El legado de la Espada Arcana (42 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El legado de la Espada Arcana
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—¡Cúbrela! —gritó el dragón, y la luz de sus ojos se ocultó, sumiéndonos en las tinieblas.

Eliza se apresuró a envolver la Espada Arcana en su manta, que había estado doblada cerca de ella.

—¡Cogedla y marchad! —El dragón se revolvió y removió, como si fuera presa de un dolor terrible.

—¡Por aquí! —dijo Saryon, y tuvimos que guiarnos por su voz, porque no veíamos nada.

Cogiéndonos de la mano, encontrando consuelo en el mutuo contacto, Eliza y yo avanzamos con cautela hacia su voz. Intentamos darnos prisa, pero temíamos tropezar con las piedras, huesos y otros restos esparcidos por doquier. La travesía por la guarida del dragón, con la enorme bestia rugiendo y revolviéndose tan cerca de nosotros, fue espantosa. La voz de Saryon, tranquila y firme, nos guió a través de la pesadilla.

—¡Aquí, estoy aquí! —gritó; sus manos nos encontraron en la oscuridad y sus brazos nos envolvieron—. ¡Mis niños! —Sus brazos nos apretaron con más fuerza y comprendí que había contemplado aquel tiempo alterno—. ¡Mis niños! —repitió.

Mi corazón se llenó de amor por él, amor que aumentó el que sentía por Eliza, que amplió aquel amor hasta que me inundó por completo, sin dejar espacio al temor. Ya no sentía miedo de la oscuridad ni del dragón, ni los Tecnomantes, ni siquiera de los hch'nyv. El futuro podía estar lleno de horrores. Tal vez nunca vería salir el sol, tal vez estaría muerto por la mañana. Pero este momento, con esta bendita sensación en mi interior, era suficiente.

La mano de Saryon nos oprimió con más fuerza aún. Noté cómo su cuerpo se ponía en tensión.

—Tened cuidado —nos advirtió en voz baja—. Hay alguien aquí dentro.

—Padre —dijo la voz de Mosiah casi al mismo tiempo—. ¡Salgan de aquí! ¡Ahora!

El dragón había dejado de rugir de dolor. Permanecía muy quieto en el suelo de la cueva con los ojos tapados, de modo que sólo una rendija de pálida luz surgía de ellos. Percibía aún su odio hacia nosotros, pero ese odio se veía mitigado ahora por el miedo.

—¡Padre! —La llamada de Mosiah era apremiante.

—Esperad —dijo Saryon en voz baja.

Una figura se alzaba ante nosotros en medio de la madriguera del dragón. Tranquila y relajada, era como si se encontrara en medio de nuestra sala de estar de vuelta en casa. No prestó la menor atención al dragón, que había aplastado el cuerpo contra el muro, tan lejos de ella como le era posible.

—¡Madre! —exclamó Eliza.

—¡Podría tratarse de otro truco! —Mosiah se había acercado a nosotros.

Lo primero que pensé fue que los Tecnomantes debían ser muy valientes o estar muy desesperados para representar una charada ante un público tan aterrador como el Dragón de la Noche. Luego comprendí que desesperado era una descripción muy acertada de Kevon Smythe tal y como lo habíamos visto la última vez.

Gwendolyn tenía el mismo aspecto que la primera vez que la había visto, pero las arrugas de preocupación y ansiedad habían desaparecido de su rostro. Su expresión era serena. No tenía ojos más que para su hija, y ningún Interrogador podría haber imitado el amor y orgullo con que contemplaba a Eliza.

—¡Es mi madre! —exclamó Eliza, con voz anhelante—. Estoy segura de ello.

—Espera —dijo Mosiah—. No te acerques. Todavía no.

Recordando el horror del último encuentro con el Interrogador, la joven permaneció junto a Saryon. Ella deseaba que fuera real. Pero ¿cómo podía serlo? ¿De dónde había salido Gwendolyn? ¿Y por qué se había acercado a nosotros ahora, en plena guarida del dragón?

—Quiero que conozcas a alguien, hija —le dijo Gwen.

