—Yo iré primero —dijo Saryon—. No os mováis hasta que os diga que todo está bien. Si el dragón me ataca, Scylla, Mosiah —los miró fijamente—, os pido que protejáis a mis niños.
—Lo prometo, Padre —respondió la mujer con reverencia, y levantó la espada, con la empuñadura por delante.
—Yo también lo prometo, Padre —dijo Mosiah, cruzando las manos—. Buena suerte. Siento... —Pero no acabó la frase.
—¿Sentir? —repitió Saryon con suavidad—. ¿Qué sientes, hijo mío?
—Siento lo de Joram.
Saryon enarcó las cejas. Después de todo, Joram llevaba muerto veinte años. Aunque claro, había estado muerto para ellos, no para Mosiah.
Eliza abrazó con fuerza al catalista. Parpadeó para librarse de las lágrimas y consiguió esbozar una sonrisa.
—Que Almin os acompañe, Padre —musitó—. Mi padre, el único padre que he conocido.
También yo lo abracé, llamándolo padre. Era el nombre que le correspondía, ya lo creo. Él pidió la bendición de Almin para todos nosotros y completamente solo entró en la sala.
Esperamos en el túnel, con los oídos en tensión a la espera del menor sonido. Yo estaba tan tenso que ni siquiera percibía el hedor.
—Dragón de la Noche —oyeron decir a Saryon en la oscuridad—. Tú me conoces. Sabes quién soy yo.
Se escucharon unos chirridos, como de una cabeza enorme resbalando sobre el suelo de piedra, un cuerpo inmenso que cambiara de posición. Y a continuación una pálida y fría luz iluminó la estancia.
Distinguimos a Saryon, una nítida silueta oscura recortándose en la blanca luz; pero no pudimos ver al dragón, pues su cabeza se encontraba muy por encima de Saryon, fuera de nuestro campo visual. Recordé que no debía mirar directamente a los ojos de la criatura.
Contuvimos la respiración a la espera de la respuesta, que podía significar la muerte instantánea. Eliza y yo nos cogimos de la mano.
—Te conozco —respondió el Dragón de la Noche, y en su voz se reflejaba el odio que sentía—. ¿Por qué vienes a perturbar mi descanso?
Volvimos a respirar. ¡El hechizo se había mantenido! Impulsivamente, Eliza me abrazó, y yo la rodeé con mis brazos. Mosiah nos dirigió una severa mirada de reprobación, pero ni él ni Scylla habían bajado la guardia. La mujer seguía manteniendo la antorcha bien alta en una mano y la espada en la otra. Él tenía los puños apretados, conjuros mágicos en la mente y en los labios. Nos recordó en silencio que seguíamos corriendo un gran peligro.
Aceptando la reprimenda, Eliza y yo nos separamos, pero nuestras manos volvieron a encontrarse en la oscuridad.
—He venido a librarte de tu carga —dijo Saryon—. Y a liberarte del hechizo. Esta joven es la heredera de Joram.
—Aquí estoy —contestó Eliza.
Se soltó de mi mano y entró en la sala. Scylla y yo hicimos intención de seguirla, pero Mosiah extendió los brazos, impidiéndonos el paso.
—¡Ninguno de vosotros fue mencionado en el encantamiento! —dijo—. ¡Podríais romperlo!
Era una advertencia sensata, pues no había duda de que él sabía más sobre talismanes y conjuros que nosotros. Me vi obligado a quedarme atrás, aunque necesité todo mi autocontrol para permanecer allí en el túnel y contemplar cómo Eliza se alejaba de mi lado, para acercarse al peligro.
Scylla estaba pálida, los ojos oscuros y enormes. También ella comprendía la sabiduría que encerraban las palabras del Ejecutor, pero le producía un dolor insoportable la idea de que su protegida fuera donde su caballero no podía seguirla. El sudor perló la frente de la mujer, que se mordió el labio inferior.
No podíamos hacer otra cosa que esperar.
