Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
¿No adviertes el peligro que entrañas para mí? Conoces muchas de las artes secretas de los wamphyri y sabes cómo destruirnos: puedes hablar con los muertos, viajar por el continuo de Möbius y hasta puedes hacerlo en el tiempo, aunque sólo sea por un instante. En una ocasión huí de ti, y de tu mundo. Pero en este mundo he luchado por mis territorios y me los he ganado. Ahora son míos y no los abandonaré. No más fugas. Pero no puedo correr el riesgo de que me persigas, de que no te des por satisfecho. ¡Soy un whampyri, y no soportaré tus experimentos! No te serviré de cobaya para que pruebes las «curas» que se te ocurran
.
—¿Y
qué será de mí? —había dicho Harry entonces, tal como se lo decía ahora a sí mismo—. ¿Estaré a salvo? Has reconocido que soy una amenaza para ti. ¿Dentro de cuánto tiempo el vampiro que hay en ti te dominará por entero, y vendrás a buscarme?
Eso no sucederá nunca, padre. Yo no soy un campesino: soy instruido, y me controlaré, tal como un aficionado inteligente a las drogas controla su adicción
.
—¿Y si no puedes? Tú también eres un necroscopio, y todo lo que yo puedo hacer en el continuo de Möbius está a tu alcance. No hay ningún lugar al que no puedas llegar, y siempre llevarás contigo tu contagioso mal. ¿En qué pobre desgraciado depositarás tu huevo, hijo?
Harry hijo había suspirado profundamente al escuchar esto, y se había quitado la máscara de oro. Las heridas recibidas en la batalla del jardín ya estaban curadas; no se veía ninguna cicatriz. El vampiro que había en él había reconstituido sus tejidos, moldeando su carne tal como su padre temía que algún día moldearía su alma.
Ya ves, hemos hecho tablas
—dijo Harry hijo. Y sus ojos se habían abierto en sus enormes órbitas escarlata.
—¡No! —había gritado estremecido Harry, tal como se estremecía ahora al recordarlo. Sólo que entonces había sido la última palabra que pronunció durante un largo tiempo, hasta que despertó en la sede de la Organización E. En tanto que ahora, sus palabras fueron seguidas por una pregunta del conductor del taxi.
—¿Qué me ha dicho, señor? —preguntó desconcertado el hombre—. ¿No íbamos a Bonnyrig? ¡Mire que ya casi estamos allí!
Harry volvió a la realidad. Estaba sentado muy erguido, rígido y pálido, con la boca levemente abierta. Se pasó la lengua por los labios resecos y miró por la ventanilla del taxi. Sí, ya faltaba muy poco para que llegaran.
—Sí, claro, vamos a Bonnyrig —respondió en voz baja—. Estaba…, estaba soñando despierto y no me di cuenta de que había hablado. Eso es todo, no se preocupe —y le indicó al conductor el camino más corto hacia su casa.
El norte de Londres, a fines de abril de 1989; un último piso, bastante descuidado, en el residencial distrito de Highgate, junto a Hornsey Lane. Dos hombres, al parecer de buen humor, charlan tranquilamente mientras beben una copa en el salón del piso, grande y con las paredes cubiertas de estanterías llenas de libros y pequeños objetos de adorno, en su mayoría procedentes de Europa continental.
Nikolai Zharov, un individuo muy poco típico de la raza a la que pertenecía, era alto y delgado como un junco, blanco como la leche, y casi afeminado en su amaneramiento. Fumaba en boquilla cigarrillos Marlboro a los que previamente había arrancado el filtro, hablaba un inglés perfecto aunque ceceaba ligeramente y en general revoloteaba bastante las muñecas. Tenía ojos oscuros, profundos y de párpados gruesos, que le hacían parecer drogado, disimulando un cerebro siempre alerta y calculador.
