La ayudante regresó a la nave, para presentar sus quejas al general. El comandante de la base me acompañó hasta el vehículo de transporte, y me dio algunas instrucciones para refrescarme la memoria sobre el funcionamiento del aparato; instrucciones que lo único que lograron fue aturdirme por completo. Arrojé la mochila sobre el asiento trasero y abandoné el vehículo para ir a buscar a Saryon, que, en su impaciencia, había empezado a andar en dirección a las lejanas montañas.
No había dado ni seis pasos cuando el comandante me llamó. Me volví y lo vi recogiendo algo del suelo.
—Tome. —Me lo entregó—. El Padre dejó caer esto.
Me entregó la faltriquera de cuero de Saryon, uno de los pocos objetos que se había llevado con él de Thimhallan. La recordaba bien, pues ocupaba un lugar de honor en su estudio, cuidadosamente colocada en una pequeña mesa cerca de su escritorio. Yo siempre sabía cuándo mi señor pensaba en Joram o en el pasado, porque ponía su mano sobre la faltriquera, acariciando con los dedos el desgastado cuero.
Consideré conmovedor que la hubiera llevado con él, tal vez a modo de reliquia sagrada que volver a consagrar. Lo que no podía imaginar era cómo —queriendo como quería aquel objeto— lo había dejado caer sin darse cuenta. Tras dar las gracias al comandante, puse la faltriquera en el asiento trasero junto a la mochila, y luego fui en busca de mi señor.
—Vehículo aéreo —dijo, y me dirigió una inquisitiva mirada—. ¿Quién va a conducir?
—Yo, señor —indiqué por señas—. O lo hago yo o lo hará la ayudante del general, y sé que vos no queréis que nos acompañe un extraño.
—Preferiría esa alternativa a verme aplastado contra un árbol —comentó él, irritado.
—Ya he conducido un vehículo aéreo antes, señor —contesté.
—¡En un parque de atracciones! —exclamó Saryon.
Yo esperaba que en su excitación hubiera olvidado aquella circunstancia, pero no era así.
—Iré en busca de la ayudante del general, señor —dije por señas, e inicié el camino de regreso a la nave.
—Espera, Reuven.
Giré sobre mis talones.
—¿Realmente... realmente sabes conducir uno de esos artilugios? —Dirigió una nerviosa mirada al vehículo.
—Bueno, señor. —Me relajé, sonreí y me encogí de hombros—. Puedo intentarlo.
—Muy bien.
—¿Conocéis el camino? —quise saber—. ¿Adónde nos dirigimos?
Él volvió a mirar la extensión de tierra que teníamos delante, en dirección a las montañas que se elevaban, en el horizonte con las cumbres nevadas.
—Ahí —indicó—. El Manantial. El único edificio que quedó en pie, tras las terribles tormentas que descargaron sobre el mundo después de la destrucción del Pozo de la Vida. Joram y Gwendolyn se refugiaron allí, y allí, según el rey Garald, es donde todavía viven.
Empezamos a andar de regreso al vehículo aéreo.
—Tenemos setenta y dos horas —le dije— antes de que parta la última nave.
—¿Tan poco tiempo? —preguntó, y me dedicó la misma mirada atónita que yo había dedicado al comandante.
—Sí, señor. Pero seguramente no tardaremos tanto, una vez que hayáis advertido a Joram del peligro.
Saryon empezó a menear la cabeza. Me pregunté si debería contarle lo que el comandante de la base me había dicho sobre la locura de Joram pero decidí que era preferible callarlo. No quería aumentar sus preocupaciones. Mis investigaciones para el libro habían parecido indicar que Joram era un maníaco depresivo y consideré bastante probable que el aislamiento en el que vivía, junto con la tensión provocada por la llegada de los Tecnomantes, podrían haberlo llevado a una situación extrema.
Al llegar al coche, abrí la puerta para Saryon y vi el trozo de cuero echado sobre el asiento posterior. Lo señalé con el dedo.
