El legado de la Espada Arcana (17 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El legado de la Espada Arcana
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—Las cosas van a cambiar, ¿verdad, Reuven? Nuestra vida va a cambiar.
Su vida
va a cambiar. —Volvió la mirada de nuevo hacia su padre—. Y todo es por mi culpa. He ansiado la llegada de este día, he rezado para que llegara. No me daba cuenta... ¡Oh, papá, lo siento! ¡Lo siento tanto!

Arremangándose las largas faldas, me abandonó, corriendo escaleras arriba con las largas zancadas que igualaban a las de Joram. Yo no habría podido mantener aquel paso ni aunque mi vida hubiera dependido de ello; por lo tanto, no me sentí desilusionado por quedarme atrás. Necesitaba tiempo para ordenar mis pensamientos. Los seguí con pasos lentos y penosos.

Eliza alcanzó a su padre. Enlazó su brazo con el de él y apoyó la cabeza sobre su hombro. Él la envolvió en un cariñoso abrazo, acariciando y alisando sus negros rizos.

Cada uno rodeando al otro con el brazo, siguieron escaleras arriba hasta llegar a la zona donde vivían, y allí desaparecieron de mi vista.

Seguí ascendiendo, las fuerzas socavadas por el terrible dolor que sentía en las piernas, y la quemazón de mis pulmones y corazón. Allá abajo, oía a las ovejas, cómodas y a salvo en su cobertizo, balando satisfechas mientras se instalaban para pasar la noche. En la lejanía, el retumbo del trueno; otra tormenta que asolaba los territorios situados al pie de las montañas.

Me pregunté entonces, ¿qué sucedería con las ovejas cuando nos lleváramos a Joram y a su familia de su hogar? Sin su pastor, morirían.

12

El pomo redondeado de la empuñadura unido al largo cuello de la empuñadura misma, junto con los cortos y toscos brazos que formaban la cruz, y el estrecho cuerpo de la hoja, convertían aquella arma en una macabra parodia de un ser humano.

La Forja

De pronto pensé que me perdería la reunión, el primer encuentro entre mi señor y Joram, y aquel temor me empujó escaleras arriba a un paso mucho más rápido del que me habría creído capaz. Estaba sin aliento cuando llegué a lo alto. Empezaba a oscurecer y se habían encendido las luces en el interior de la zona en la que vivían y de ese modo conseguí encontrar sus habitaciones, pues la mayor parte del edificio estaba oscuro y abandonado.

Mis temores resultaron infundados. Al entrar por la puerta más próxima a las luces, recorrí un pasillo oscuro que conducía a lo que, en los tiempos de esplendor de El Manantial, sin duda había sido el dormitorio común, donde residían los catalistas jóvenes en período de preparación. Lo digo, por las innumerables habitaciones diminutas que daban al pasillo central. En cada habitación había una cama, un escritorio y un lavabo. Las paredes de piedra estaban heladas, las habitaciones polvorientas y oscurecidas por la tristeza que se apodera de un lugar cuando la vida que lo inundaba desaparece.

En este pasillo perdí de vista las luces de la residencia de Joram, pero las volví a encontrar cuando entré en una enorme sala abierta que probablemente había sido un comedor. Oí voces procedentes de una puerta situada a mi izquierda, y pasé de la oscuridad y el frío a la luz y el calor. Una cocina, que en el pasado había alimentado a varios cientos, era ahora no sólo la cocina, sino el punto central de la vivienda de Joram y su familia.

No me costó ver el motivo de su elección. Un enorme hogar de piedra facilitaba luz y calor. Veinte años antes, cuando El Manantial había rebosado de vida, los magos contratados para trabajar con los catalistas habrían conjurado fuego para cocinar la comida y calentar el cuerpo. Puesto que Joram no poseía ningún tipo de magia, se veía obligado a cortar y llevar la madera hasta la chimenea. Las llamas chisporroteaban y bailoteaban, con humo y chispas ascendiendo por el tiro de la chimenea. Disfruté con aquel calorcillo, pues el aire empezaba a refrescar afuera, con la puesta del sol.

