—Es aquí donde oímos voces, señor —decía una, hablando a una especie de aparato de comunicación—. Surgieron de algún punto de por aquí. Sí, señor, lo comprobaremos.
Eliza se encogió pegada a mí, y su mano libre se aferró con fuerza a la mía. Oprimió la Espada Arcana contra el cuerpo, mientras yo la rodeaba con un brazo, apretándola con fuerza al tiempo que me devanaba los sesos pensando qué podríamos hacer si nos encontraban, que era lo que parecía que iba a suceder en cualquier momento. ¿Deberíamos echar a correr? Deberí...
—Por la sangre de Almin —masculló Simkin con enojo—. Parece que os tendré que sacar de esto.
El oso desapareció de mi mano. Una figura traslúcida, muy parecida a una columna de humo que hubiera adoptado la forma de un joven y fatuo noble de aproximadamente la época de Luis XIV, se materializó justo frente a los Tecnomantes.
—¡Vaya, os digo! Una noche preciosa para pasear, ¿verdad? —Simkin agitó con languidez su pañuelo naranja.
Debo reconocer en favor de los Tecnomantes, que habrían sido más que humanos si no se hubieran sobresaltado ante la aparición que acababan de contemplar, pero también hay que reconocer que mantuvieron una calma sorprendente. Uno de ellos, una mujer, introdujo la mano en la tela ceñida de su traje plateado, levantó un pedazo y un artilugio tomó forma en la misma tela.
—¿Qué es esta cosa? —preguntó el otro Tecnomante, un hombre a juzgar por la voz. La cabeza sin rostro contemplaba a Simkin.
—Lo estoy analizando en este momento —respondió la mujer.
—¿Analizándome? ¿Con eso? —Simkin dedicó al aparato una vitriólica ojeada y sonrió con aire satisfecho. Parecía encontrar todo aquello hilarante—. ¿Qué dice que soy? ¿Espíritu? ¿Espectro? ¿Aparición? ¿Fantasma? ¿Demonio? ¡Ya lo sé...
doppelgänger
! No, mejor aun, duende.
Se deslizó a un lado, y estiró la cabeza para intentar echar una ojeada al aparato.
—A lo mejor no estoy aquí en realidad. A lo mejor tenéis una alucinación. Falta de sueño. Un mal viaje con ácido. O tal vez os estáis volviendo locos. —Parecía ansioso por ayudar.
—Magia residual —informó la mujer. Cerró el aparato y lo volvió a introducir en el interior del traje, que pareció engullirlo por completo—. Ya dimos por sentado la probabilidad de que quedaran bolsas de restos de magia por todo Thimhallan.
—¡Magia residual! —Simkin se estremeció, su voz se quebró ofendida; la emoción apenas le permitía hablar—. ¡Yo! ¡Simkin! ¡El niño mimado de los reyes, juguete de emperadores! ¡Yo! ¡Restos de magia! ¡Como si fuera un maldito bocadillo mohoso!
El Tecnomante volvía a informar.
—Comprobadas las voces, señor. No hay motivos para preocuparse. Magia residual. Un fantasma insustancial, posiblemente un eco. Ya nos advirtieron de esa posibilidad. No significa una amenaza.
Calló un instante, escuchando, y luego añadió:
—Sí, señor.
—¿Nuestras órdenes? —preguntó la mujer.
—Continuar. Los otros equipos están en sus puestos y avanzando.
—¿Qué hacemos con esta cosa? —La mujer señaló a Simkin—. Posee voz. Podría advertir al sujeto.
—Poco probable —respondió el hombre—. Los ecos repiten estúpidamente las palabras que oyen decir a otros. Imitan, como loros, y al igual que los loros, en ocasiones dan la impresión de parecer inteligentes.
Me es imposible describir la expresión del rostro de Simkin. Sus ojos parecían a punto de saltar de las órbitas, la boca se abría y cerraba. Quizá por vez primera en su vida —que, si se tenía en cuenta que probablemente era inmortal, desde luego había sido muy larga— se había quedado sin habla.