—Se os cayó —le dije por señas—. El comandante de la base lo encontró.
Mi señor contempló la faltriquera, perplejo.
—No pude dejarla caer. No la traje. ¿Por qué tendría que haberlo hecho?
—¿Es la vuestra? —inquirí, pensando que a lo mejor pertenecía a alguien de la base.
—Se parece mucho a la mía —confirmó él, examinándola con atención—. Un poco más nueva, tal vez, no tan desgastada. Es curioso. Algo así no puede pertenecer a ninguna persona de la base, porque ¡nada parecido se ha fabricado desde hace veinte años! Debe de ser la mía... hmm. Qué extraño.
Le recordé que había estado aturdido y trastornado, que tal vez la había traído y no lo recordaba. También insinué que su memoria ya le había fallado antes: nunca recordaba dónde había puesto las gafas de leer.
Reconoció alegremente que yo tenía razón y admitió que le había pasado por la mente coger la faltriquera, pero había temido perderla. Creía que la había dejado en su lugar habitual.
El trozo de piel se quedó sobre el asiento trasero; nosotros subimos al coche y yo me concentré en recordar todo lo que el comandante me había dicho sobre la conducción del vehículo. El curioso hallazgo de la bolsa se borró por completo de mi mente.
Saryon se acomodó en el asiento del pasajero. Lo ayudé con el cinturón de seguridad y luego sujeté el mío. Él me preguntó preocupado si no había más sujeciones de seguridad y le contesté, con más aplomo del que en realidad sentía, que éstas eran suficientes.
Oprimí el botón de encendido. El vehículo empezó a zumbar. Oprimí a continuación el botón señalado con la palabra REACTORES, y el zumbido aumentó de potencia, seguido por un silbido de los reactores. El vehículo se levantó del suelo. Saryon se agarró con fuerza a la manilla de la puerta.
Todo iba muy bien. El vehículo se iba elevando cuando mi señor dijo:
—¿No volamos demasiado alto? —preguntó con voz ronca.
Sacudí la cabeza, y tomando el volante, lo empujé un poco, con la intención de colocarnos en posición horizontal.
El volante era más sensible de lo que suponía, desde luego mucho más sensible que el del vehículo del parque de diversiones. El transporte dio un bandazo y se dirigió hacia el suelo a toda velocidad.
Tiré hacia atrás del volante, levantando el morro; pero al mismo tiempo aumenté la velocidad sin darme cuenta y salimos disparados hacia arriba y al frente con tal violencia, que la repentina sacudida casi nos parte el cuello.
—¡Que Almin nos proteja! —exclamó Saryon.
—Amén a eso, Padre —dijo una voz sepulcral.
Mi señor me miró boquiabierto y creo que le pasó por la mente que tal vez el zarandeo me había devuelto milagrosamente el habla. Hice un enérgico gesto negativo y le indiqué con un leve giro de cabeza —mis manos aferraban el volante con tanta fuerza que no me atrevía a soltarlo— que la voz había salido del asiento posterior.
Saryon se giró en su asiento y miró atrás con atención.
—Conozco esa voz —masculló—. ¡Pero no puede ser!
No sé qué era lo que yo esperaba; los
Duuk-tsarith
, supongo. Como no estaba muy seguro de cómo parar el vehículo, seguí conduciendo y por fin conseguí equilibrarlo. Miré fugazmente por el espejo retrovisor.
No había nadie atrás.
—¡Ay! ¡Vaya! —La voz tenía un tono picajoso ahora—. Esta enorme y maloliente bolsa verde me ha caído encima. Estoy completamente aplastado.
Saryon escudriñaba con evidente nerviosismo el asiento trasero y había empezado a rebuscar por todas partes.
—¿Dónde? ¿Qué?
Conseguí por fin detener el vehículo. Dejé los reactores encendidos para que siguiéramos flotando en el aire, y alargué una mano hacia la parte trasera, apartando la mochila.