Sus cabellos eran finos y negros, peinados hacia atrás y fijados con una especie de crema rusa con un fuerte olor a antiséptico; los labios, debajo de una nariz fina y recta, eran también delgados, y la boca grande. Una barbilla puntiaguda terminaba de darle una fina apariencia; parecía la clase de hombre que puede doblarse fácilmente, pero nunca se quiebra; los «hombres de verdad» solían mirarlo con recelo, pero no se arriesgaban a nada más con él. Afuera, en las calles de la ciudad, Zharov seguramente habría merecido una segunda mirada, después de la cual el observador quizás habría desviado sus ojos. El ruso solía hacer que la gente se sintiera incómoda.
De hecho, Wellesley se sentía incómodo, aunque tratara de ocultarlo. Era el dueño del piso, y le preocupaba que alguien hubiera visto entrar a su visitante, o que le hubieran seguido. Sería muy difícil justificar este encuentro, porque Wellesley era un miembro de los servicios secretos, y también lo era Zharov, aunque trabajaran para distintos jefes.
Wellesley, con su metro setenta y dos de estatura, era unos cuantos centímetros más bajo que el esbelto ruso, y también más robusto, con una cara de sonrosadas mejillas. Demasiado sonrosadas, quizá. Pero no era su estatura ni su rubicundez lo que le ponía en desventaja con respecto a su interlocutor. Su presente estado de agitación mental no era debido a las diferencias físicas, o incluso culturales o raciales, sino pura y simplemente al miedo que sentía. Miedo por lo que Zharov le pedía que hiciera. En respuesta a esta solicitud, hacía un instante Wellesley había replicado:
—¡Pero usted tiene que darse cuenta de que eso es imposible, o poco menos que imposible! —Palabras muy terminantes, pero que fueron pronunciadas tranquila y fríamente, e incluso con cierto cálculo. Un medido intento de disuadir a Zharov de su propósito, o al menos hacer que se desviara un poco, aun sabiendo que el otro no era el autor de la solicitud, sino el mensajero.
Y era evidente que el ruso había esperado su respuesta.
—Se equivoca —respondió con el mismo calmo tono de voz, y una sonrisa fría que de algún modo contrarrestaba los rubores coléricos de su interlocutor— No sólo es posible, sino absolutamente necesario, ineludible. Si, como ha informado usted, Harry Keogh se encuentra a punto de desarrollar facultades nuevas, que hasta el momento ni siquiera sospechábamos que pudiera tener, se hace imperativo detenerle. Así de sencillo. Ese hombre ha sido una verdadera plaga para las organizaciones PES soviéticas. Un desastre, un huracán mental, un ciclón psíquico. Claro está que nuestra Organización E no se ha extinguido, y sobrevive a pesar de los esfuerzos de Keogh, ¡pero buen trabajo nos cuesta! Claro que, por otra parte, tal vez deberíamos estarle agradecidos: sus… llamémosles triunfos… han hecho que seamos más conscientes que nunca del poder de la parapsicología, de su importancia, en el campo del espionaje. El problema es que ustedes, con él como arma, nos sacan una ventaja demasiado grande a nosotros. Por esa razón él debe desaparecer…
No parecía que Wellesley estuviera prestando mucha atención a la argumentación de Zharov.
—Usted recordará —contestó— que mi deuda inicial era pequeña. Muy bien, le debo a sus jefes un pequeño favor, pero mi deuda no es tan grande como ellos parecen dar por supuesto. Me parece que sus intereses son usurarios, amigo mío. Y lo que me piden excede en mucho mi pequeña deuda. Es más de lo que puedo pagar. Me temo que ésa es mi respuesta, Nikolai, y usted deberá comunicarla a Moscú.
Zharov suspiró, dejó su copa sobre la mesa y se echó hacia atrás en su silla. Estiró sus largas piernas, cruzó los brazos sobre el pecho y apretó los labios; sus pesados párpados descendieron todavía un poco más. Las pupilas de sus ojos brillaron en la estrecha hendidura, y durante unos instantes el ruso estudió atentamente a Wellesley, sentado frente a él, al otro lado de una pequeña mesa.
