Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Les habían encomendado seguirlo, averiguar quiénes eran sus contactos y si estaba distribuyendo droga. Pero no debían molestarlo ni detenerlo. Aquel asunto era más grande de lo que parecía, y los jefazos de arriba querían que cuando cayera el hacha, no lo hiciera solamente sobre el capitán del
Samothraki
y su tripulación, sino sobre toda la organización. Era evidente que Nichos Dakaris también formaba parte de la banda, y su sórdida taberna probablemente era uno de los lugares desde donde se distribuía la droga.
Para decirlo con pocas palabras: a Janos Ferenczy no lo abandonaba la suerte.
Pero los despistados policías griegos no fueron los únicos que le vieron marchar de la taberna; Ellie Touloupa también le vio desde su punto de observación en la manzana siguiente, bajo un antiguo pórtico de piedra. Le vio marcharse, y se fijó en el camino que seguía: hacia un pequeño atracadero en el puerto, utilizado por la tripulación de los yates y las embarcaciones de recreo. Ellie no era estúpida; había investigado a Lazarides y sabía que el blanco y elegante
Lazarus
le pertenecía. Y ahora el individuo se dirigía a su barco.
Tal vez tenía una mujer a bordo. ¿Pero qué hacía entonces bebiendo solo en un nido de ratas como la taberna de Nichos Dakaris? Quizá tenía problemas, pero Ellie era una experta en resolverlos. Además, le parecía un hombre muy atractivo, y si además se podía ganar un dinerillo… e incluso pasar la noche a bordo…
Eso pensaba Ellie cuando, tras encender un cigarrillo, se dio prisa por un laberinto de callejuelas porticadas hasta el lugar donde podía interceptar a Janos. Y se encontraron en una oscura encrucijada a pocos metros del embarcadero.
Cuando Janos llegó al cruce de caminos advirtió de inmediato la presencia de la mujer. Ella todavía respiraba trabajosamente a causa de la prisa, y sus tacones altos la hacían caminar con paso incierto sobre los adoquines. Ellie hizo un alto en la oscuridad. Tuvo la impresión de que él, cuando aminoró la marcha y giró el rostro en su dirección, la veía (aunque eso parecía una hazaña casi imposible, teniendo en cuenta las gafas oscuras de Janos).
Y luego… una sensación extraña: Ellie quería que él supiera que ella estaba allí, pero al mismo tiempo le daba miedo. ¿Qué debía hacer?
¿Permanecer inmóvil, conteniendo la respiración, y confiar en que Janos siguiera su camino? O debía…
Demasiado tarde.
—Tú —dijo él, y avanzó en la oscuridad hacia ella—. Éste es un lugar muy solitario, Ellie, y tus clientes deben de estar esperándote en la taberna de Nick.
Cuando Janos avanzó hacia ella, Ellie también dio unos pasos y fue a su encuentro. Permanecieron muy cerca el uno de la otra, apenas visibles en la sombra de los antiguos muros de piedra. Y la mujer supo entonces que él sería suyo. Ella siempre sabía cuando algo así iba a suceder.
—Se me ocurrió que podía ir a bordo contigo —dijo jadeante.
Otro paso y él la obligó a retroceder hacia la oscuridad hasta que ella dio con el muro de piedra.
—No, no creo que sea posible —respondió él.
—Sí es así —Ellie respiró hondo cuando la mano de Janos la cogió por la cintura—, si es así…, quiero follar contigo aquí mismo…, contra esta pared.
Él rió sin alegría.
—¿Y tendré que pagarte por algo que evidentemente deseas?
—Ya me has pagado —respondió ella, y comenzó a respirar agitadamente cuando Janos le desabrochó la blusa con la mano libre—. El vino…
—Te vendes muy barato, Ellie. —Janos le subió la falda y se apretó contra ella.
—¿Muy barato? ¡Para ti, gratis!
Janos rió una vez más.
—¿Te entregas gratis, y por tu propia voluntad? ¡Ah, este mundo está lleno de sorpresas! ¡Una puta, y sin embargo tan inocente!