Saryon y Gwen estaban sentados cerca del fuego; ella pálida y silenciosa, con la mirada fija en las llamas. De vez en cuando desviaba la vista hacia el fondo de la habitación, en parte expectante, en parte temerosa. Saryon, inquieto, se levantó de improviso y empezó a deambular sin rumbo por la estancia; luego, con la misma brusquedad, volvió a sentarse. Joram no estaba allí y temí que rehusara ver a Saryon, algo que habría herido terriblemente a mi señor. Entonces Eliza entró casi al mismo tiempo que yo, aunque por una puerta situada al otro extremo.

—Papá os da la bienvenida, Padre Saryon —dijo, yendo a detenerse ante el catalista, que se levantó para ir a su encuentro—. Por favor, sentaos y poneos cómodo. Papá ha ido a lavarse y a cambiarse de ropa. Enseguida se reunirá con nosotros.

Me sentí aliviado y creo que también Saryon, pues sonrió y lanzó un profundo suspiro antes de regresar a su asiento. Gwen se movió, al oír esto, y dijo que debíamos tener hambre y que prepararía la cena. Aunque Eliza se había empleado a fondo para intentar borrar las huellas, vi que había estado llorando.

La joven indicó que estaba segura de que me gustaría lavarme, lo que era cierto, y se ofreció a mostrarme el camino. Atravesé la habitación para ir a su encuentro. A ambos nos observaba el oso de juguete con la cinta naranja alrededor del cuello, que estaba sentado en una silla pequeña, construida sin duda especialmente para una criatura. Justo cuando pasábamos por su lado, el oso dio un bandazo y se cayó del asiento, dándose de narices contra el suelo.

—Pobre Teddy —indicó Eliza bromeando. Lo levantó del suelo, le quitó el polvo con la mano y luego le dio un beso en lo alto de la desgastada cabeza, antes de acomodarlo mejor en la silla—. Sé bueno, Teddy —le reprendió, sin abandonar su tono juguetón—, y tendrás pan y miel para cenar.

Al echar una ojeada a mi espalda en dirección al muñeco, vi que Simkin esbozaba una sonrisa afectada.

Eliza me condujo a la zona donde vivía su familia, habitaciones que según me dijo habían pertenecido a los catalistas de rango más elevado. Estas habitaciones eran más grandes y mucho más cómodas que las celdas estrechas ante las que había pasado antes. La joven me acompañó hasta la que estaba al final de pasillo.

—Aquí es donde pasarás la noche —dijo, abriendo la puerta.

Un fuego brillaba en la pequeña chimenea, y la cama estaba cubierta con sábanas limpias, perfumadas con aroma de espliego. El suelo estaba recién barrido, y mi mochila descansaba sobre él, cerca de la cama. Sobre la mesilla de noche había una jarra de humeante agua y una palangana. La joven me indicó dónde encontrar las dependencias exteriores.

—No es necesario que te des prisa —manifestó—. Papá se está lavando y nadando un poco como cada noche. Todavía tardará media hora.

Al igual que su madre, se la veía pálida y preocupada. Sólo la había visto sonreír cuando jugaba con Teddy y aquella sonrisa se había desvanecido rápidamente. Estaba a punto de salir para dejarme solo cuando yo la detuve.

Puesto que teníamos tiempo, escribí en mi agenda: «Cuéntame más cosas sobre Teddy».

—Ya te dije que lo encontré en la vieja guardería —contestó, y la sonrisa regresó a sus labios—. Lo llevaba a todas partes conmigo... iba con papá a cuidar de las ovejas, con mamá para trabajar en el jardín y lavar la ropa.

»Pensarás que esto es una estupidez. —Sus mejillas se ruborizaron levemente—. Pero creo recordar que Teddy me contaba historias... sobre hadas y gigantes, dragones y unicornios. —Rió cohibida—. Supongo que las inventé todas yo misma y era yo quien se las contaba a Teddy, pero tengo la extraña impresión de que era al revés. ¿Qué crees tú?

