El lenguaje de los muertos (40 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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¡Y supe de inmediato que Marilena estaba hipnotizada!

Y en ese instante, por primera vez, supe lo traicionero que mi hijo podía ser, y cómo me había engañado. Comprendí por qué mis poderes de wamphyri habían fracasado en él: porque él tenía poderes propios, que me había ocultado durante todos esos años. Y comprendí también por qué Marilena se mostraba tan renuente a dejarme marchar las noches en que me acuciaba el deseo; y por qué me había dicho cosas que en ese momento no había entendido. Que soñaba cosas malas cuando yo no estaba con ella y cuando despertaba nunca podía recordar de qué se trataba, y cómo se había magullado en sueños, y había despertado dolorida, y fatigada como tras una jornada de duro trabajo.

Sí, trabajo duro, porque él la había hecho trabajar y la había utilizado en esas ocasiones, haciéndole creer que yo era su fogoso amante. ¡Janos ocupaba mi lugar para violar a su madre! ¿Con qué frecuencia lo había hecho? Me volví loco de furia al pensarlo.

Irrumpí en la habitación, medio enredado con las cortinas. Había unas espadas cruzadas colgadas de la pared; las arranqué y salté sobre Janos con una de ellas en alto. Quería abrirlo en dos, pero él me vio e interpuso a su madre entre ambos. Ella fue quien recibió el golpe, y su cabeza se partió en dos y su cerebro chorreó por la abertura.

Mi ira se evaporó en un instante, y mientras Janos apartaba de él a mi Marilena, yo la cogí y la acuné en mis brazos. Mi hijo huyó de la habitación farfullando palabras ininteligibles, y yo me quedé solo con el grotesco cadáver…

No sé cuánto tiempo permanecí allí abrazado a aquella que ya no existía. Diversos planes cruzaron mi mente. Pondría algo de mi vampiro en ella, lo suficiente como para que creciera en su interior y curara su herida. Ella estaba muerta, pero no tenía por qué permanecer en ese estado… ¡podía ser una no-muerta! Sólo que entonces cambiaría, y mi Marilena no sería más que una esclava que acudiría cuando yo la llamara, una vampira. No, no podía soportar la idea de verla así cambiada, convertida en una criatura sin más voluntad que la mía.

O podía despedazar su cadáver y practicar un acto de necromancia, y averiguarlo todo sobre la infamia de mi hijo bastardo. Marilena había sido hipnotizada para olvidar todo lo hecho por él, pero su espíritu lo sabría, y su carne lo recordaría. No pude hacerlo, porque sabía que incluso los muertos sienten la agonía del contacto con el nigromante, y no quería causarle más sufrimientos. ¡Ah, si hubiera sido un necroscopio! Pero en aquella época ni siquiera sospechaba la existencia de poderes semejantes.

Permanecí allí sentado hasta que la sangre y los restos del cerebro de Marilena se secaron sobre mi cuerpo y su cadáver se puso rígido en mis brazos. Cuando mi desesperación cedió un poco, comencé a pensar con claridad, y claro está, también mi furia se debilitó.

Mataría a Janos, por supuesto, y en medio de los peores tormentos. Pero antes debía dar con él.

Me lavé, llamé a Gregor Zirra y a mis otros jefes cíngaros. Algunos dormían en la planta baja de mi castillo, pues en otra época me había sentido generoso y les había permitido que se alojaran permanentemente allí. Pero aquello se terminaría, pues ahora se aproximaban tiempos más duros, tiempos que empezaban en ese mismo instante.

Le mostré el cadáver de Marilena a Grigor y le dije:

—Esto lo ha hecho tu nieto, el de la impura sangre Zirra. ¡Y por lo que él hizo, que todos los Zirras sean malditos! Ya no eres bienvenido a la casa de Ferenczy. Vete junto con los tuyos, y que nunca más te encuentre yo en mis tierras.

Después de que Zirra se fuera, me dirigí al jefe que en una ocasión se había mostrado familiar y atrevido al hablarme.