Ella abrió las piernas y le recibió dentro de sí, y se expandió mientras él la penetraba. ¡Él era enorme! Janos se agrandó dentro de ella, colmándola, ¡y seguía creciendo! Ellie nunca había experimentado nada igual, ni siquiera lo había imaginado. ¿Acaso Janos era una especie de dios, un fantástico Príapo?
—¿Quién… eres? —jadeó la mujer, aunque sabía muy bien la respuesta a su pregunta. Y antes de que él pudiera responder, insistió:— ¿Qué… eres?
Janos estaba excitado… o quizás hambriento. Una de sus manos se dirigió a los pechos de la mujer, y la otra fue hacia atrás, por debajo. Y él continuó expandiéndose dentro de ella; no se agitaba, sólo se alargaba. Y sus dedos encontraron el ano de Ellie, y también ellos parecieron expandirse.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —jadeó ella, los ojos muy abiertos y relucientes en la oscuridad.
Y Janos respondió por fin con otra pregunta a la que le había hecho ella.
—¿Conoces la leyenda de los Wrykoulakas?
Su mano abandonó el pecho de la mujer y Janos se quitó las gafas. Sus ojos relucieron como rojas brasas en la oscuridad.
Ella respiró hondo, pero antes de que pudiese gritar la abismal boca de Janos cubrió la mitad inferior del rostro de Ellie. Y su lengua penetró por su estremecida garganta.
¡Ah, ya veo que conoces la leyenda! Y ahora también conoces la realidad
.
La protocarne del vampiro penetró en todas las cavidades del cuerpo de la mujer, emitiendo filamentos que se extendieron por las venas y las arterias como los gusanos que horadan la tierra, sin dañar la estructura. Y Ellie todavía estaba consciente cuando Janos comenzó a alimentarse.
Al día siguiente, la encontrarán allí y dirán que ha muerto de anemia, y ni la autopsia más minuciosa podrá descubrir algo que pruebe que no fue así. Y esta deliciosa fusión no engendrará progenie alguna. No, porque Janos se cuidará de que nada de él permanezca en ella, nada que pueda aparecer más tarde y ocasionarle… problemas.
En cuanto a la vida de la que se estaba apoderando… ¿qué importaba? Una más que añadir a otros cientos. Y sólo era una prostituta. La respuesta era muy simple: Ellie no era nada, no había sido nada…
Tres horas y media más tarde, y seis kilómetros al este de Rodas, el
Samothraki
estaba anclado en un mar calmo como un lago. En los últimos minutos había sucedido algo extraordinario: una tenue bruma se había convertido en una espesa niebla. Ahora los puentes y la cubierta del viejo navío estaban cubiertos por nubes algodonosas, y la visibilidad era prácticamente nula.
El primer oficial, dolorido aún tras su escaramuza con Janos Ferenczy, había traído a Pavlos Themelis a cubierta para que viera con sus propios ojos el fenómeno. Y el capitán estaba asombrado.
—¡Pero esto es una locura! ¿A qué cree usted que se debe?
—No lo sé —respondió el otro—. Es una locura, como dice usted. Podría suceder en octubre, pero estamos en marzo.
Los dos hombres se dirigieron hacia la cabina del timón, donde un tripulante intentaba poner en marcha la sirena de niebla.
—Déjela —le ordenó Themelis—. No funciona. ¡Por Dios, estamos en el Egeo! ¡No he usado nunca la sirena de niebla! Debe de estar llena de herrumbre. Además, utiliza vapor, y no tenemos mucho. De modo que haga algo útil, y vaya a echar carbón a la caldera. Tenemos que salir de aquí.
—¿Salir de aquí? ¿Y adónde iremos?
—¿Y a qué viene esa pregunta? —respondió Themelis con voz que parecía un ladrido—. ¿Qué cree usted? ¡A cualquier parte, al mar abierto, a donde el
Lazarus
no pueda aparecer de repente y partirnos por la mitad!
