El lenguaje de los muertos (18 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
11.28Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿De que yo ya no sea un necroscopio?

—Sí. Pero, por otra parte, usted también parece ambivalente con respecto a la pérdida de su poder. A veces tengo la impresión de que usted se alegra de no poder hablar más con los…, con los…

—Con los muertos —completó Harry con tono malhumorado—. Bueno, en parte tiene usted razón. En ocasiones es muy bueno ser normal, un hombre común y corriente. Seamos sinceros, la mayoría de la gente me consideraba un ser extraño, un monstruo incluso. Así que usted tiene en parte razón. Pero en parte se equivoca. —Harry se recostó de nuevo en su asiento, cerró los ojos y se frotó suavemente la frente.

Bettley volvió a mirarlo atentamente.

En el pelo castaño de Harry, naturalmente ondulado, se advertían numerosas canas, tan bien diseminadas que parecían un efecto de peluquería. No pasarían muchos años antes de que el gris ganara terreno al castaño, e incluso ahora los cabellos canos le daban a Harry un aire de sabiduría. Sí, ¿pero de qué extrañas y esotéricas materias? ¿Quizás un mago del siglo veinte? ¿Dedicado a la magia negra? ¿Un nigromante? No, sólo un necroscopio, un hombre que tenía el don de hablar con los muertos, o lo había poseído alguna vez.

Claro está que Harry tenía también otros talentos. Bettley contempló al hombre sentado ante él con la mano en la frente, que parecía tan fatigado. ¡A qué lugares había ido! ¡Y los medios que había utilizado para llegar hasta allí, y para volver! ¿Qué otro hombre había empleado un oscuro concepto matemático como nave espacial, o como máquina del tiempo?

Harry abrió los ojos y sorprendió a Bettley mirándole fijamente. No dijo nada, simplemente le devolvió la mirada. Para esto estaba aquí, para que le estudiaran, para que le examinaran. Bettley hacía muy bien su trabajo, y era discreto. Todo el mundo decía que tenía cualidades admirables. Debía de ser así, si no nunca habría sido admitido en la Organización E. Y Harry se preguntó una vez más si Bettley seguiría trabajando para ellos. No tenía mucha importancia, porque era muy fácil hablar con Bettley, pero Harry odiaba los subterfugios.

El psiquiatra continuó mirando a Harry a los ojos. Estaban tan melancólicos como siempre, y un poco a la defensiva, pero al mismo tiempo daba la impresión de que Harry necesitaba esta comunicación tan íntima. Los ojos eran de un color pardo muy claro, casi miel, grandes, de mirada inteligente y muy inocentes. Verdaderamente inocentes, Bettley lo sabía. Harry Keogh no había pedido ser lo que era, ni había deseado hacer lo que había hecho.

—De modo que en parte estoy equivocado —observó el psiquiatra—. A usted le gustaría recuperar sus dones, ser de nuevo un «raro», según sus palabras. Pero ¿qué haría con esos talentos si volviera a poseerlos? ¿Cómo los utilizaría?

Harry sonrió con ironía. Tenía una buena dentadura, no completamente blanca ni perfectamente pareja, pero fuerte y buena. Su boca denotaba sensibilidad, pero podía también endurecerse en un gesto cáustico, cruel incluso. O quizá no cruel, sino obstinado.

—Como usted sabe, apenas si conocí a mi madre —respondió—. Yo era muy pequeño, casi un bebé, cuando ella murió. Pero más tarde… llegué a conocerla mejor. Y la echo de menos. La mejor amiga de un chico es su madre, ¿sabe usted? Y… bueno, tengo muchos amigos allí abajo.

—¿Enterrados?

—Sí. ¡Y teníamos unas charlas estupendas!

Bettley contuvo un estremecimiento.

—¿Y echa de menos esas charlas?

—Ellos tenían sus dificultades, querían expresar sus opiniones, y querían saber lo que sucedía en el mundo de los vivos. Algunos se preocupaban muchísimo por la gente que habían dejado. Y yo podía tranquilizarlos. Pero casi todos simplemente se sentían solos. ¡Simplemente solos! Pero yo sabía lo que eso significaba para los muertos. Era horrible sentirse tan solo. Me necesitaban. Yo era alguien importante para ellos, y creo que echo de menos que alguien me necesite.