Alargó la mano, la introdujo en la oscuridad, y otra figura apareció, resplandeciente junto a Gwendolyn. Me recordó a Simkin, pues esta segunda figura poseía el mismo tono acuarelado y transparente que Simkin había mostrado cuando no jugaba a ser un oso de juguete. Gwen tomó a la figura de la mano, y la acercó a nosotros.

Y entonces reconocí a aquella persona. Con una ahogada exclamación miré a Eliza con ojos desorbitados. Incluso alargué la mano para tocarla, para asegurarme de que era real. Eliza estaba a mi lado y al mismo tiempo se encontraba frente a mí, las dos al mismo tiempo o, más bien, una en un tiempo y la otra en otro. La que tenía ante mí la reconocí como la reina Eliza, pues llevaba el mismo traje de montar azul, la misma diadema de oro centelleaba en sus cabellos.

Mosiah aspiró con fuerza. Saryon sonrió melancólico, entristecido. Mantuvo el brazo alrededor de Eliza, sosteniéndola.

—¿Qué... qué es esto? —exclamó Eliza, mi auténtica Eliza, con voz trémula. Sus ojos se clavaron en su reflejo en el espejo del tiempo—. ¿Quién es?

—Tú, mi hija —respondió Gwendolyn—. Tú como podrías haber sido en otro tiempo. Ella no puede hablarte, porque en su tiempo está muerta. Sólo yo puedo comprender sus palabras. Ella deseaba demostrarte, demostraros a todos vosotros —su mirada fue pasando por todos nosotros, permaneciendo más tiempo en Mosiah que en ningún otro—, que todo lo que habéis experimentado ha sido real. Que
yo
soy real.

—¡No comprendo! —titubeó Eliza.

—Mírate a ti misma, Eliza. Mírate a ti misma y abre tu mente a lo imposible.

Eliza contempló durante un buen rato a la reluciente figura y luego volvió bruscamente la mirada hacia Saryon, que sonrió y asintió afirmativamente a su muda pregunta. A continuación me miró a mí con desesperación y yo le indiqué por señas:

—Soy tal y como recuerdas, en este tiempo y en el otro.

Sus labios se entreabrieron, los ojos brillantes. Su mirada pasó entonces a Mosiah, quien a regañadientes y de mala gana inclinó la encapuchada cabeza.

—Soy vuestro Ejecutor, Majestad —dijo él, con un dejo de ironía en la voz.

—Majestad. Así es como Scylla me llamaba. No me había dado cuenta hasta ahora. Así que una parte de mí sí lo sabía, incluso entonces —musitó Eliza, perpleja, para sí.

—Y ahora, hija mía —indicó Gwendolyn—, debes escuchar mis instrucciones y obedecerlas. Debes llevar la Espada Arcana a la tumba de Merlin. Ahora. Ahora mismo. Debe descansar sobre la tumba de Merlin a medianoche.

—¡Merlin! —Eliza se mostró asombrada—. Teddy no hacía más que hablar de Merlin. Dijo algo sobre entregar la espada a Merlin...

—¡Oh, Almin bendito! —exclamó Mosiah con repugnancia.

—Pero... Mi padre. ¡Tú no lo sabes, madre! —Eliza regresó a su mayor preocupación—. ¡Lo han envenenado! Debo entregarles la espada o él morirá.

—Lleva la espada a la tumba de Merlin —repitió Gwen.

—¿Por qué? —inquirió Mosiah con aspereza—. ¿Qué hay allí?

—Confía en mi, hija —dijo Gwendolyn, sin hacer caso de Mosiah—. Confía en ti misma. Sigue los dictados de tu corazón.

Un grito hendió la oscuridad. Desde el fondo del túnel donde protegía a Joram, Scylla chilló:

—¡Mosiah! ¡Ya vienen! ¡Vigilad! No puedo detener... —Su voz se vio interrumpida de repente.

Oímos ruido de pelea y luego las fuertes pisadas de muchos pares de botas. El dragón levantó la cabeza, y la cólera tronó en su pecho. Los ojos se abrieron más, la luz que volvía locos a los hombres centelleó con más fuerza.

Gwendolyn había desaparecido y también la imagen de Eliza.