—Hablando de Roma… —gruñó el primer oficial, los ojillos porcinos llenos de odio mientras contemplaba por la ventana de la cabina del timón al elegante barco blanco, aparecido como un fantasma de la nada, que detuvo su marcha a la par del
Samothraki
.
La tripulación del
Lazarus
echó cabos y las dos naves fueron amarradas juntas, babor contra babor. Los viejos neumáticos que bordeaban el
Samothraki
actuaron como amortiguadores, impidiendo que los cascos chocaran. Toda la maniobra fue realizada a la luz de las lámparas de cubierta, en medio de un ominoso silencio en el cual hasta el crujir de los neumáticos entre casco y casco parecía sofocado por la niebla.
El
Lazarus
, a pesar de ser un navío moderno, de casco de acero y tan ancho como el
Samothraki
, aunque tres metros más largo, cuando sus hélices no funcionaban tenía en el agua el mismo nivel que el otro barco. Las cubiertas de ambos navíos quedaban aproximadamente a la misma altura, y era muy fácil saltar de un barco al otro. Con todo, la tripulación de la nave blanca —ocho hombres-se limitó a permanecer alineada junto a la borda, en tanto su capitán y su camarada americano permanecían unos pasos más atrás, refugiados bajo la toldilla como dos espantapájaros. Las luces de los camarotes, traspasando con su brillante blancura la niebla, enmarcaban sus oscuras siluetas con un halo plateado.
Themelis y sus hombres, de pie junto a la borda del
Samothraki
, se sentían más y más inquietos. Algo muy extraño estaba sucediendo allí, más extraño aún que aquella intempestiva y poco natural niebla.
—Ese hijo de perra de Lazarides me tiene harto —gruñó el compañero de Themelis. El capitán rió burlón.
—¿Sólo eso, Christos? —preguntó irónico—. Bueno, no deje que se acerque a sus testículos, y no tendrá problemas.
El otro ignoró la burla.
—La niebla le rodea —continuó hablando, tembloroso—. Es como si surgiera de él…
Lazarides y Armstrong estaban ahora en la barrera de la borda. Permanecieron allí, apoyados en la barandilla e inclinados hacia adelante, como si estuvieran examinando cuidadosamente el
Samothraki
. Themelis pensó que los hombres eran iguales en estatura, pero muy distintos en cuanto a postura y estilo. El americano arrastraba un poco los pies, como un mono, y un parche negro cubría su ojo derecho; en la mano derecha llevaba un elegante maletín negro, que Themelis esperaba estuviera lleno de dinero. Lazarides estaba a su lado, recto y erguido como una baqueta en medio de la noche y la niebla, y sin quitarse las gafas oscuras.
Pero ¿por qué estaban tan callados? ¿Y qué esperaban?
—¡Aquí estamos, Jianni! —Themelis intentó librarse de la sombría sensación de tristeza que súbitamente se había abatido sobre él, abrió los brazos en un gesto efusivo y manifestó su aprobación—: ¡Esto sí que será hablar en privado! ¡En medio de un banco de niebla! Así que… bienvenido al viejo
Samothraki
.
Lazarides por fin sonrió.
—¿Me invitas a subir a bordo?
—¿Cómo? —preguntó sorprendido Themelis—. ¡Claro que sí! ¿Cómo, si no, podríamos llevar a cabo nuestros negocios?
—Tienes razón —asintió el otro con un gesto torvo. Y mientras pasaba de un barco al otro, se quitó las gafas oscuras. Armstrong fue tras él, y también el resto de la tripulación. Y la tripulación del
Samothraki
retrocedió para alejarse de ellos, sabiendo ahora sin lugar a dudas que allí pasaba algo (o todo) muy malo. Porque los tripulantes del
Lazarus
semejaban zombis de ojos llameantes, y su jefe… no se parecía a ningún hombre que hubieran visto en su vida.
Pavlos Themelis, cuando vio la transformación sufrida por el rostro del hombre llamado Lazarides, pensó que sus ojos le engañaban. El primer oficial de a bordo, que también vio lo que su capitán, intentó sacar el revólver que llevaba en una pistolera debajo del brazo.