No recuerdo qué respondí. Algo relacionado con la viva imaginación que tenían las criaturas solitarias. ¿Qué podía decir? ¡No era yo quien debía contarle la verdad sobre Simkin!

Ella contestó que sin duda eso debía ser cierto y empezó a dirigirse a la puerta, pero se detuvo, justo antes de cerrarla.

—Ahora que las recuerdo, algunas de las historias eran bastante horribles. Relatos sobre duquesas que perdían la cabeza a base de estornudos y cómo esas cabezas iban a parar a la sopa, y condes enterrados vivos por error y reinas de las hadas que capturaban hombres y los convertían en sus esclavos. ¡Vaya diablillo morboso que debo haber sido!

Con otra carcajada, me dejó allí, cerrando la puerta tras ella.

El caótico y traidor Simkin era muy capaz de llevar a la ruina a adultos sólo por divertirse. Me escandalizó que Joram y Gwen —Joram en especial, que sabía lo que era Simkin— hubiera permitido que fuera el compañero de juegos de su hija. Sin embargo, estaba claro que no había causado ningún daño a la pequeña y, en cambio, le había proporcionado agradables, aunque extraños, recuerdos infantiles.

¿Qué sucedería cuando nos lleváramos a Joram y a su familia de vuelta a la Tierra? Eliza querría llevarse con ella a su «osito». La imagen de Simkin suelto por la Tierra resultaba tan espantosa, que tomé nota mentalmente de discutir el tema con Saryon, quien, inquieto y preocupado, sin duda no había pensado en esta cuestión.

Encontré las dependencias exteriores —una para los hombres y otra para las mujeres—, que sin duda se remontaban a los inicios de la existencia de El Manantial. Estaban tan limpias como era posible mantenerlas, pero al estar al aire libre, me hicieron pensar en que uno de los mejores logros de la humanidad había sido la creación de las instalaciones sanitarias.

De vuelta en mi habitación, me lavé en la palangana —envidiando a Joram su baño—, me peiné y cambié de ropa. Vestido con unos vaqueros azules limpios y un jersey de trenzas blanco que había comprado en Irlanda y que era uno de mis preferidos, regresé a la vivienda.

Eliza y su madre estaban muy atareadas en la cocina. Ofrecí mis servicios y me pidieron que cortara rebanadas de pan recién horneado, que se había estado enfriando sobre una rejilla. Eliza colocó cuencos de frutos secos y brescas llenos de miel que sabía a trébol. Gwen revolvía una olla de alubias con cordero, lo que me hizo comprender que las ovejas no servían tan sólo para producir lana para sus vestidos, sino también carne para la mesa.

Saryon me miró con cierta ansiedad, cuando Gwen empezó a hablar sobre el cordero, pues yo había sido famoso, de más joven, por expresar mi reprobación a aquellas personas que comían carne ante el anfitrión de turno y en la propia mesa, por lo general mientras los comensales daban buena cuenta de unas costillas de primera calidad. Le sonreí y sacudí la cabeza, e incluso acepté la responsabilidad de probar las alubias, cuando Eliza las ofreció, para comprobar si estaban bien sazonadas.

Creo que eran suaves. No lo recuerdo. Fue entonces cuando ella me acercó la cuchara a los labios, cuando me di cuenta de que me estaba enamorando de la muchacha.

En ese instante, Joram entró en la estancia.

No podía verlo, desde el ángulo de la cocina en el que me encontraba, pero lo supe por la visión del rostro de Saryon, que se había vuelto blanco como el hueso pulido. Gwendolyn y su hija intercambiaron miradas; miradas conspiradoras. Habían decidido que nosotros tres permaneceríamos en la cocina, para que Saryon y Joram pudieran estar a solas en la zona de estar.