—¡Padre! —chilló Eliza.

—¡No hay tiempo! —nos apremió Mosiah, sujetándola—. Debemos encontrar una salida. Simkin dijo que había otra salida. ¡Padre Saryon! ¡El dragón! Sin duda conoce otro camino. Tenéis que ordenarle que nos lo muestre.

—¿Qué? ¡Oh, cielos, no! —El catalista estaba asustado y horrorizado; dirigió una mirada de reojo a la criatura y se estremeció—. No otra vez. El hechizo perdía fuerza. Lo noté.

—Padre Saryon —suplicó Eliza, que sostenía la Espada Arcana envuelta en la manta—. Mosiah tiene razón. Ésta es nuestra única oportunidad. ¿De qué otro modo podremos llevar la espada a la tumba y llegar a tiempo?

—Jamás te pude negar nada —dijo él, inclinándose para besarle en la frente—. Reuven se quejaba diciendo que te consentía demasiado. Pero, al fin y al cabo, vosotros dos erais lo único que yo tenía.

Saryon se alejó, y volvió a colocarse frente al dragón, manteniendo la mirada baja.

—Asegúrate de que la espada permanece oculta —indicó Mosiah a Eliza—. Recuerda lo que sucedió la última vez.

Entonces habían sido los
Duuk-tsarith
los que nos habían atacado. Entonces Eliza había empuñado la Espada Arcana y su poder había roto el hechizo. En el exterior, en el tiempo actual, oí cómo los pasos se aproximaban, y me pregunté qué le habría sucedido a Scylla, deseando con todo mi corazón que se encontrara bien. Confiaba en que no harían más daño a Joram del que ya le habían causado. Todavía lo necesitaban vivo, al menos mientras la Espada Arcana siguiera en posesión de su hija.

—Dragón —dijo Saryon—. Te lo ordeno. Estamos en peligro. Ayúdanos a escapar de los que nos persiguen.

—Estás en peligro, anciano —repuso la criatura, curvando el labio para dejar al descubierto unos colmillos aterradores y ensangrentados—. Y el peligro lo tienes delante, no detrás.

La luz del diamante se oscurecía con rapidez. Tal y como Saryon había advertido, el hechizo se desvanecía. El dragón empezó a reptar hacia nosotros; empezó a alzar las alas negras como la noche. Vi el centelleo de las mortíferas estrellas.

Saryon se irguió en toda su estatura, y vi en él ahora lo mismo que había visto antes, en nuestra sala de estar, al enfrentarse a un rey, a un general y al temido jefe de los seguidores del Culto Arcano. Su fuerza interior, su amor por nosotros, su fe en su Creador brillaban con más fuerza que la horrenda luz del dragón.

—Dragón, tú me obedecerás —dijo Saryon.

El diamante de la cabeza de la criatura llameó, centelleó con fuerza; la bestia le contempló con mirada siniestra, pero la fuerza invisible del talismán de su cabeza lo forzaba a obedecer. El Dragón de la Noche se inclinó ante el catalista. Los pálidos ojos eran rendijas de enemistad, pero el dragón los mantuvo tapados.

—Si os atrevéis, anciano, subid a mi lomo.

—¡Deprisa, hijos! —llamó Saryon—. ¿Mosiah?

—Me quedaré atrás para cubrir vuestra huida —contestó éste.

—¡Pero te matarán! —chilló Saryon.

—Ven con ellos,
Duuk-tsarith
—dijo el dragón, con voz chirriante—. Yo me ocuparé de los que os persiguen. ¡Siento la necesidad de matar alguna cosa!

Mosiah no esperó a que se lo pidieran dos veces. Yo confiaba en él. Mantenía su palabra y nos habría defendido hasta la muerte, aunque todavía albergaba esperanzas de obtener la Espada Arcana y se mostraba reacio a perderla de vista.