El hombre reinició la marcha. La mujer pareció más indecisa. Su rostro plateado se volvió hacia Simkin.
Éste flotaba en el aire, con un aspecto más nebuloso que cuando había tomado forma por primera vez; una voluta de humo y seda naranja que parecía como si fuera a salir volando con un soplido.
—Creo que deberíamos deshacerlo —manifestó la mujer.
—Desobedeceríamos las órdenes —replicó él—. Alguien podría ver el fogonazo y dar la alarma. Recuerda que esos malditos
Duuk-tsarith
también andan por aquí.
—Supongo que tienes razón —asintió ella con cautela.
Los dos siguieron adelante, avanzando con paso rápido por la carretera en dirección a El Manantial.
Eliza y yo nos mantuvimos inmóviles hasta que se encontraron a suficiente distancia para no poder oírnos. Acallé a la joven cuando hizo ademán de hablar, pues comprendí por los movimientos rápidos y seguros de los Tecnomantes que éstos poseían alguna especie de visión nocturna y temía que también poseyeran tecnología que acrecentara su capacidad auditiva.
Cuando hubieron desaparecido, hundiéndose en una depresión del camino, me coloqué con cuidado donde pudiera observar mejor. Imaginé por sus palabras lo que estaba sucediendo, pero tenía que verlo por mí mismo.
Aquí y allí por toda la ladera, unas figuras, que emitían un fulgor plateado bajo la macilenta luz, formaban un cordón alrededor de El Manantial, moviéndose hacia él, cercándolo.
—¿Quiénes son? ¿Qué son? —quiso saber Eliza.
—Seres malvados —indiqué por señas, y ella no necesitó traducción.
—Han venido en busca de la Espada Arcana, ¿verdad? —inquirió temerosa.
Hice un gesto de asentimiento y recordé los objetos relucientes de la sala.
—Serían capaces... —Tuvo que callar unos segundos para conseguir el valor necesario para hablar—. ¿Serían capaces de matar para conseguirla?
Volví a asentir, de mala gana.
—No creerán a papá cuando les diga que no tiene la espada —dijo Eliza febril, imaginando lo que sucedería, tal y como yo también imaginaba—. Creerán que miente, que intenta evitar que se apoderen de ella. Si se la entregamos, a lo mejor nos dejarán en paz. ¡Debemos devolverla! Iremos por el atajo.
No se me ocurría otra salida. Pero me dije que incluso tomando el atajo, cargados como íbamos con la pesada espada y obligados a mantenernos entre las sombras, llegaríamos mucho después de que los Tecnomantes hubieran asaltado el edificio.
¡Simkin! Simkin podía avisar a Joram, podía decirle que nosotros teníamos la espada y la llevábamos de regreso.
Me volví para mirar la diáfana figura que flotaba sobre la carretera, mientras las palabras «magia residual» golpeaban mi rostro abrasadoras como el ardiente viento del desierto.
—¿No soy una amenaza? ¡Bien, ya lo veremos! —exclamó Simkin—. ¿Merlin? ¿Merlin, dónde estás? Desde luego, jamás apareces cuando se necesita tu ayuda. ¡Viejo estúpido! —Y tras pronunciar estas palabras, desapareció.
—Vuestro bufón está aquí para salvaros de vuestro desatino. Eso suena bastante bien. Debo recordarlo.
Simkin
, La Profecía
Esperaba que Simkin hubiera adivinado mi pensamiento y marchado a advertir a Joram y a los otros del peligro. No obstante, puesto que sabía lo caprichoso y errático que era Simkin, mi esperanza era una empresa desesperada. Y no confiaba demasiado en la posibilidad de contar con Merlin —con «y» o con «i»— para que nos salvara.
—¡Corre! —dijo Eliza, cogiendo mi mano y arrastrándome de nuevo entre los árboles—. ¡Este camino es más corto! Atravesaremos los campos.