—Pero nada de lo que me dice explica su sueño —dijo el psiquiatra—. Quizá no tiene más explicación que el miedo. Usted ha perdido sus amigos, sus dones, aquella parte de su personalidad que le hacía único. ¿No tendrá ahora miedo de perder su virilidad?

Harry entrecerró los ojos y se quedó un instante pensativo.

—Hable más claro —dijo luego con voz cortante.

—¿Pero no le parece evidente? Un cuerpo de mujer despedazado (algo muerto, y vampírico) devora su centro, las partes de su cuerpo que hacen de usted un hombre. Ella era su miedo, puro pero no simple. Su naturaleza vampírica procede de sus experiencias del pasado. A usted no le gusta ser normal, Harry, y la «normalidad» le da cada día más miedo. Todo tiene que ver con su pasado, son todas las cosas que ha perdido las que hacen que ahora tenga miedo de perderlo todo. Perdió a su madre cuando era un niño, perdió a su esposa y a su hijo en un lugar inalcanzable, perdió a muchísimos amigos, ¡y hasta perdió su propio cuerpo! Y finalmente perdió sus talentos. No más banda de Möbius, no más charlas con los muertos, no más necroscopio…

—Lo que dijo acerca de los vampiros me ha hecho recordar algo —dijo Harry, frunciendo el entrecejo—. De unas cuantas cosas, en realidad.

—Hábleme de ellas —le incitó el psiquiatra.

—Tendré que retroceder en el tiempo —comenzó Harry—, cuando yo era un niño y estudiaba en la escuela de Harden. Yo ya era un necroscopio, pero esto no me gustaba. Solía sentirme mareado, enfermo casi. Podía utilizar mi don como si fuera algo natural, pero yo sabía que no lo era. Aunque incluso antes de eso yo…, yo veía cosas.

El talento de Bettley era la empatía, y ahora el psiquiatra sentía en parte lo que sentía Harry, y se le erizaron los pelos de la nuca. Esto iba a ser importante. Miró el botón que había a su lado en la mesa: todavía estaba rojo, lo que quería decir que el magnetófono aún estaba grabando.

—¿Qué clase de cosas? —preguntó disimulando su interés.

—Yo era un niño cuando mi padrastro asesinó a mi madre —respondió Harry—. No estaba en el lugar del hecho, y aunque lo hubiera estado, no tenía edad como para recibir una impresión duradera. No habría entendido lo que sucedía, y casi seguramente no lo habría recordado. Y no podría haberlo reconstruido por conversaciones oídas a posteriori, porque todos aceptaron la versión de Shukshin sobre el «accidente». Nadie jamás pensó que ella podía haber sido asesinada; nadie, excepto yo. Yo tenía siempre la misma pesadilla: él la retenía debajo del agua hasta que la corriente se la llevaba. Y yo veía el anillo de mi padrastro: un ágata ojo de gato engarzado en una gruesa montura de oro. Lo perdió cuando la empujó para ahogarla, y el anillo se hundió en el lecho del río. Quince años más tarde supe dónde tenía que bucear para encontrarlo.

Bettley sintió un cosquilleo en el espinazo.

—Pero usted era un necroscopio, y lo leyó en la mente de su madre muerta. ¿O no fue así?

Harry hizo que no con la cabeza.

—No, porque eso era un sueño que tuve mucho antes de hablar conscientemente con los muertos. Y en el sueño «recordé» algo que era imposible que recordara… Algo que no estaba registrado en mi memoria. ¡Era un don que yo ni siquiera sabía que poseía! ¿Sabe usted que mi madre era una médium psíquica, y también lo era su madre? Tal vez es algo que heredé de ellas. Pero cuando mi principal talento, la necroscopia, se desarrolló, la otra facultad fue olvidada, perdida quizás.

—¿Y usted piensa que su sueño más reciente está relacionado con esta facultad? ¿De qué manera?

