brillando más reluciente que la insignificante luz del holograma del Tecnomante. No suplicó ni rogó, porque sabía que era inútil; le hizo la misma pregunta que habría hecho a cualquier despreciable intruso.

—Señor, ¿qué queréis?

El hombre no llevaba su acostumbrado traje, sino que se vestía con una túnica blanca que, como supe más tarde, era el traje ceremonial de los Sabios Khandicos. Alrededor de la manga, el dobladillo y el cuello llevaba dispuestos en forma de rejilla unos diminutos filamentos de metal, que centelleaban y parpadeaban a medida que la luz se reflejaba en ellos. En aquel momento los consideré un simple adorno extravagante.

—Puesto que vas tan directa al asunto, jovencita, seré breve. —Kevon Smythe le dedicó su zalamera sonrisa—. Tu padre está con nosotros. Es nuestro invitado. Ha venido con nosotros voluntariamente, porque sabe que nuestra necesidad es muy grande. Abandonó la casa precipitadamente y se olvidó de llevar con él un objeto por el que siente un gran aprecio. Se trata de la Espada Arcana, y su ausencia provoca en él una gran aflicción. Teme que pueda caer en malas manos y provocar un daño irreparable, por lo que quisiera volver a tenerla a salvo en su poder. Si nos dices dónde podemos encontrarla, señorita, se la entregaremos a tu padre.

Una parte de mí le creyó. Yo conocía la verdad; había visto los escombros, la destrucción, la sangre en el suelo; pero aquel hombre era tan persuasivo que vi, en mi mente, exactamente lo que quería que yo viera: a Joram, preocupado, yendo voluntariamente con ellos. Estaba seguro de que Eliza le creía. Mosiah también lo pensó, al parecer, pues se deslizó al frente, dispuesto a enfrentarse al Tecnomante. Scylla no se movió, limitándose a vigilar a la muchacha.

—Quiero ver a mi padre y a mi madre —exigió la joven.

—Lo siento, señorita, pero eso no es posible —repuso Smythe—. Tu padre ha hecho un largo viaje y está fatigado, además de estar muy inquieto por lo que pueda haberle sucedido a la Espada Arcana. Teme por tu seguridad, querida. La hoja es afilada y el arma difícil de manejar. Podrías cortarte. Dinos dónde podemos encontrarla y tal vez, para entonces, tu padre se haya recuperado lo suficiente y pueda hablar contigo.

Su voz melosa y bondadosa se deslizaba sobre las amenazas como un pañuelo de seda.

—Señor —repuso Eliza con voz tranquila—, mentís. Vuestros esbirros se llevaron a mis padres y al Padre Saryon por la fuerza. Luego destruyeron nuestra casa, buscando ese objeto que mi padre jamás os entregaría, ni siquiera para salvar su vida. Y lo mismo puede decirse de su hija. Si eso es todo lo que habéis venido a hacer aquí, podéis retiraros.

La expresión de Kevon Smythe se suavizó; parecía muy agraviado.

—No soy yo quién para reprenderos, señorita, pero a tu padre no le gustará enterarse de tu negativa. Se enojará contigo y te castigará por tu desobediencia. Ya me ha advertido que en ocasiones eres una niña muy obstinada. Tenemos su permiso para arrebatarte la espada por la fuerza, si es necesario.

Las pestañas de Eliza estaban húmedas de lágrimas, pero la muchacha mantuvo la serenidad.

—No conocéis a mi padre si pensáis que diría algo así. Tampoco me conocéis a mí, si pensáis que yo lo creería. Fuera de aquí.

Kevon Smythe hizo un gesto de resignación y luego giró la cabeza para mirarme.

—Reuven, me alegro de volver a verte, aunque lamento que sea bajo unas tristes circunstancias. Parece que el Padre Saryon ha contraído una terrible enfermedad, que provocará su muerte a menos que reciba un rápido tratamiento en la Tierra. Nuestros médicos le dan treinta y seis horas de vida. Ya conoces al buen clérigo, Reuven. No se irá sin Joram, y éste no lo hará sin la Espada Arcana. Si yo estuviera en tu lugar, haría todo lo posible por encontrarla.