—Muy agradecido —dijo la faltriquera.
—Dejadme ser vuestro bufón, mi Señor. Necesitáis uno, os lo aseguro.
—¿Por qué, imbécil? —preguntó Joram, la media sonrisa bailándole en los ojos.
—Porque sólo un bufón se atreve a decirte la verdad —dijo Simkin.
La Forja
—¡Simkin! —exclamó Saryon, tragando saliva—. ¿Eres tú?
—En carne y hueso. Cuero, en realidad —respondió la faltriquera.
—No puedes ser tú —dijo Saryon y su voz sonó temblorosa—. Estás... estás muerto. Vi tu cadáver.
—Que nunca se enterró —replicó la faltriquera—. Un terrible error. Tomemos por ejemplo las estacas, una atravesando el corazón. Eso o una bala de plata o un ramito de acebo en el talón. Pero todo el mundo estaba muy atareado esos últimos días, destruyendo el mundo y todo eso. Comprendo que me pasaran por alto.
—Acaba con estas tonterías —dijo Saryon con tono severo—. Si eres tú, conviértete en ti mismo. En tu forma humana, quiero decir. Esto me resulta desconcertante. ¡Hablar con un... un pedazo de cuero!
—Ah, he ahí un pequeño problema. —El bolsillo se retorció, sus ataduras de cuero se arrollaron sobre sí mismas en lo que podría haber sido una muestra de embarazo—. Yo no soy capaz de hacerlo. Lo de convertirme en humano. Creo que he perdido esa facultad. La muerte arrebata a uno bastantes cosas como decía el otro día a mi querido amigo Merlin. ¿Recuerdas a Merlin? ¿El fundador de Merilon? Un hechicero competente, aunque no tan bueno como algunos pretenden. Toda su fama la debe a su asesor de imagen. ¡Y escribir su nombre con una «y» griega! Quiero decir... ¡qué pretencioso! Pero claro cualquiera que se pasee por ahí vestido con un albornoz azul y blanco salpicado de estrellas...
—Insisto. —Saryon se mostró firme, sin hacer caso del desesperado intento de cambiar de tema. Estiró la mano para coger el pedazo de cuero—. Ahora. O te arrojaré por la ventanilla.
—¡No te desharás de mí con tanta facilidad! —repuso la faltriquera con tranquilidad—. Iré con vosotros, pase lo que pase. ¡No puedes imaginar lo aburrido que ha sido! Nada divertido, nada en absoluto. Arrójame fuera —advirtió cuando la mano de Saryon se acercó más—, y me convertiré en una pieza del motor de este vehículo tan fascinante. Y sé muy poco de piezas de motor —añadió, como si se le acabara de ocurrir.
Una vez recuperado del sobresalto inicial de oír hablar lo que consideraba un objeto inanimado, contemplé a Simkin con interés. De todos aquellos sobre los que había escrito, los relatos de mi señor con respecto a Simkin fueron los que más me intrigaron. Saryon y yo habíamos discutido amigablemente sobre qué era exactamente Simkin.
Yo mantenía que era un hechicero de Thimhallan con poderes extraordinarios; un prodigio, un genio de la magia, como Mozart era un genio de la música. Si a esto se añadía su caótica naturaleza, una afición desmesurada por la aventura y las emociones y una personalidad egocéntrica y superficial, nos encontrábamos ante una persona capaz de traicionar a sus amigos con sólo mover un pañuelo de seda naranja.
Saryon admitía que todo eso era muy cierto y que yo probablemente tenía razón; pero mantenía sus reservas.