Eliza y Saryon aparecían perfilados ante el dragón, bañados por aquella pálida luz blanquecina, que no iluminaba, sino que convertía todo lo que tocaba en un gris espectral.
—Está Muerta —dijo el dragón; y a continuación, con voz terrible, repitió la Profecía—: «Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción del mundo».
—Eso se decía de mi padre —dijo Eliza con orgullo y tranquilidad.
—Realmente eres lo que dices ser. Coge lo que es tuyo. Sácalo de mi guarida. Ha alterado mi sueño durante estos últimos veinte años.
Los dos se dirigieron hacia el enorme montón de piedras, situado justo a la izquierda de nuestro campo visual. Con la ayuda de la muchacha, Saryon empezó a mover las rocas, trabajando con rapidez. Ninguno de los dos deseaba permanecer allí más de lo estrictamente necesario. Nosotros tres, que los esperábamos, no nos atrevíamos ni a respirar, pues aunque no podíamos ver al dragón, sabíamos que era consciente de nuestra presencia. Su odio y aborrecimiento eran casi palpables. Deseaba matarnos, no para devorarnos, sino por venganza; pero el talismán lo contenía, aunque a duras penas.
Y al fin la tarea concluyó. Saryon y Eliza dirigieron su mirada al fondo del montículo, y por primera vez ella contempló la creación de su padre. Repelida, el valor la abandonó y se echó atrás. Luego, apretando los dientes, se inclinó y levantó la Espada Arcana.
De improviso, unas figuras enlutadas se materializaron en la oscuridad. Cinco nos rodearon a nosotros. Otras muchas aparecieron en la guarida del dragón con las negras túnicas y capuchas ofreciendo un fuerte contraste con la blanca luz.
—¡No os mováis! —les advirtió Mosiah en voz baja y apremiante—. ¡Salid deprisa antes de que sea demasiado tarde! ¡Nos destruiréis a todos!
—Silencio, traidor.
Uno de los
Duuk-tsarith
levantó una mano y Mosiah se dobló al frente presa de un dolor atroz y cayó de rodillas. Pero siguió mostrándose desafiador.
—¡Estúpidos! —consiguió jadear.
Scylla dio un paso al frente, con la espada en alto. El mismo
Duuk-tsarith
volvió a mover la mano, y la hoja de acero de la mujer se convirtió en agua, que discurrió por su brazo alzado, y cayó goteando en el suelo a sus pies. Boquiabierta y anonadada, contempló su mano vacía.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó el Padre Saryon enojado.
—Renunciad a la Espada Arcana —exigió uno de los Ejecutores, y se acercó a Eliza—. Entrégala y no os pasará nada.
—No os necesitamos. Dejadnos. ¡Nosotros llevaremos la Espada Arcana al emperador! —respondió Eliza con voz autoritaria.
—Ya no es emperador —replicó el
Duuk-tsarith
—. Garald y su falso y mentiroso Patriarca han sido depuestos. Nosotros gobernamos Thimhallan ahora. Entréganos la Espada Arcana.
—No tenéis derecho... —empezó a decir Eliza, retrocediendo.
Una roja llama brotó de las puntas de los dedos del enlutado Ejecutor, y adquirieron la forma de llameantes tentáculos que se alargaron para rodear a la muchacha y mantenerla prisionera.
Instintivamente, ella levantó la Espada Arcana para protegerse de la magia, y los tentáculos de fuego chocaron contra el arma. La piedra-oscura los absorbió con glotonería y empezó a relucir con una llama blanco azulada propia.
—La hija del traidor Joram ha sido condenada a muerte en este momento —declaró el Ejecutor.
La magia brotó como un torrente y se arremolinó entre chispazos.
—¡Detente! ¡No lances hechizos! —gritó Saryon aterrorizado. Dio un traspié al frente para colocarse entre Eliza y el
Duuk-tsarith
—. El dragón...