Teníamos que cruzar el muro, lo cual no parecía difícil, ya que era muy bajo. No obstante, la larga falda y la capa entorpecían los movimientos de Eliza, que necesitaba ambas manos para trepar. Me miró a los ojos y, sin apenas vacilar, me entregó la Espada Arcana, envuelta en su manta de tela.
Comprendí enseguida lo que había querido decir sobre una carga. El peso del arma era considerable, ya que estaba hecha de hierro, mezclado con piedra-oscura, y había sido diseñada para ser empuñada por un adulto de una fuerte constitución física. Pero por pesada que fuera, pesaba mucho más en el corazón que en las manos. Al sostenerla, tuve una fugaz visión del alma que la había forjado... un siniestro torbellino de temor y cólera.
Aprendidas las amargas lecciones, Joram había ascendido penosamente desde la oscuridad de su alma, se había salvado a sí mismo de ahogarse en las peligrosas aguas. Había devuelto la Espada Arcana original a la piedra de la que estaba hecha; había liberado la magia por el universo y, aunque había destruido un mundo, había salvado las vidas de muchos miles que de lo contrario habrían perecido en la gran guerra que la Tierra había emprendido contra Thimhallan. Si Joram no caminaba bajo la luz, al menos podía sentir el sol sobre su rostro alzado.
La Espada Arcana había desaparecido de su vida; pero la cólera y el miedo lo empujaron a forjarla de nuevo.
Eliza pasó al otro lado del muro. Cuando se volvió y extendió las manos y yo le devolví la espada, me vino a la mente la cita bíblica sobre los pecados de los padres.
Ascendimos penosamente por una larga ladera cubierta de vegetación, avanzando con cautela, sin dejar de mirar en todas direcciones en busca de los Tecnomantes de brillantes ropas plateadas. No vimos ninguno; probablemente —me dije— porque ya se encontraban cerca de su objetivo. No avanzamos demasiado deprisa. Las nubes cubrieron el cielo, ocultando las estrellas, oscureciendo la noche, y no nos fue fácil encontrar el camino.
Por fin llegamos a lo alto de la colina. No muy lejos de nosotros, pude distinguir las desperdigadas piedras blancas que señalaban el sendero. Estaba sin aliento y Eliza, que mantenía mi paso valerosamente, respiraba pesadamente debido al doble esfuerzo de trepar y transportar la espada. Contemplé el sendero con desesperación. No parecía tan empinado ni largo cuando lo bajé. Cansados como estábamos, me pregunté cómo podríamos arreglárnoslas, incluso sin el arma.
Me volví hacia la joven y vi mi desaliento reflejado en su pálido rostro. Sus hombros y brazos debían arder de cansancio. La punta de la espada chocó contra el suelo pedregoso, produciendo un sonido metálico.
—Debemos seguir —dijo, y no era a mí a quien exhortaba a realizar un nuevo esfuerzo, sino a sí misma.
Estaba a punto de ofrecerme a llevar la espada, para que pudiera descansar, cuando una violenta explosión sacudió el terreno. El suelo se estremeció bajo nuestros pies, y el estallido resonó en las montañas hasta que finalmente se desvaneció en la distancia.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió Eliza.
Yo no tenía ni idea. Aunque las tormentas rugían en el valle a nuestros pies, aquel sonido no había sido el de un trueno. Era demasiado agudo y yo no había visto ningún relámpago. Levanté la vista en dirección a El Manantial, aterrado ante la perspectiva de ver fuego y humo en el edificio.
La lógica calmó mis temores. Los Tecnomantes jamás destruirían El Manantial si no encontraban la espada.
La explosión y la preocupación que ésta provocó nos dieron nuevas energías. Reanudamos la ascensión pero, por segunda vez, un sonido extraño nos hizo detener. Éste se oyó más cerca y era más aterrador. Era el sonido de pisadas, que nos seguían a muy poca distancia.