Wellesley se estaba quedando calvo. Tenía cuarenta y cinco años, seis o siete más que el ruso, y se le notaban. Era un hombre poco atractivo, pero tenía un rasgo que redimía su fealdad: la boca, firme y bien dibujada, con unos dientes perfectos. Su nariz, por el contrario, era carnosa y prominente; sus ojos, de un azul muy pálido, demasiado redondos y de mirada fija; y su tez rubicunda hacía que fueran aún más perceptibles las pecas que moteaban su frente. Zharov se concentró un instante en las pecas de Wellesley antes de hablar.
—¡Ah, la distensión! —se mofó—. ¡La
glasnost
! ¿De qué nos sirven cuando tenemos que negociar con nuestros deudores? ¡En los viejos tiempos nos bastaba con enviar a un cobrador, y todo estaba en orden! Y si no…, un matón era suficiente. Pero en la actualidad, los caballeros siempre tienen una salida: declaran la suspensión de pagos. Norman, me temo que usted deberá declararse en quiebra. ¡Su tapadera está a punto de ser… descubierta!
—¿Mi tapadera? —Wellesley entrecerró los ojos con aire suspicaz, y su tez se volvió aún más rubicunda—. No tengo tapadera. Soy lo que parezco. Mire usted, he cometido un error, y sé que debo pagar por él. Muy bien, pero no voy a matar por usted. Eso es lo que usted quisiera, ¿verdad? Pero no convertiré mi pequeña deuda en una enorme. Así que, adelante. Descúbrame, si ésa es la amenaza. Perderé mi trabajo, y quizá por un tiempo mi libertad, pero no será para siempre. Y si hago lo que usted me pide, estaré perdido. ¿Qué me pedirán la próxima vez? ¿Otro asesinato? Usted me está chantajeando, y lo sabe. ¡No cederé! De modo que haga lo que quiera, y despídase para siempre de los pequeños favores que le debo.
—¡Un farol, y muy bien jugado! —dijo sonriente Zharov—. Pero de todos modos, no es más que un farol. Muy bien, ahora es mi turno. Usted es un topo infiltrado.
—¿Un topo? —Wellesley apretó los puños con fuerza—. Bueno, tal vez lo era, pero nunca hice nada malo.
Zharov volvió a sonreír, aunque esta vez más parecía una mueca. Después se encogió levemente de hombros y se dirigió hacia la puerta.
—Ésa es su versión de los hechos, claro está —dijo.
Wellesley se puso en pie de un salto y llegó a la puerta antes que su interlocutor.
—¿Adónde diablos se piensa que va? ¡Si todavía no hemos resuelto nada! —exclamó.
—Ya he dicho todo lo que tenía que decir —respondió el otro, inmóvil. Después de un instante, extendió un brazo y cogió el abrigo que había colgado de una percha—. Y ahora —su voz era más profunda, y le temblaba una de las comisuras de la boca—, ahora me voy. —Cogió los guantes de piel negra que llevaba en el bolsillo del abrigo y se los puso—. Y no intente detenerme, Norman, porque cometería un grave error.
Wellesley nunca había sido partidario de la violencia física, y, retrocediendo un paso, preguntó:
—¿Y qué sucederá?
—Tendré que informar sobre su reticencia —dijo Zharov—. Diré que usted piensa que no nos debe nada, y considera cancelada su deuda. ¡Y ellos me dirán que a quien hay que cancelar es a usted! Y luego su expediente se «filtrará» hasta llegar a manos de algún jefazo de los servicios secretos de su país y…
—¿Mi expediente? —los lacrimosos ojos de Wellesley parpadearon frenéticamente—. ¿Unas miserables fotos porno que me sacaron con una cámara oculta cuando estaba con una prostituta en un hotel de Moscú hace ya doce años? ¡Si en aquella época esas cosas sucedían casi cada día, y no merecían más que una reprimenda! Mañana iré y aclararé de una vez por todas ese viejo… asunto. ¿Y qué harán ustedes entonces? Además, mencionaré unos cuantos nombres (el suyo, entre otros), y usted ya no hará más de mensajero, Nikolai.