—¿Cómo han llegado las cosas tan lejos? —le pregunté—. ¿No has cuidado de lo que era mío en mi ausencia?

—Señor, habíais ordenado a vuestro hijo que velara por vuestro castillo y vuestras tierras —y se encogió de hombros en un gesto que consideré de indiferencia—. Yo no he gozado de vuestra confianza ni de vuestros favores en muchos años.

—¿Acaso no eres un cíngaro? —gruñí mientras mis colmillos se alargaban y mis uñas se transformaban en cuchillos—. ¿Y no soy yo el señor de Ferenczy? ¿Desde cuándo debo pedir lo que me es debido, y ordenar lo que siempre ha sido tu deber?

Hablé con calma, pero todos los que estaban en la habitación retrocedieron, excepto el jefe al que me dirigía, y al que tenía sujeto por el hombro.

Después… ¡desenfundó un puñal e intentó acuchillarme! Pero yo me limité a sonreírle torvamente y le detuve con la mirada. Y el jefe cíngaro, temblando, dejó caer el puñal y dijo:

—¡He traicionado tu confianza! Destiérrame también a mí, señor, y permíteme marchar con los Zirras.

Le enseñé los dientes en mis encías sangrantes, y bostecé para que viera el negro agujero de mis fauces. Él sabía que yo podía cerrar esas mandíbulas en su cara y destrozarla. Pero lo arrastré hasta la ventana.

—¿Desterrarte? —dije—. ¿Y adónde te gustaría ir?

—¡A cualquier parte! —jadeó—. ¡A cualquier lugar lejos del castillo!

—¿Lejos del castillo? —dije mirando por la ventana—. ¡Bien, que así sea!

Y antes de que pudiera decir nada, lo lancé por la ventana. Gritó sólo una vez antes de que su cuerpo se destrozara contra las rocas, y luego no se oyó nada más.

Después de ver esto, los otros jefecillos cíngaros seguramente pensaban en huir, pero les advertí que no lo hicieran.

—Si escapáis, os buscaré uno a uno, y devoraré vuestros corazones. —Y al cabo de un instante, cuando vi que nadie osaba moverse, continué—: Ahora marchaos, y encontrad a mi hijo. Me lo traeréis, y yo me encargaré de él. Y después nos reuniremos, pues tengo que hablaros de cosas muy importantes. Partiremos en una gran cruzada. Faethor Ferenczy será otra vez un gran poder en el mundo, y vosotros haréis fortuna. Sí, pero tendréis que ganárosla…

Capítulo once

Los amigos de Harry, y otros

Un sonido metálico que se oía a lo lejos distrajo momentáneamente a Harry de la historia del extinto vampiro. Se disculpó ante su interlocutor, y recorrió con la vista los terrenos baldíos, cuya monotonía sólo era rota por unas casas medio demolidas. Ni siquiera el sol, que entibiaba la espalda de Harry y comenzaba a evaporar el agua de los charcos, conseguía hacer menos sombrío el paisaje: un puñado de dinosaurios de metal avanzaban en el horizonte, extrañas siluetas medio veladas por nubes de polvo y el humo azul de los tubos de escape. Era poco probable que las aplanadoras llegaran hasta donde se encontraba Harry, pero su visión hizo que recordara la hora. Debían de ser cerca de las nueve; tenía que regresar a Bucarest; el vuelo de regreso a Atenas salía a las doce y cuarenta y cinco.

¿Harry?
—llamó Faethor, su voz débil como un suspiro—.
Puedo sentir el sol sobre la tierra, y me debilita. ¿Continúo, o lo dejamos para otra ocasión?

Harry reflexionó durante un instante. Había aprendido mucho sobre Janos, un vampiro con enormes poderes mentales. Pero, de acuerdo con Faethor, su hijo no era un vampiro en el verdadero sentido de la palabra, o al menos no lo era hacía ochocientos años. Teniendo esto en cuenta, esta conversación no era sólo una oportunidad para aprender más acerca de Janos, sino también sobre los vampiros en general. Harry no ignoraba que ya era una autoridad en la materia, pero pensaba que, sobre criaturas como ésas, todo conocimiento era poco.