Joram se colocó dentro de mi campo visual, y se me cayó el alma a los pies, pues aparecía tan sombrío y estoico y frío como lo había visto en la ladera de la montaña. Saryon se puso en pie muy erguido, con las manos a los costados, y los dos se contemplaron mutuamente un buen rato sin moverse ni hablar. Yo no sabía qué temía; tal vez que el recién llegado censurara a su mentor y lo echara de la casa. Podía esperar cualquier cosa de este hombre severo y orgulloso.

Eliza y Gwen se cogieron de la mano. Mis propias manos se quedaron heladas y me preocupó mi señor, que había empezado a hundir los hombros y parecía no encontrarse nada bien. Decidí acercarme a él, y ya había dado un paso en esa dirección, cuando Joram extendió los brazos, rodeó a Saryon con ellos y lo envolvió en un fuerte abrazo.

—Mi muchacho —murmuró mi señor con voz entrecortada, acariciando al adulto en la espalda como tal vez el catalista había acariciado amorosamente en el pasado al bebé—. ¡Mi querido muchacho! Cómo me alegro de... Tú y Gwen... —Saryon se derrumbó por completo.

Gwen lloraba con el rostro oculto en el delantal. Eliza observaba de pie, con las lágrimas rodando libremente por sus mejillas, y una triste y dulce sonrisa en los labios. Yo también tenía lágrimas en los ojos, y las sequé rápidamente con la manga de mi suéter.

Joram se irguió. Era más alto que mi señor, pues Saryon se había ido encorvando con los años. El hombretón colocó las manos —tostadas y encallecidas— en los hombros de su viejo amigo y sonrió brevemente, sombrío.

—Bienvenido a nuestro hogar, Padre —dijo, y su tono contradecía su gesto cariñoso, pues la voz era fría y lúgubre—. A Gwen y a mí nos alegra que nos hayáis venido a ver.

Se volvió hacia ella y su semblante sombrío se animó un tanto cuando sus ojos se posaron en su esposa, como si el sol se hubiera abierto paso por entre las nubes y brillara en su rostro. Su tono de voz para con ella se dulcificó.

—Nuestros invitados deben estar hambrientos. ¿Está lista la cena?

Gwen se secó rápidamente los ojos con un extremo del delantal y respondió, con voz débil, que la mesa estaba dispuesta y nos invitó a sentarnos. Hice intención de ayudar a servir, pero Eliza se negó, yo me sentaría con los hombres.

Joram ocupó su puesto en la cabecera de la larga mesa de madera, y colocó a Saryon a su derecha. Yo me senté al lado del catalista, a la izquierda de mi señor.

—Creo que ya conoces a Reuven —dijo Saryon con suavidad—. Es mi ayudante y amanuense. Él escribió tu historia, Joram. A petición del rey Garald, para que los habitantes de la Tierra comprendieran a nuestra gente. Los libros recibieron una buena acogida. Me parece que te gustarían.

—¡Me encantaría leerlos! —exclamó Eliza, colocando la escudilla de humeantes alubias sobre la mesa. Juntó las manos y me miró con admiración—. ¡Escribes libros! No me lo habías dicho. ¡Qué estupendo!

Mi rostro estaba tan enrojecido que se podría haber tostado pan sólo con acercarlo a mis mejillas. Joram no dijo nada. Gwen murmuró algo educado; no estoy seguro de qué fue lo que dijo, no podía oír nada por culpa del martilleo de la sangre en mi cabeza y la confusión de mis pensamientos. Eliza era muy hermosa; y me contemplaba con respeto y admiración.

Romance a bordo, me reconvine con severidad. Os encontráis en un lugar extraño y exótico, y os conocéis en unas circunstancias excepcionales. No sólo eso, sino que yo soy el primer hombre aproximadamente de su edad que ha conocido nunca. Sería todo un error por mi parte aprovechar esta situación. Necesitará un amigo, en ese nuevo y espléndido mundo al que va a ir, y yo seré ese amigo y si, una vez que haya conocido a los cientos de miles de otros jóvenes que reclamarán toda su atención, resulta que todavía me mira con buenos ojos, yo estaré esperándola.

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