»Lleva la espada a la ciudad de Zith-el —prosiguió, volviendo la mirada de nuevo hacia Eliza—. Dirígete a la Puerta de la Carretera del Este. Alguien te estará esperando.

La imagen desapareció. Mosiah retiró el proyector holográfico, que había estado escondido en el interior de la chimenea. Habían arrancado una de las piedras para colocar el aparato en su lugar. Arrojó el objeto al suelo.

—Sabías que estaba ahí —dijo Scylla.

—Sí. Tenían que tener algún medio para comunicarse con nosotros. Lo encontré antes de que llegarais.

Scylla le dio un buen pisotón con la pesada bota, y lo aplastó.

—¿Hay algún aparato de escucha?

—Los quité todos, pero decidí dejar éste. Necesitábamos oír lo que tenían que decir. Zith-el —musitó pensativo—. De modo que han llevado a Joram a Zith-el.

—Sí —convino Scylla, dándose una palmada en los muslos—. Ahora podemos hacer planes.

—¡Podemos! —exclamó Mosiah, dirigiéndole una mirada de reproche—. ¿Qué tienes tú que ver con todo esto? ¿Con cualquier cosa relacionada con esto?

—Estoy aquí —contestó ella con una sonrisa maliciosa—. Y la Espada Arcana está en mi vehículo aéreo. Yo diría que tengo mucho que ver.

—No me equivocaba. El general Boris te envió —dijo Mosiah, con disgusto—. Eres una de los suyos. ¡Maldita sea, prometió que nos dejaría esto a nosotros!

—Hasta ahora lo habéis hecho maravillosamente —comentó ella con ironía.

Mosiah enrojeció y se irguió envarado.

—No te vi por aquí cuando atacaron los D'karn-darah.

—¡Callaos de una vez! —gritó Eliza—. No confío en ninguno de vosotros. Los dos queréis la Espada Arcana. Eso es todo lo que os importa. Bueno, pues no la tendréis. Voy a hacer lo que él dice. Voy a llevarla a Zith-el.

La actitud desafiante de la joven podría haber parecido infantil y estúpida, pero su dolor y su propia autorrecriminación le conferían la fuerza de la que ella carecía. Habló con dignidad y decisión, y aquellas dos personas, de más edad y fuerza, la miraron con respeto.

—Sabes que no puedes confiar en Smythe —le dijo Mosiah—. Intentará hacerse con la espada y hacernos a todos prisioneros. O peor.

—Lo único que sé es que no parece que pueda confiar en nadie —respondió ella con voz trémula. Me dirigió una mirada, envuelta en una dulce sonrisa entristecida, y añadió en voz baja—: Excepto en Reuven.

El dolor de mi corazón era una bendición, pero también era demasiado grande para soportarlo e inundó mis ojos. Giré la cabeza, avergonzado por mi falta de autocontrol, cuando ella, se mostraba tan fuerte.

—No creo que tengamos otra elección —prosiguió Eliza, hablando ahora con relativa tranquilidad—. Llevaré la espada a Smythe y esperaré que cumpla su promesa de dejar en libertad a mi padre y al Padre Saryon. Iré sola...

Hice un gesto enérgico, que llamó su atención, y le hizo reconsiderar su afirmación anterior.

—Reuven y yo iremos juntos. Vosotros dos os quedaréis aquí.

—Te he dicho la verdad, Eliza —intervino entonces Scylla—. Yo no quiero la Espada Arcana. Sólo existe un hombre que puede empuñarla, y ése es el que la forjó.

Dejando a un lado su taza de té, Scylla se arrodilló frente a Eliza, luego juntó las palmas de las manos, en actitud de rezo y las levantó.

—Te lo prometo, Eliza, lo juro por Almin, que haré todo lo que esté en mis manos para rescatar a Joram y devolverle la Espada Arcana.

La visión de Scylla —con su traje de faena del ejército y los cabellos tan recortados— arrodillada allí, parecía ridícula al principio. Pero entonces me recordó con fuerza a un dibujo que había visto en una ocasión de Juana de Arco, jurando cumplir con su deber ante su rey. Aquel mismo fervor ardía en Scylla con tal fuerza y claridad que su traje de faena desapareció y la vi vestida con una refulgente armadura, jurando lealtad a su reina.