Tienes razón
—dijo Faethor—.
Muy bien, continuaré. Y seré tan breve como pueda…

Mis cíngaros encontraron al perro de mi hijo temblando en una cueva de los riscos. Fui hasta allí y le llamé. Él se acercó a la entrada, que se abría a un saliente en la roca bajo la cual se abría el precipicio.

Janos, a pesar de su juventud, era corpulento y muy fuerte. Tan corpulento como Thibor cuando joven, o como yo. Tenía miedo pero no era cobarde. Había cortado una rama y la había pulido y afilado hasta hacer una estaca.

—No te acerques, padre —me advirtió—, o la clavaré en tu corazón de vampiro.

—¡Ah, hijo mío —le dije sin ninguna animosidad—, ya lo has hecho! ¡Creía que me querías! Estaba seguro de ello. Y también de que amabas a tu madre…, aunque no sabía cuál era la naturaleza de tu amor. Pero ¿qué sé de ti, en verdad, excepto que eres mi hijo? Ahora me doy cuenta de que te conozco muy, muy poco. —Y me adelanté un paso hacia la entrada de la cueva.

—Sabes una cosa, que te mataré si intentas castigarme —respondió mientras retrocedía.

—¿Castigarte, yo? —Me encorvé, y moví la cabeza en un gesto de tristeza—. No, sólo quiero una explicación. Eres carne de mi carne, Janos. ¿Cómo podría castigar a mi propio hijo, ahora que soy probablemente una de las criaturas más solitarias de la Tierra? Estaba furioso, sí, ¿pero te resulta tan difícil comprender mis sentimientos? ¿Y a qué me condujo la ira? Tu madre está muerta, y ambos, que la amábamos tanto, la hemos perdido. Y ahora ya no hay ira en mí.

—Entonces, ¿no…, no me odias? —preguntó.

—¿Odiarte? ¿A ti, mi propio hijo? —hice un gesto negativo con la cabeza—. No, pero no entiendo. Quiero comprenderte, Janos. Explícame por qué lo has hecho, y puede que así te conozca mejor. —Y me metí un poco más en la cueva.

Él continuó retrocediendo, pero no dejó de amenazarme con su arma. Y como si se hubiera roto un dique, las palabras fluyeron de su boca.

—¡Cómo te he odiado! —dijo—. Porque eras cruel conmigo, frío, indiferente las más de las veces y siempre…, siempre distinto de mí. Yo era como tú, y sin embargo no lo era. Y lo que más deseaba era ser enteramente igual a ti, pero no podía. He contemplado a menudo cómo te transformabas en una lámina de carne que se alzaba en el aire; pero cuando intentaba hacer lo mismo, yo siempre caía. Quería infundir miedo en el corazón de los hombres, como tú, con una mirada, una palabra, un pensamiento, pero yo no era un vampiro y sabía que, si lo intentaba, ellos me matarían como a un enemigo cualquiera. Y entonces tuve que hacerme amigo de quienes despreciaba, introducirme en sus mentes, hacer que me amaran para conseguir su obediencia. Me veía parecido a ti, pero nunca podría ser tú, y por eso te he odiado.

—¿Tú deseabas ser yo? —repetí.

—¡Sí, porque tienes el poder!

—Pero tú tienes tus propios poderes —le respondí—. ¡Grandes, fantásticos poderes! Y debes agradecérmelos. Pero me los has ocultado todos estos años.

—No los he ocultado —dijo con sorna—. Por el contrario, te los he demostrado. Los utilicé para mantenerte fuera de mi mente y de mi voluntad. Y permanecieron secretos incluso cuando estaban plenamente desarrollados. Tú pensabas que mi mente era inferior, incapaz de conocer tus talentos, y por consiguiente impermeable a ellos; que yo era una página en blanco (un vacío incluso) en la que nada podía ser escrito. Y entonces, cuando descubriste que no podías dominar mi mente, no dijiste: «¡Vaya, qué fuerte es!», sino «Ja, qué débil». Era tu ego, padre, inmenso pero no infalible.