—Hay cosas sobre Simkin que tu teoría no resuelve —dijo en una ocasión Saryon—. Creo que es viejo, muy viejo, tal vez tan viejo como el mismo Thimhallan. No, no puedo probarlo. Es sólo una sensación que tengo, por algunas cosas que ha dicho. Y sé con seguridad, Reuven, que la magia que realizaba no tiene una explicación posible. Es sencilla, matemáticamente, imposible. Haría falta más vida de la que un centenar de catalistas pueden conferir para que pudiera transformarse en una tetera o un cubo. ¡Y Simkin podría realizar estos trucos, como tú dices, con un movimiento de su pañuelo de seda naranja! Murió cuando la Tecnología invadió el reino.
—¿Qué crees que es, entonces? —había preguntado yo.
—No tengo la menor idea —había respondido Saryon esbozando una sonrisa y encogiéndose de hombros.
Mi señor hizo ademán de coger el trozo de cuero.
—¡Os lo advierto! —nos dijo Simkin—. ¡Carburador! No tengo ni idea de lo que es ni de lo que hace, pero el nombre me resulta atractivo. Me convertiré en un carburador si ponéis un solo dedo encima de mí...
—No te preocupes, no voy a arrojarte afuera —repuso Saryon con suavidad—. Al contrario, te voy a poner en un sitio seguro, donde generalmente llevaría la auténtica. Alrededor de la cintura. Bajo la túnica. Bien pegada al cuerpo.
La faltriquera desapareció tan de repente que empecé a dudar de mis sentidos, preguntándome si en realidad la había visto (y oído). En su lugar, en el asiento trasero del vehículo aéreo, había la imagen pálida y de aspecto efímero de un joven.
No tenía la apariencia de un fantasma, pues los fantasmas, por lo que he leído sobre ellos, son más sólidos. Resulta difícil de describir, pero habría que pensar en alguien que usara acuarelas para pintar la imagen de Simkin, y luego vertiera agua encima. Etéreo, transparente, se fundía con el paisaje y habría pasado desapercibido a menos que uno lo buscara expresamente. El único punto de color brillante de todo su cuerpo era un vestigio de desafiante color naranja.
—¿Ves en lo que me he convertido? —Simkin se mostraba afligido—. Una mera sombra de mi antiguo ser. ¿Y quién es tu silencioso amigo, Padre? ¿Se comió la lengua el gato? Eso me recuerda al conde de Marchbank. Un gato le comió la lengua en una ocasión. El conde comió atún para almorzar, y se durmió con la boca abierta. El gato entró en la habitación, olió el atún. Un espectáculo espantoso.
—Reuven es mu... —empezó a decir Saryon.
—Dejad que hable él por sí mismo, Padre —le interrumpió nuestro visitante.
—Mudo —prosiguió mi señor—. Es mudo. No puede hablar.
—Ahorra aliento para soplar sobre sus gachas, ¿eh? Debe devorar una gran cantidad de gachas frías. Y todo ese meneo de dedos. Querrá decir algo, supongo...
—Habla por señas. Así es como se comunica. Es unilateral —corrigió Saryon.
—Qué divertido —dijo él, con un bostezo—. ¡Vamos! ¿Podríamos ponernos en marcha? Es agradable volveros a ver y todo eso, Padre, pero siempre fuisteis un poco aburrido. Lo cierto es que tengo muchas ganas de volver a hablar con Joram. Ha pasado una eternidad. Una eternidad realmente.
—¿No has visto a Joram? ¿En todo este tiempo? —Saryon se mostró escéptico.
—Bien, hay una forma de «ver» y también hay otras muchas formas de «ver» —respondió Simkin evasivo—. «Ver» de lejos, estar de buen «ver», «ver» como se lleva a cabo la tarea, «ver» el cielo abierto, supongo que podrías decir que, realmente, he «visto» a Joram. Por otra parte, no lo he «visto», si comprendes lo que quiero decir.
«Para explicarlo de otro modo —añadió, cuando vio que ninguno de los dos comprendíamos—. Joram ignora que estoy vivo.
—Te propones venir con nosotros, hacer que te llevemos hasta Joram —dijo Saryon.