La visión duró sólo un instante, pero apareció perfectamente nítida en mi cerebro. Vi el salón del trono, el salón del trono de cristal de Merilon. El trono de cristal, la plataforma de cristal, las sillas de cristal, las columnas de cristal; todo en la habitación era transparente, la única realidad era la Reina con su vestido dorado de pie sobre la translúcida plataforma, inspirada, exaltada. Ante ella, arrodillada, con la mirada levantada, enfundada en su armadura de plata, su mujer-caballero.

Y no era sólo yo. Mosiah también contempló la visión, o eso creo. Desde luego vio algo, porque miró a Scylla con asombro, aunque le oí farfullar: «¿Qué truco es éste?».

—Acepto tu solemne promesa —dijo Eliza poniendo sus manos sobre las de la mujer—. Vendrás con nosotros.

—Mi vida es vuestra, Majestad —repuso ella, inclinando la cabeza.

El título parecía tan apropiado, que ninguno de nosotros lo advirtió, hasta que Eliza parpadeó.

—¿Qué me has llamado?

Scylla se incorporó y la visión desapareció. Volvía a llevar su traje de faena y las botas, la oreja surcada de diminutos pendientes.

—Era sólo un pequeño chiste —respondió ella con una mueca y se alejó para volver a llenar la tetera. Volvió la mirada atrás en dirección a Mosiah y añadió—: Eres mucho más apuesto en persona. Vamos, ¿por qué no haces el mismo juramento? Promete rescatar a Joram y devolver la Espada Arcana a su dueño. Tienes que hacerlo, ya lo sabes. De lo contrario no vendrás con nosotros a Zith-el.

—¡Sois unos estúpidos si creéis que Smythe entregará a sus rehenes cuando tenga la Espada Arcana! —Mosiah estaba furioso—. Los Tecnomantes necesitan a Joram para que les enseñe cómo forjar más. —Miró a Eliza—. Ven conmigo a la Tierra. Confía la espada al rey Garald. Regresaremos con un ejército para rescatar a tu padre y a tu madre.

—El ejército se está movilizando para presentar una última resistencia ante el ataque de los hch'nyv —replicó Scylla—. No conseguirás su ayuda. Por otra parte, dudo que pudieran hacer gran cosa contra los Tecnomantes. Llevan mucho tiempo reuniendo sus fuerzas en Zith-el, rodeándola con sus defensas. Un ejército no podría tomarla. Está todo en nuestros informes —añadió en respuesta a la mirada de suspicacia que le dirigió el Ejecutor—. No sois los únicos que no pierden de vista a Smythe.

Mosiah hizo como si no la oyera, y continuó hablando con Eliza, con voz cada vez más suave.

—Soy amigo de Joram. Si creyera que entregando la Espada Arcana quedaría libre, sería el primero en abogar por ello. Pero eso no sucederá. Es imposible. ¿No te das cuenta de ello?

—Lo que dices tiene sentido, Mosiah —arguyó Eliza—. Pero la Espada Arcana no es mía y, por lo tanto, yo no debo tomar cualquier decisión sobre ella. Voy a llevar la espada a mi padre. Se lo dejaré bien claro a Smythe. Será mi padre quien tome la decisión sobre lo que se ha de hacer con el arma.

—Coloca la Espada Arcana en la mano de su lúgubre y endemoniado creador, y puede que te sorprenda el resultado —advirtió una voz sepulcral desde debajo de mi taburete—. Personalmente, creo que él debería entregársela a mi amigo Merlin. Dije que conocía a Merlin, ¿no es así? Lo encontraréis rondando allá abajo junto a su vieja y mohosa tumba. Un lugar bastante deprimente. No entiendo qué encuentra allí. Merlin lleva ya varios años buscando una espada. Una especie de cretino arrojó la suya a un lago. No es ésta, pero el pobre anciano está ya un poco chocho y probablemente no advertiría la diferencia.

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