—Sí —dije pensativo cuando él terminó—. Eres mucho más complejo de lo que yo sospechaba, Janos. Y tienes poderes.

—¡Pero no los tuyos! —dijo—. Tú eres… una criatura cambiante, misteriosa, siempre diferente. Y yo soy siempre el mismo.

—De acuerdo. Pero yo soy wamphyri.

—Y yo siempre he querido serlo —dijo él—, pero no soy más que un ser humano extraño, una cosa a medias…

—¿Y eso te disculpa? —le pregunté—. ¿Es ésa una razón suficiente para usar a tu madre como a una puta? Odiarme por tus propias deficiencias fue un error, pero pretender enmendarlo poseyendo a…

—¡Sí! —me interrumpió—. Esa era mi razón. Quería ser como tú y no podía, y por eso te odiaba. Y tenía que mancillar y someter aquello que tú más querías. Primero los cíngaros, de quienes logré que me amaran, si no más que a ti, al menos igual. Y después tu mujer, que te conocía mejor que nadie en el mundo, como sólo una amante puede conocer.

Ahora —y muy deliberadamente— retrocedí alejándome de él, y Janos me siguió en dirección a la entrada de la cueva.

—En tu deseo de ser como yo —dije—, decidiste hacer las cosas que yo hacía, y saber lo que yo sabía. Hasta el punto de conocer a tu propia madre… carnalmente.

—Creí que ella podía…, que podía enseñarme cosas.

—¿Qué? —casi suelto una carcajada—. ¿Los usos sexuales? ¿No crees que ésa debe ser la tarea del padre?

—Yo no quería nada de ti, sólo quería ser tú.

—¿Y no podías haber sido más afectuoso, y ganarte así mi cariño?

Esta vez fue él quien estuvo a punto de echarse a reír.

—¿Tu cariño? ¡Hubiera sido como buscar dulzura en un terrón de sal!

—Eres duro —le dije en voz baja—. Quizá no seamos tan diferentes, después de todo. Y en ese caso, tú serías wamphyri, ¿no? Pero tienes mucho que aprender antes de que llegue ese día.

—¿Qué dices? —se extrañó, y una expresión de incredulidad pasó por su rostro como una sombra. Y luego susurró—: ¿Estás diciendo que…?

—¡Eh! —Extendí mi mano en un gesto aleccionador; ahora que él estaba fascinado, era mi turno para mantenerlo a raya—. No, no somos tan distintos como tú creías. Y te diré algo, mi estúpido, celoso e impaciente hijo: lo que has hecho no es algo excepcional. Ni siquiera extraño o detestable. No lo es para mí, ni para los que son como yo. ¿Incesto? ¡Los wamphyri siempre han jodido a los suyos, y uso esa palabra en todas sus acepciones! Te diré algo, Janos: alégrate de haber nacido hombre, y de ser más humano que vampiro. Porque si fueras otro vampiro… sabría muy bien qué hacer contigo. ¡Sí, y entonces comprenderías plenamente el significado de la palabra violación!

Mis palabras deberían haberle puesto sobre aviso de que yo no estaba tan dispuesto a perdonarle como aparentaba, pero no fue así. Yo le había hecho una promesa a medias, y él la quería entera, y en el acto.

—Has dicho que… ¿puedes enseñarme a ser wamphyri?

—Bien, sí, algo así. —Su estaca ya no señalaba mi pecho con la firmeza de antes.

—¿Y cómo lo harías?

—¡No tan rápido! —dije—. Antes debo saber hasta dónde has llegado. Has dicho que deseas ser como yo. Exactamente igual que yo. Es decir, wamphyri. Muy bien, pero entretanto has practicado, ¿no es verdad? Y debo saber cuáles han sido tus logros.

Janos era taimado.

—Será mejor que me preguntes en qué he fracasado. ¡Todo lo demás puedo hacerlo!

—Muy bien. ¿Y qué es lo que no puedes?

—No puedo cambiar la forma de mi cuerpo, alterar mi sustancia, volar.

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