Harry se encogió ligeramente de hombros, pero el suyo no era un gesto de derrota.

—Como usted sabe, cuando alguien se queda ciego, parece como si desarrollara un sexto sentido. Y la gente que nace con alguna minusvalía compensa su deficiencia con alguna extraordinaria habilidad en otro campo.

—Así es —respondió el psiquiatra—. Algunos de los mejores músicos han sido ciegos, e incluso sordos. ¿Pero qué quiere usted…? —el psiquiatra hizo chasquear los dedos: lo había comprendido—. ¡Ya entiendo! Usted piensa que la pérdida de su talento principal ha hecho que el otro, que estaba atrofiado, comenzara a desarrollarse otra vez. ¿Es así?

—Podría ser —asintió Harry—, podría ser. Sólo que ahora no veo cosas del pasado, como antes, sino del futuro. De mi futuro. Pero las veo de manera confusa, en forma de pesadillas.

Ahora le tocó el turno de fruncir el entrecejo al doctor Bettley.

—¿Usted piensa que se está convirtiendo en un vidente? ¿Qué tiene que ver el don de la precognición con los vampiros, Harry?

—Fue mi sueño —respondió Harry—, algo que yo había olvidado, o que no quería recordar hasta que usted me lo señaló. Pero ahora lo recuerdo con claridad. Lo
veo
con claridad.

—Prosiga.

—Es una cosa sin importancia —observó Harry, un tanto a la defensiva.

—Será mejor que hablemos de ella, ¿no cree? —Bettley le allanó el camino para que hablara, pero sin apremiarlo.

—Quizá sí —dijo Harry, y luego, con vehemencia—: ¡Vi hilos rojos! ¡Las hebras rojas de las vidas de los vampiros!

—¿Las vio en el sueño? —preguntó con un estremecimiento el psiquiatra, y se le puso la piel de gallina—. ¿Dónde?

—En las rayas verdes que producía la luz al penetrar a través de la persiana —respondió Harry—. Las rayas que esa maldita criatura tenía sobre el vientre y los muslos en el momento en que montó encima de mí. Eran verdes, casi del color del agua del mar, pero se volvieron rojas cuando yo comencé a sangrar. De su cuerpo salían rayas rojas que se internaban en el sombrío pasado, pero también en el futuro. Retorcidas hebras rojas mezcladas con los hilos azules de la vida de la humanidad. ¡Vampiros!

El psiquiatra no dijo nada. Esperó, percibiendo el horror —y la fascinación— que emanaba de su interlocutor y se derramaba por el estudio como un morboso y casi tangible torrente. Hasta que Harry lo interrumpió con un movimiento de su cabeza. Después se puso en pie con movimientos bruscos y se encaminó, con pasos un tanto inseguros, hacia la puerta.

—Harry —llamó Bettley.

Harry, que ya estaba junto a la puerta, se volvió.

—Estoy haciéndole perder el tiempo —dijo—. Como de costumbre. Puede que usted tenga razón, y yo estoy atemorizado hasta de mi sombra. Y me compadezco de mí mismo porque ya no soy único y especial. Y quizá tengo miedo porque conozco la naturaleza de aquello que está allí agazapado esperándome, aunque también puede ser que no haya nadie. Pero ¡qué diablos!, lo que tenga que ser, será, lo sabemos. Y ya no puedo hacer nada para cambiar mi destino.

—No fue una pérdida de tiempo, Harry, si conseguimos poner algo en claro. Y pienso que lo hemos conseguido.

Harry asintió.

—Muchas gracias, de todos modos —dijo, y cerró la puerta al salir.

El psiquiatra se puso en pie y se dirigió a la ventana. Abajo, Harry había salido de la casa y caminaba por la calle Princes, en el centro de Edimburgo. Se levantó el cuello del abrigo para protegerse de la lluvia, y luego se acercó al bordillo y paró un taxi. Un instante más tarde, el vehículo se alejaba calle abajo.