Mientras pensaba todo esto trepaba al dragón, siguiendo a Saryon, que parecía haber montado dragones toda su vida, aunque yo sabía muy bien que no era así. Nos arrastramos por la ósea estructura de la enorme ala negra, procurando —tal y como la bestia nos había advertido— no pisar las membranas, porque podíamos desgarrarlas. El cuerpo del animal se estremeció bajo nuestros cuerpos, como se mueve el suelo cerca de un volcán debido al fuego contenido de su interior. Entre Saryon y yo ayudamos a Eliza a subir, que se negaba a entregar la espada a nadie, ni siquiera un momento, y nos acomodamos en el lomo de la criatura que resultó ser terriblemente incómodo. Mosiah acababa de pasar del ala al lomo, cuando los Tecnomantes con sus ropas plateadas entraron en la caverna.

—¡Tapaos los ojos! —nos gritó Mosiah, y se echó la capucha sobre la cabeza.

Hice lo que ordenaba y me cubrí los ojos con las manos, pero aun así seguía viendo el resplandor blanco, tan intensa era la luz blanquecina que proyectaban los ojos del dragón. La bestia rugió y echó la cabeza hacia atrás y levantó las alas, pero incluso al atacar tuvo cuidado de no desalojarnos a nosotros, que íbamos sentados en su lomo.

Oí unos espantosos alaridos de dolor. Estallidos de estrellas refulgieron tras mis párpados cerrados, y los aullidos terminaron de improviso.

El cuerpo situado bajo nosotros se puso en movimiento y se onduló veloz. Las alas chasquearon, el resplandor blanquecino se apagó, y una ráfaga de aire limpio, fresco y perfumado tras el hedor insoportable de la cueva azotó mi rostro. Abrí los ojos. Ante mí apareció una abertura gigantesca, como una inmensa chimenea, lo bastante grande para que el dragón ascendiera por ella.

Nos elevamos hacia el exterior y hacia el cielo, las alas del dragón batiendo el aire con lentitud, transportando nuestro peso sin esfuerzo. No éramos más que insectos molestos, pegados a su piel.

Levanté la vista hacia el firmamento y lancé una exclamación.

Estaba lleno de estrellas, más estrellas de las que recuerdo haber visto cuando llegamos. Y entonces la verdad me asestó un violento golpe, al tiempo que Mosiah la expresaba en palabras.

—Eso no son estrellas. Eso son naves espaciales. Refugiados. Los últimos supervivientes de la Tierra. Han venido aquí, la última esperanza. Los hch'nyv los persiguen.

28

Merlin os contempló con ojos que habían visto el transcurrir de siglos, y escogió aquel lugar para su tumba, donde ahora yace bajo el Hechizo Final en el claro que tanto amó.

La Forja

Volamos sobre el oscurecido territorio de Thimhallan, mientras por encima de nosotros el cielo brillaba con las luces de miles de naves espaciales, que transportaban a miles de personas. La esperanza se encendió en nuestro interior. Esperanza y desesperación. Sin duda nos habían avistado con sus sofisticados instrumentos, y me pregunté qué pensarían que éramos: una enorme figura alada de color negro volando justo por encima de las copas de los árboles. Probablemente nada. Nos catalogarían como alguna forma de vida animal propia de la región.

Tal vez unos pocos sabrían la verdad; sabrían que la imagen que aparecía en las pantallas de sus radares era un dragón. El rey Garald, el Patriarca Radisovik, el general Boris habrían reconocido a la criatura. Pero lo que no podían saber era que nosotros cabalgábamos a lomos del Dragón de la Noche. Ellos habían venido aquí en un acto de fe y porque éste era el último lugar al que podían huir. No podían saber adónde nos dirigíamos ni por qué motivo; aunque bien mirado, ahora que lo pensaba, nosotros no sabíamos mucho más. ¿Lo sabían los Tecnomantes? ¿Era esto una trampa? ¿Habían sido Gwen y la reina Eliza una ilusión?

Al parecer eso era lo que Mosiah creía, pero lo cierto es que él era de esas personas que siempre ven el vaso medio vacío. No sabía qué pensar. Gwendolyn había parecido tan real, el amor y afecto por su hija habían sido genuinos, de eso estoy seguro. ¿Cómo habrían podido los Tecnomantes conjurar una ilusión de Eliza procedente de un tiempo alterno? Cuando pensaba en todo esto, mi espíritu se elevaba con el dragón.

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