Demasiado tarde, porque Armstrong se inclinó sobre él. El americano utilizó su maletín para apartar el revólver a un lado; después cogió la mano que lo empuñaba y obligó a su dueño a apuntar a su propia cabeza. El primer oficial no tenía la menor posibilidad de salir victorioso de aquello. Armstrong le hizo introducir el revólver en el oído y exclamó: «¡Ja!». Y su víctima, que vio relucir el único ojo de su atacante con una luz como de azufre —y la lengua bifurcada agitándose en su boca— simplemente perdió toda esperanza.
—Ese tipo
era
un tonto —le dijo Janos Ferenczy a Themelis con tono casual.
Y ésa fue la señal para que Armstrong apretara el gatillo.
Christos, con la cabeza destrozada, fue arrojado como una muñeca de trapo por sobre la borda. Se deslizó entre los cascos de los dos barcos, que lo apretujaron y lo dejaron maltrecho antes de que se hundiera definitivamente en la espesa niebla que cubría las aguas. El desgarrón que produjo en la bruma volvió a llenarse rápidamente mientras resonaba aún el eco del disparo que lo había matado…
—¡Santa Madre de…! —comenzó a exclamar Themelis, impotente al ver que la tripulación del otro barco rodeaba a sus hombres. Y cuando Janos avanzó hacia él, el capitán retrocedió, observando incrédulo la longitud de la cabeza y de las mandíbulas del otro, los dientes en la boca monstruosa, el extraño resplandor escarlata de los terribles ojos.
—Jianni… —consiguió articular por fin—. Jianni, yo…
—Enséñame la cocaína —dijo Janos cogiéndolo del hombro con un apretón de acero—. Muéstrame ese polvo blanco tan valioso.
—Está…, está abajo —musitó Themelis, que no podía ni se atrevía a apartar los ojos del rostro de Janos.
—Entonces, llévame abajo —ordenó Janos. Pero antes se dirigió a sus hombres—: Lo habéis hecho muy bien. Ahora haced lo que queráis, ya sé que estáis hambrientos.
Desde abajo de la cubierta, Themelis oía los gritos de su tripulación y pensó: «Quizá Christos Nixos era un tonto, pero al menos él murió casi sin darse cuenta…». Y el capitán del
Samothraki
se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que sus propios gritos se unieran a los de sus hombres…
Cuarenta minutos más tarde, los motores del
Lazarus
ronronearon nuevamente y la nave se alejó lentamente del inmóvil y silencioso
Samothraki
. La niebla comenzaba a disiparse, brillaban las estrellas y muy pronto el horizonte se iluminaría con el nacimiento de un nuevo día.
El barco maldito estalló en una enorme explosión cuando el
Lazarus
se encontraba a unos trescientos metros. Los ardientes restos de la nave se hundieron en el mar hirviente, dejando tras de sí sólo un rastro de humo. El
Samothraki
ya no existía. Unos días después, quizá flotaran algunos pocos restos hasta la orilla, tal vez un cadáver o dos, e incluso puede que entre ellos se encontrara el cuerpo hinchado y comido por los peces de Pavlos Themelis…
Harry Keogh ahora: el ex necroscopio
Harry despertó con la sensación de que algo estaba sucediendo, o por suceder. Se encontraba sentado en la enorme y antigua cama en la que se había quedado dormido sin proponérselo, la cabeza apoyada en la cabecera y un grueso libro de tapas negras en las manos.
El libro del vampiro
: un tratado que examinaba con pretendida objetividad la perversidad de los vampiros desde la más remota antigüedad hasta nuestros días. Para el necroscopio, aquello no era más que una lectura ligera, y muchos de los «casos bien documentados» no le parecían más que chistes grotescos, porque nadie en el mundo sabía más acerca de la leyenda de los vampiros y de su realidad que Harry Keogh. Nadie en el mundo excepto una sola persona, y ése era su hijo, llamado también Harry. Claro que Harry hijo no contaba, porque, en realidad, no estaba en «este» mundo, sino…, sino en otro lugar.