Nos encontrábamos en campo abierto, sin un lugar donde ocultarnos; además, ya no teníamos fuerzas para correr y, en cualquier caso, no habríamos conseguido llegar muy lejos, con la pesada espada.
Eliza oyó las pisadas al mismo tiempo que yo. Nos volvimos y tales son las incongruencias de la mente que mi primer pensamiento fue de alivio: si los Tecnomantes nos capturaban, ¡no tendría que trepar por esa maldita colina!
La persona que se acercaba era una negra sombra recortada contra el telón de fondo de los árboles, tan oscura que no conseguí distinguir sus facciones. Al menos, pensé, y mi corazón volvió a latir, aquella persona no iba vestida de color plateado.
—Reuven y Eliza, ¿podéis esperar un momento? —pidió una voz nítida, una voz de mujer.
La mujer se materializó entre las sombras de la noche, y mientras se acercaba encendió una linterna y la enfocó sobre nosotros.
Parpadeamos deslumbrados por la potente luz, desviamos el rostro, y ella apartó la linterna, dirigiéndola hacia sus pies.
—¿Qué quieres? —preguntó Eliza, con voz sonora y sin miedo—. ¿Por qué nos detienes?
—Porque no debéis regresar a casa —respondió la mujer—. No hay nada que podáis hacer para ayudar, pero sí mucho que podría resultar perjudicial. Por suerte, la Espada Arcana ha quedado fuera de sus manos. Sería una locura desaprovechar esta oportunidad.
—¿Quién eres? —preguntó Eliza con frialdad, aferrando con fuerza la empuñadura de la espada.
La mujer se colocó ante nosotros, y mantuvo la luz dirigida hacia ella para que pudiéramos verla. De todas las visiones extrañas que habíamos tenido esa noche, esta mujer parecía la más extraña, la más incongruente.
Vestía una especie de traje militar de faena y una chaqueta verde de aviador. Llevaba el pelo muy corto, casi cortado a cepillo; tenía unos ojos muy grandes, pómulos muy marcados, y mandíbula y barbilla prominentes. Era alta —más de metro ochenta— y fornida, y su edad era difícil de adivinar. Desde luego era mayor que yo, puede que unos diez años más. Diez diminutos pendientes en forma de soles, lunas y estrellas centelleaban arriba y abajo de su oreja izquierda, y su nariz y la ceja derecha estaban agujereadas. Podría muy bien haber salido de un bar del Soho londinense.
La mujer rebuscó en un bolsillo cerrado con cremallera hasta conseguir sacar algo; luego dirigió la luz hacia el objeto, abrió de golpe una desgastada funda de piel y mostró un carné de identidad. La luz era tan potente que no pude leer la tarjeta y además ella apartó enseguida la luz. Era una agente de algo, o al menos eso es lo que creo que decía el carné, pero no estoy muy seguro.
—No importa. Jamás habéis oído hablar de la gente para la que trabajo —repuso la mujer—. Somos una organización poco conocida.
—Tengo que regresar —dijo Eliza, mirando hacia lo alto de la montaña intentando descubrir su casa en la oscuridad—. Mis padres y el Padre Saryon están allí solos. Y sin la espada, están en peligro.
—Correrían más peligro con la espada. No hay nada que puedas hacer, Eliza —respondió la mujer.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó la muchacha, dirigiendo una mirada suspicaz a la mujer—. Y el de Reuven. También sabías su nombre.
—Nuestra agencia tiene informes sobre vosotros dos. No os alteréis, tenemos informes sobre todo el mundo. Me llamo Scylla —prosiguió.
La CIA, pensé, o tal vez la Interpol. El FBI o el Servicio Secreto de Su Majestad. Alguna especie de agencia gubernamental. Resulta curioso, porque yo siempre me había mostrado muy cínico con respecto al gobierno, pero mientras permanecíamos allí de pie en la oscuridad la idea de que alguna inmensa y poderosa organización cuidaba de nosotros resultaba en cierto modo reconfortante.