—Su expediente tiene algunas cosas más, Norman —respondió el otro—. Está lleno de datos secretos que usted nos ha filtrado en el curso de estos años. ¿Así que lo aclarará todo? Bien, creo que le llevará mucho, mucho tiempo hacerlo.
—¿Datos secretos? —el rostro de Wellesley era ahora de un rojo encendido—. ¡Yo no les he dado nada! ¡Nada! ¿Qué clase de información…?
Wellesley temblaba como una hoja, temblaba de rabia y frustración bajo la atenta mirada de Zharov, y lentamente la sonrisa volvió a los labios del ruso.
—Yo sé que usted no nos ha dado nada —dijo tranquilamente—. Tampoco se lo habíamos pedido hasta hoy. Y también sé que usted es inocente, o casi, pero la gente que importa en estos casos no lo sabe. Y ahora por fin le estamos pidiendo algo. Así que usted puede pagar o… —Otra vez se encogió de hombros—. Lo que está en juego es su vida, amigo mío…
Cuando Zharov extendió la mano para abrir la puerta, Wellesley le cogió el brazo.
—No puedo contestarle de inmediato, tengo que pensarlo —dijo con voz entrecortada.
—De acuerdo —respondió Zharov—, pero no se tome demasiado tiempo.
Wellesley asintió con un gesto.
—No salga por aquí. Hágalo por la puerta de atrás —dijo, y lo guió a través del piso—. ¿Por qué vino a este lugar? ¡Santo cielo, si alguien le vio, no sé qué…!
—Nadie me vio, Norman. Además, no soy muy conocido por aquí. Estaba en un casino de Cromwell Road. Vine en taxi y le dije que me dejara unas cuantas manzanas más allá, después caminé hasta aquí. Ahora también caminaré, y luego cogeré un taxi.
Wellesley le abrió la puerta trasera y lo acompañó por el oscuro sendero del jardín hasta la salida. Antes de salir, Zharov cogió un sobre del bolsillo del abrigo y se lo tendió a Wellesley.
—He aquí unas fotografías que usted no había visto —dijo—. Servirán para recordarle que no debe demorarse en tomar una decisión, Norman. Tenemos un poco de prisa, como puede ver. Entretanto, tengo una o dos noches libres. Quizá me busque una puta bonita y limpia. —Zharov rió con ironía y continuó—: Y si sus hombres nos hacen algunas fotografías…, bueno, las guardaré de recuerdo.
Cuando el ruso se marchó, Wellesley entró a la casa. Llenó otra vez su copa, se sentó, y abrió el sobre que le había entregado Zharov. Para cualquiera que no conociera a Wellesley, aquéllas no eran más que ampliaciones de instantáneas sin ninguna trascendencia. Pero Wellesley sabía que no era así, y lo mismo sucedería con cualquier agente de los servicios secretos británicos, o de cualquier país del mundo. Las fotografías eran de Wellesley acompañado por un hombre de mucha más edad que él. Ambos llevaban gruesos abrigos y sombreros rusos de piel, caminaban juntos, charlaban, con las cúpulas de la plaza Roja de Moscú como fondo, y bebían vodka sentados a la puerta de una dacha. No eran más que media docena de fotos, y daban la impresión de que los dos hombres eran muy amigos.
El «amigo» de Wellesley debía de tener unos sesenta y cinco años; su pelo era gris en las sienes, con una franja de intenso color negro en el centro de la cabeza, y lo llevaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto su frente despejada y cruzada por múltiples arrugas. El hombre tenía ojos pequeños y cejas muy pobladas, numerosas arrugas en las comisuras de los ojos y de los labios, y una boca de expresión dura en una cara que, por lo demás, parecía bienhumorada. Sí, ese hombre había sido un tipo divertido, a su manera, y también un sujeto terrible en otros aspectos. Los labios de Wellesley pronunciaron en silencio su nombre: