Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Harry esperaba que los matones no se hubieran dado cuenta del mal olor, que empeoraba por momentos. En todo caso, no les preguntó nada.
—¿De modo que profanando tumbas? —se burló Eugen—. ¡Harry Keogh, debería avergonzarse! ¡Enviar cartas a los muertos! Usted sabe muy bien que ellos no pueden responderle. —Y dirigiéndose a Corneliu—: Tú cúbrelo con la pistola, que yo le echaré una mano.
¡Qué equivocado estás!
—pensó Harry mientras intentaba junto con el agente más robusto mover la cubierta del sarcófago, que de repente, y con gran facilidad, se deslizó hacia un costado. El necroscopio se esperaba algo así, y contuvo el aliento, pero a Corneliu y a Eugen los cogió por sorpresa. Y los agentes tampoco se esperaban lo que sucedió a continuación, inmediatamente después de que escaparan los gases atrapados dentro de la tumba.
—¡Dios! —Eugen retrocedió tambaleándose, y se cubrió la nariz y la boca con las manos. Pero Corneliu sólo se atragantó y los ojos parecieron saltársele de las órbitas. Y el arma que tenía en la mano dejó de apuntar a la espalda de Harry y señaló hacia aquello, todavía indiscernible, que se alzaba lentamente de la oscuridad de la tumba.
Pero antes de que pudiera apretar el gatillo —si es que le quedaban fuerzas para hacerlo—, Harry le quebró la muñeca con un puntapié que parecía tener reservado desde hacía años. La pistola saltó por los aires, y Corneliu hizo lo mismo…, ¡directamente a las manos abrasadas y llenas de ampollas, grises y azules por el efecto de la putrefacción, de los Zaharias! Los hermanos lo cogieron, le miraron fijamente con sus muertos ojos y le hicieron una mueca amenazante, enseñándole los dientes requemados en el incendio, fijos en mandíbulas de huesos y cartílagos abrasados.
El otro agente, Eugen, que mascullaba palabras incomprensibles mientras se alejaba dando tumbos por entre las antiguas sepulturas, en dirección a la salida del cementerio, no se detuvo ni un instante para mirar hacia atrás… hasta que dio con quienes le estaban esperando. Eran los muertos más antiguos que se habían unido a los Zaharias. Y aunque no eran más que fragmentos —o quizá por eso mismo—, aquellos restos de cadáveres, que se arrastraban y saltaban espasmódicamente, detuvieron a Eugen.
Uno de esos cadáveres era el de una mujer que había perdido la vida y las piernas en un terrible accidente. Enterrada desde hacía mucho tiempo, los pechos le caían putrefactos sobre el vientre, y perdía trozos al moverse, pero aun así se mantuvo erguida sobre sus muñones y con fuerza sobrenatural se aferró a los muslos de Eugen, que comenzó a moverse en una especie de danza enloquecida, mientras clamaba piedad al cielo e intentaba apartar la cara de ella de su entrepierna. Lo consiguió finalmente, y las vértebras del cuello del cadáver se quebraron; la cabeza cayó hacia atrás como la de una muñeca rota pero sujeta por un gozne, y quedaron al descubierto los gusanos que se alojaban en la garganta y se alimentaban de la carne en descomposición.
Dando frenéticos saltos y puntapiés, Eugen, presa del terror, consiguió librarse del destrozado torso de la mujer y metió la mano en el interior de la chaqueta. Sacó una pistola automática y la amartilló, apuntando a los animados trozos de cadáveres que avanzaban hacia él. Harry no deseaba que hubiera disparos; ya era bastante con los aullidos de Eugen, y si a eso se le sumaba el ruido de un disparo, era muy probable que alguien viniera a investigar qué sucedía.
Los muertos percibieron la preocupación de Harry como si hubiera sido formulada en palabras, y actuaron en consecuencia. La horrorosa mujer sin piernas se irguió y se aferró con sus manos putrefactas al arma de Eugen, y hundió el cañón en la gelatinosa cavidad de su cuello. Amortiguó con su cuerpo el ruido del primer disparo de Eugen, y Harry se cuidó de que no hubiera otro.
Se acercó al agente por detrás, golpeándole en la nuca con sus manos esposadas y le dejó inconsciente. Cuando Eugen cayó, le quitó la pistola de un puntapié. Al desvanecerse, Eugen vio desaparecer lentamente el rostro de Harry en la oscuridad, y se preguntó por qué en sus extraños, melancólicos ojos no se veía nada horroroso…
Cuando el agente de la Securitatea recobró el conocimiento, estaba seguro de que todo lo experimentado no era más que una vívida y particularmente terrorífica pesadilla… hasta que abrió los ojos y miró a su alrededor.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó, y cerró los ojos con fuerza.
—No se desmaye —le advirtió Harry—. Tengo poco tiempo y quiero preguntarle algunas cosas. Si no obtengo las respuestas que necesito, estos muertos se pondrán furiosos con usted.
Eugen mantuvo los ojos cerrados.
—Harry… Harry Keogh —dijo finalmente con voz entrecortada—. Pero éstos… ¡éstos son muertos!
—Sí, ya se lo he dicho —respondió Harry—. Ya ve, sus amigos del otro lado de la frontera cometieron un error. Le dijeron quién soy, pero no qué soy. Y no le dijeron que tengo muchísimos amigos, y que están todos muertos.
El otro murmuró algo en rumano, y luego comenzó a gemir histéricamente.
—Tranquilícese —le dijo Harry—, y hable en inglés. Olvídese de que la gente que le tiene prisionero está muerta. Piense solamente que son mis amigos, y que harán cualquier cosa para protegerme.
—¡Dios, puedo olerlos! —gimoteó Eugen; Harry sospechó que el otro no le entendía del todo y decidió endurecer su tono.
—Mire, ustedes iban a entregarme a la KGB, donde me habrían torturado para que les dijera lo que quieren saber, y luego asesinado. ¿Por qué tendría yo que comportarme mejor con usted? De modo que, o recupera el dominio de sí mismo y empieza a contestar a mis preguntas, o me voy de aquí y le dejo con ellos.
Eugen se revolvió un poco y luego se sentó muy quieto, ya que cada movimiento que hacía levantaba una nueva oleada de hedor a muerto. Sentía los muertos y correosos dedos que sostenían sus brazos. El rumano aún tenía los ojos cerrados.
—Dígame sólo una cosa —dijo—. ¿Estoy loco? ¡Por Dios, no puedo respirar!
—Algo más, Eugen —le dijo Harry—. Cuanto más tiempo permanezca con mis amigos, más riesgos corre su salud. Las enfermedades proliferan entre los muertos, Eugen. Usted no sólo los huele, sino que inhala partículas de sus cadáveres.
La cabeza del agente se balanceó hacia adelante y hacia atrás y Harry pensó que estaba a punto de perder el conocimiento. El necroscopio lo abofeteó dos veces, con la palma y con el dorso de la mano. Eugen abrió los ojos, miró a derecha y a izquierda con expresión de ira, pero su momentánea ira desapareció de inmediato cuando volvió a tener presente la situación en que se encontraba. Los hermanos Zaharias lo mantenían prisionero. Ambos estaban arrodillados dentro de su abierta tumba, y tenían agarrado de los brazos a Eugen, que estaba con la espalda apoyada en el sarcófago. Y «ellos» le miraban con sus ojos de pez muerto. El agente rumano volvió de inmediato la vista al frente, hacia Harry.
El necroscopio estaba agachado, con una rodilla en tierra, frente a Eugen, y detrás de él otras criaturas muertas formaban un semicírculo. Algunas de esas criaturas no eran más que trozos momificados, marchitos y arrugados, secos como un papel. Pero otras estaban… húmedas. Y todas se movían, se estremecían, amenazaban, aunque fuera en silencio. Los amigos de Harry Keogh. Un grupo estaba reunido junto a la caída figura de Corneliu, a quien la combinación de terror y dolor por la muñeca rota había hecho perder el conocimiento. Eugen vio todo esto. Y luego preguntó:
—¿Me van a matar?
—Si me dice lo que quiero saber, no.
—Pregunte, entonces.
—Primero, quíteme las esposas —y le tendió las manos—. Los muertos son muy buenos para agarrar algo y no soltarlo, pero no se las arreglan muy bien con las cosas delicadas. No son tan hábiles como los vivos. —Eugen le miró y se preguntó quién era más aterrador, Harry Keogh o los muertos. El necroscopio parecía incapaz de conmoverse ante nada.
Ion Zaharia soltó de mala gana la mano de Eugen para que el agente pudiera coger la llave del bolsillo. Pero Alexandru, el hermano de Ion, no deseaba correr ningún riesgo, y apresó el cuello del agente con el brazo. Harry se vio por fin libre de las esposas, y se puso de pie frotándose las muñecas.
—No irá a dejarme aquí —dijo Eugen, cuyo rostro estaba tan pálido que los ojos parecían los agujeros de una máscara.
—Eso depende de usted. Primero conteste mis preguntas, y luego decidiré qué he de hacer con usted y con su amigo.
Harry fue hasta donde estaba Corneliu y recuperó el billete de avión, los cigarrillos y las cerillas. Después volvió, se arrodilló y cogió el pasaporte que había guardado Eugen.
—Y lo primero que quiero saber —dijo— es si aún puedo usar este documento, o habrá gente esperándome en el aeropuerto. ¿Estaban ustedes dos solos en este asunto, o hay otros agentes de la Securitatea trabajando para la KGB?
—Si los hay, yo no los conozco, pero en este asunto trabajábamos solos. Ellos se comunicaron con nosotros por teléfono y nos avisaron en qué avión llegaba usted de Atenas. Teníamos que apresarlo y retenerlo hasta que vinieran a buscarlo. Hay un vuelo desde Moscú a las trece horas.
—¿De modo que podré ir a Bucarest y coger sin inconveniente mi avión?
Eugen, malhumorado, no respondió hasta que Ion acercó su horrible cara y le hizo un gesto de advertencia alzando un dedo.
—¡Sí! ¡Por el amor de Dios! —exclamó Eugen.
—¿Dios? —dijo Harry mientras buscaba las llaves de su coche en los bolsillos del agente. Harry no sabía si aún creía en Dios, y no comprendía por qué los muertos deberían creer, no en el «paraíso» que les había sido concedido. Pero ellos, y lo había descubierto en numerosas conversaciones, no habían perdido la fe. Harry suponía que Dios era esperanza. Pero aun cuando él personalmente no hubiera dicho que mentar el nombre de la deidad era una blasfemia, no le gustó nada oírlo en boca de un personaje de la calaña de Eugen—. ¿Y qué sabe usted de Él?
—¿Qué dice? —preguntó Eugen— ¿De quién habla?
Tal como Harry había esperado, Eugen no sabía nada de Él.
—Bien, ahora me marcharé —dijo Harry—, pero me temo que usted y Corneliu tendrán que permanecer aquí. No puedo permitir que se marchen, no por el momento. De modo que serán los huéspedes de mis amigos hasta que yo esté bien lejos de aquí. Pero tan pronto me encuentre volando a Atenas, le haré saber a esta gente que pueden dejarles en libertad.
—¿Les…, les hará saber? —Eugen había comenzado a temblar y no podía contenerse—. ¿Y cómo lo hará?
—Gritaré —respondió Harry con una sonrisa sin alegría—. No tema, me oirán.
¿Y si ellos gritan antes?
—le preguntó Ion Zaharia a Harry cuando éste salía del cementerio.
Impídeselo
—respondió Harry—,
pero trata de no matarle. Como tú bien sabes, la vida es un don precioso, así que permíteles vivir la que les resta. Además, valen demasiado poco como para quedarse para siempre con vosotros…
Harry condujo con cuidado hasta Bucarest, dejó el coche en el aparcamiento del aeropuerto, lo cerró con llave y metió las llaves en la tierra de un gran tiesto junto a las taquillas para la venta de billetes. Luego, con un retraso de apenas cinco minutos con respecto a la hora en que debía presentarse, entregó el billete y el equipaje. Todo sucedió igual que cuando había llegado; nadie le miró dos veces.