Bettley volvió a su mesa, se sentó y suspiró. Ahora era él quien se sentía débil, pero la esencia psíquica de Keogh —un «eco» casi tangible de su presencia— ya se estaba desvaneciendo. Cuando hubo desaparecido por completo, el «empático» doctor Bettley rebobinó la cinta de su magnetófono y marcó en el teléfono un número especial perteneciente a la sede de la Organización E en Londres. Esperó hasta oír una señal, y entonces colocó el auricular en una horquilla del magnetófono que tenía bajo su mesa de trabajo. Apretó un botón, y la entrevista con Harry comenzó a ser grabada para los archivos de la Organización E, donde estaban también archivadas todas sus otras entrevistas.

Harry, sentado en el asiento trasero del taxi que le llevaba a Bonnyrig, se recostó contra el respaldo, cerró los ojos, e intentó recordar un detalle de otro sueño que había tenido en forma recurrente durante los últimos tres o cuatro años, sueño en el que aparecía su hijo Harry. Sabía lo que significaba el sueño en términos generales —lo que le habían hecho, cómo y cuándo—, pero había detalles sutiles que se le escapaban. El qué y el cómo eran evidentes: mediante la utilización de sus artes vampíricas para la fascinación y la hipnosis, Harry hijo había convertido a su padre en un ex necroscopio, al mismo tiempo que le quitaba la habilidad de entrar y maniobrar en el continuo de Möbius. En cuanto a la razón que le había llevado a hacer esto…

Si pudieras, me destruirías
. —Harry oyó una vez más la voz de su hijo, como una grabación escuchada y vuelta a escuchar hasta conocer de memoria cada frase, cada palabra, cada matiz en las emociones, o en la falta de ellas—.
No lo niegues, puedo verlo en tus ojos, lo huelo en tu aliento, lo leo en tu mente. Conozco muy bien tu mente, padre. Casi tan bien como tú. He explorado todos sus rincones, ¿lo recuerdas?

Y Harry volvió a responderle —mentalmente— como le había respondido entonces:

—Si sabes tanto, debes de saber también que nunca te haría daño. No quiero destruirte, sólo curarte.

¿Tal como curaste a lady Karen? ¿Y dónde está ella ahora, padre?

Aquélla no había sido una acusación; su tono no era sarcástico ni resentido. Harry hijo sólo señalaba un hecho, porque lady Karen se había suicidado y él lo sabía.

—Esa criatura tenía un dominio demasiado profundo sobre ella —había insistido Harry—. Y lady Karen había sido una campesina, una Viajera, no era educada como tú. Ella no podía ver lo que había ganado, sólo veía lo que creía que había perdido. No hubiera sido necesario que se matara. Tal vez…, tal vez estaba desequilibrada.

Sabes que no lo estaba. Era simplemente wamphyri. Y tú desalojaste a su vampiro y la mataste. Creíste que era como matar un parásito, como reventar un forúnculo, o extirpar un cáncer. Pero no lo era. Dices que ella no podía ver lo que había ganado. Dime, padre, ¿qué crees tú que lady Karen había ganado?

—¡Su libertad! —había exclamado con desesperación Harry, repentinamente horrorizado de sí mismo—. ¡Por el amor de Dios, no te empeñes en demostrar que me equivoqué! ¡No soy un asesino!

No, no lo eres. Pero tienes una obsesión. Y me das miedo. O tal vez me dan miedo tus objetivos, tus ambiciones. Deseas un mundo —tu mundo— libre del vampirismo. Un propósito admirable. Pero ¿qué te propondrás después de conseguirlo? ¿Será mi mundo tu meta siguiente? Una obsesión, sí, que parece crecer en ti como crece en mí el vampiro. Yo ahora soy wamphyri, padre, y no hay nada ni nadie tan tenaz como un vampiro, nadie, salvo Harry Keogh
.

Other books

Cut to the Chase by Lisa Girolami
Only Girls Allowed by Debra Moffitt
Secrets of State by Matthew Palmer
Finale by Becca Fitzpatrick
Awake Unto Me by Kathleen Knowles
Citizen: An American Lyric by Claudia Rankine
My Year of Epic Rock by Andrea Pyros