La Espada Arcana absorbía toda la magia. El metal parecía recalentado, el resplandor blanco azulado de la llama era deslumbrante, cegador...
El Dragón de la Noche rugió de furia y dolor. Desplegó las alas, y las mortíferas estrellas centellearon. El leviatán abrió los ojos de par en par y su luz enloquecedora llameó en el interior de la caverna. Saryon se sujetó la cabeza entre ambas manos y se tambaleó presa de un dolor insoportable, luego se desplomó en el suelo de roca. Una lluvia de letales estrellas blancas cayó a nuestro alrededor. Las negras ropas de los
Duuk-tsarith
se incendiaron, y ellos y sus hechizos se consumieron en una aterradora llamarada.
—¡Estúpidos! —repitió Mosiah, con la lúgubre tranquilidad de la desesperación—. ¡Nos habéis condenado a todos!
Busqué a Scylla, pero no la encontré. Desarmada y sola, debía haberse adelantado para luchar contra el dragón.
—¡Eliza! —grité, y corrí al interior de la cueva, no para salvarla, pues nada podía conseguirlo, sino para morir a su lado.
Corrí y fue como si hubiera saltado a un enorme precipicio. Extendí los brazos y descubrí que podía volar.
—¡Simkin es el mayor mentiroso del mundo! ¡No entiendo cómo puedes aguantarlo!
—Porque es un mentiroso divertido. Y eso hace que sea diferente.
—¿Diferente?
—Del resto de vosotros.
Mosiah y Joram
, La Forja
De nuevo aquella aterradora sensación de ser estrujado, de sentir cómo me arrebataban el aire de los pulmones, el cuerpo comprimido y aplastado como el de un ratón que intenta abrirse paso a través de una rendija minúscula. Mi vuelo finalizó brusca y dolorosamente en una voltereta que me llevó a rodar por una pendiente rocosa hasta que fui a chocar violentamente contra una pared de piedra.
Por un momento permanecí allí, aturdido, magullado y lleno de cortes, jadeando para recuperar el aliento como un pez fuera del agua. Temeroso del dragón, abrí los ojos, dispuesto a hacer lo poco que pudiera para defenderme a mí mismo y a Eliza.
Paseé la mirada en derredor y parpadeé.
El dragón había desaparecido; los
Duuk-tsarith
habían desaparecido; el Padre Saryon había desaparecido; pero Scylla estaba allí, y también Mosiah y Eliza. Estábamos en la caverna, en la misma caverna, que además olía igual. El suelo de la cueva estaba cubierto de excrementos, y había huesos esparcidos por todas partes. Eliza se encontraba de pie en el centro de la sala, la Espada Arcana en sus manos.
Soltando la espada, la muchacha corrió a mi lado, y se inclinó sobre mí.
—¡Reuven! ¡Te has dado un buen golpe! ¿Te encuentras bien?
¿Me encontraba bien? No, no me encontraba bien.
Eliza ya no llevaba el vestido de montar de terciopelo azul, ni tampoco adornaba su cabeza una reluciente diadema de oro. Iba vestida con la sencilla falda de lana y la blusa que llevaba cuando emprendimos este extraño viaje.
Empecé a incorporarme, con cuidado para no enredarme con la túnica, pero ya no llevaba ninguna túnica; iba vestido con los vaqueros azules y el suéter blanco.
—¡Scylla! ¡Deprisa! ¡Está herido! —gritó Eliza.
Scylla, vestida con el traje de faena, con los pendientes centelleando y parpadeando a la luz de una linterna, se puso en cuclillas junto a mí y me observó con atención. Luego extendió una mano y apartó a un lado los cabellos de mi frente.
—El corte no es profundo. La hemorragia casi ha cesado. Tal vez le duela un rato la cabeza, pero no ha sufrido daños irreparables.