El avión de Olimpia Airlines despegó con once minutos de retraso, a las doce horas y cincuenta y seis minutos. Mientras giraba hacia el sur, en dirección a Bulgaria y el Egeo, Harry tuvo la satisfacción de ver un avión de Aeroflot que descendía para aterrizar. A bordo había un par de tipos que se morían de ganas de ponerle las manos encima. Pues bien, que siguieran muriéndose.
Cuarenta minutos más tarde, con el Egeo a la vista por las ventanillas circulares, Harry habló en su lengua muerta a los amigos del cementerio en las afueras de Ploiesti.
¿Cómo va todo?
Bien, Harry. No ha venido nadie, y estos dos tipos no han causado problemas. El más corpulento perdió el conocimiento, y su amigo más pequeño despertó, echó una sola mirada a su alrededor, y volvió a desvanecerse
.
Ion, Alexandru, y todos vosotros
—dijo Harry—,
no tengo palabras para agradeceros lo que habéis hecho por mí
.
No tienes nada que agradecer. ¿Podemos dejar a estos dos donde se encuentran, y enterrarnos nuevamente?
Harry hizo un gesto de asentimiento y se reclinó en su asiento. En el cementerio rumano, los muertos lo percibieron e iniciaron el regreso a sus tumbas.
Muchas gracias
—volvió a decirles Harry, y luego se permitió relajarse un poco por primera vez en…, bueno, al menos un día.
De nada
—fue la respuesta.
Harry intentó llegar hasta Faethor. Si podía comunicarse con tanta facilidad con los otros muertos, no debería tener problemas para hacerlo con el difunto padre de los vampiros. Después de unos pocos segundos de concentración, dio con él.
¿Harry? Veo que estás a salvo. ¡Eres un hombre lleno de recursos, Harry Keogh!
¿Sabías que estaba en dificultades?
—preguntó Harry.
Ya te lo he dicho antes, a veces oigo lo que otros hablan. ¿Deseas algo?
Creo que podríamos aprovechar el tiempo
—respondió Harry—.
Ahora no tengo nada que hacer, y dentro de poco mi mente estará llena con la algarabía de los amigos, y la atmósfera de un lugar acogedor… ¡pero no me quejo! De modo que he pensado que tal vez fuera éste un buen momento para que terminaras de contarme la historia de Janos
.
No hay mucho más que contar, pero si quieres…
Sí, lo deseo
.
Muy bien, hijo mío
—suspiró Faethor—.
Sigamos entonces…
Como ya he dicho, estuve fuera de mis dominios durante trescientos años, ¡trescientos años sangrientos! La gran cruzada fue sólo el comienzo; más tarde combatí para Genghis Kan, y luego para su nieto Batu. En el año 1240 estuve con los que gozaron con la toma de Kiev, y la redujeron luego a cenizas. Por entonces ya era tiempo de que «muriera»… y volviera luego como Fereng el Negro, hijo de Fereng. En 1258, a las órdenes de Hulegu, ayudé a tomar Bagdad. ¡Ah, qué años aquéllos, de matanzas, saqueos y violaciones!
Pero los mongoles estaban en decadencia, y a comienzos de siglo les abandoné para combatir por el islam. ¡Oh, sí, yo era un otomano! ¡Yo, un turco, un ghazi musulmán! ¡Ah, lo que es ser mercenario! Y con los turcos me deleité durante dos siglos y medio más en una orgía de guerras, sangre y muerte. Al final, sin embargo, ya había vivido demasiado tiempo con ellos, de modo que abandoné su causa. De todos modos, ellos también estaban en decadencia. Y así fue como por fin regresé y acabé con Thibor, tal como ya ha sido contado, y luego partí rumbo a las montañas —que no cambiaban, que nunca nadie podría cambiar— a buscar a Janos, y comprobar si había cuidado de mi casa.