Eliza sacó un pañuelo —un sencillo pañuelo blanco— y empezó a limpiarme el corte de la frente, pero yo, con gesto enojado, le aparté la mano, me puse en pie como pude, me recosté en la pared y miré desconcertado a las dos mujeres que me contemplaban atónitas. ¿Había sido un sueño? ¿Una alucinación? Si así era, había sido el sueño real más increíble que he tenido jamás.
—¿Qué ocurre ahí? —preguntó Mosiah, entrando en la estancia donde nos encontrábamos.
—Reuven se ha torcido el pie en una piedra suelta y se ha dado un golpe en la cabeza —respondió Eliza—. Scylla dice que no es grave, pero míralo. ¡Me mira como si yo fuera un dragón a punto de destrozarlo!
—Y tú —intervino Scylla, encarándose con Mosiah—. ¿Dónde has estado?
—No lo sé —respondió él con brusquedad—. ¿Dónde he estado?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? —inquirió ella, con expresión sorprendida—. ¿Qué es lo que sucede? ¿También tú te has golpeado la cabeza?
—Sí —respondió en voz baja, y de improviso se mostró muy serio y pensativo—. Ahora que lo pienso, eso es lo que me ha ocurrido.
¡Lo sabía! ¡Él había estado allí, dondequiera que eso fuera! Aliviado y sin fuerzas, me recosté en la pared de la cueva e intenté poner orden en mis pensamientos. La mayoría estaban demasiado diseminados para atraparlos, pero por fin comprendí que no me estaba volviendo loco. Hice a Mosiah una de las muchas preguntas que bullían en mi mente, y me respondió con una discreta señal con la mano.
—No digas nada. Aún no —dijo.
—Ya está —dijo Scylla, sacudiéndome el polvo de las ropas con un entusiasmo que casi volvió a derribarme—. Ya tienes mejor aspecto.
Eliza se inclinó, recogió la Espada Arcana, y yo tuve una repentina y espantosa visión de un dragón negro, con las zarpas teñidas de rojo por la sangre, que le hacía soltar la espada de un zarpazo. La muchacha caía. Las garras desgarraban y abrían sus carnes, y ella chillaba.
La visión desapareció, pero no el horror. Mi cuerpo estaba empapado de sudor y me estremecí en la atmósfera malsana de la cueva.
—Sin duda os dais cuenta de que estamos en la guarida de un dragón —dijo Mosiah en tono seco.
—Eso es lo que Scylla me ha dicho —repuso Eliza encogiéndose de hombros; estaba demasiado preocupada por su padre para mostrar excesivo interés.
—Es una guarida vieja —dijo la mujer—. No temáis. Todos los dragones murieron cuando el Pozo de la Vida fue destruido.
—Pues huele como si estuviera habitada —dijo Mosiah, frunciendo el entrecejo—. ¿Y cómo acabó aquí la Espada Arcana? Yo la arrojé por la puerta...
—Y por muy poco no me convierte en un pincho moruno —dijo una voz quejumbrosa que salía de un oscuro rincón—. Brocheta de Oso. Oso
Teriyaki
. Tenéis suerte de que yo anduviera por aquí. Esos majaderos plateados se habrían apoderado de ella de no haber sido por mí. En cuanto a la cueva, está herméticamente sellada. Como un
tupperware
. Mantiene la podredumbre fresca durante siglos.
Scylla paseó la luz de su linterna por la caverna hasta localizar el punto de donde procedía la voz.
—¡Teddy! —exclamó Eliza llena de júbilo.
El oso de trapo estaba sentado con la espalda apoyada en una estalagmita.
—Creí que nunca llegaríais —dijo malhumorado—. ¿Qué habéis estado haciendo? Habéis ido a merendar, supongo. O a dar un paseo en autobús hasta la playa. He esperado y esperado, y me he aburrido soberanamente, no me importa tener que confesarlo.
Sin soltar la Espada Arcana, Eliza se acercó a donde estaba Teddy y se inclinó para cogerlo. Los ojillos negros del oso se abrieron desmesuradamente, asustados, y el cuerpecillo relleno se revolvió alejándose de su mano.