Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
Mientras dormía, Harry había tenido un antiguo y perturbador sueño, en el que se mezclaban su vida y sus amores de quince años atrás con la vida y los amores actuales, en un surrealista calidoscopio erótico. Había soñado que hacía el amor con Helen, su primera experiencia sexual, y había soñado también con Brenda, su primer amor verdadero y su esposa de la juventud. A pesar de la extraña superposición, los sueños habían sido familiares, placenteros y tiernos. Pero también había soñado con lady Karen y su monstruosa madriguera en el mundo de los wamphyri, y posiblemente había sido este horrible sueño el que le había hecho despertar.
Pero también había soñado con Sandra, su última —y esperaba que definitiva— historia de amor, que a causa de su cercanía en el tiempo había provocado un sueño mucho más vivido, real e inmediato. Y era Sandra quien de alguna manera había hecho menos duro el frío apretón del terror del resto del sueño.
Esto era lo que había soñado: que hacía el amor con las mujeres que había conocido y con la que conocía en la actualidad. Y también lo hacía con lady Karen, con quien, gracias a Dios, nunca había tenido una relación de esa clase.
Pero con Sandra… habían hecho el amor muchas veces, aunque raramente de manera satisfactoria, y siempre en su casa de Edimburgo, en la tenue luz verdosa de la lámpara de su mesa de noche. Al menos no había sido demasiado satisfactorio para Harry; él, claro está, no podía opinar por Sandra. Sospechaba, sin embargo, que ella le amaba intensamente.
Harry nunca le había hablado de su…, de su insatisfacción. No sólo porque no quería herirla, sino también porque sólo serviría para arrojar luz sobre su propia deficiencia. Una deficiencia, sí, y a la vez una especie de paradoja. Porque, comparado con otros hombres (y Harry no era tan ingenuo como para suponer que era el primero en la vida de Sandra), ella debía de considerarlo poco menos que un superhombre.
Él podía hacerle el amor durante una hora, e incluso más tiempo, antes de llegar al orgasmo; pero Harry no era un superhombre, o al menos no lo era en este aspecto. Lo que ocurría en la cama es que ella simplemente no lograba excitarle. Cuando llegaba al orgasmo, siempre era con la imagen de otra mujer en su mente. Cualquier otra mujer: la amiga de un amigo, o alguna conocida casual; una actriz, o incluso Helen, su amiga de la niñez, o Brenda, su esposa de la juventud. Y esto no era algo fácil de reconocer ante una mujer a la que supuestamente se ama, y que uno está seguro que le ama.
Y evidentemente era una deficiencia suya, porque Sandra era muy hermosa. Todos decían que Harry podía considerarse un hombre afortunado. Quizás era la suave iluminación verdosa del dormitorio de ella lo que apagaba su deseo; el verde era un color que no le gustaba. Y también los ojos de la muchacha eran verdes, o al menos de un azul verdoso.
Por eso la parte que concernía a Sandra en el sueño había sido tan diferente: hacían el amor y era muy bueno. Harry había estado muy cerca del orgasmo cuando despertó… con la sensación de que algo estaba por suceder.
Despertó en su propia cama, su propio país, en su propia casa de campo cerca de Bonnyrig, y no muy lejos de Edimburgo, con el libro todavía en sus manos. Y sintiendo su peso, de modo que tal vez era esa sensación la que había coloreado sus sueños. Vampiros. Los wamphyri. Aquello no tenía nada de sorprendente, después de todo, habían aparecido en casi todos sus sueños durante muchos años.
Afuera estaba por amanecer, tenues hilos de luz de un color gris verdoso se filtraban por las hendiduras de las persianas y le daban un vago aire submarino a la atmósfera de la habitación, como si estuviera sumergida en el fondo del mar.
Harry, medio recostado y volviendo lentamente a la realidad, sintió un hormigueo que comenzaba en el cuero cabelludo. Tenía los pelos de punta. Y también su pene estaba erecto, desnudo y eléctricamente erecto, y aún latiendo a causa del sueño.
Harry escuchó atentamente: se oía el tenue rumor de la calefacción central, los primeros trinos de los pájaros en el jardín, los ruidos adormilados de un mundo que comenzaba a desperezarse en el alba.
Harry muy rara vez dormía más de una o dos horas seguidas, y el amanecer era su hora favorita. Era muy agradable percibir que la noche había pasado sin que nada sucediera, y que comenzaba un nuevo día. Pero en esta ocasión sentía que ocurría algo, y volvió la cabeza para mirar fijamente, expectante, la puerta abierta de su habitación. Aún confuso por el sueño, lo vio todo levemente borroso, como difuminado. En toda la habitación no había nada con bordes bien definidos, salvo su propia erección, que parecía muy extraña a la luz de su confusa visión.
Cualquiera que se haya despertado una mañana después de una buena borrachera sabrá cómo se encontraba Harry. Uno sabe a medias quién es, uno medio quiere encontrarse en un lugar muy especial, y a la vez teme no estar donde debería, e incluso cuando sabe con seguridad dónde se encuentra, no está completamente seguro de estar allí, ni está seguro de quién es. Es parte del síndrome de «nunca más volveré a hacerlo».
Pero Harry no recordaba haber bebido. Y la otra cosa que siempre le afectaba cuando despertaba de esta manera —algo que años antes le aterrorizara, pero en la actualidad pensaba que estaba acostumbrado— era la parálisis. El hecho de que no pudiera moverse. No era más que la transición entre el sueño y la vigilia, él lo sabía; pero, aun así, era horrible. Tenía que obligar a sus miembros a comenzar a moverse, habitualmente empezando por una mano o un pie. Ahora se hallaba paralizado, y sólo sus ojos obedecían a las órdenes de su cerebro. Harry hizo que miraran fijamente, por la abierta puerta de la habitación, a las sombras que se agazapaban más allá.
Algo estaba sucediendo. Algo que le había despertado, que le había robado la satisfacción de derramarse dentro de Sandra, a su entera satisfacción esta vez. Había algo en la casa…
Eso justificaría el hormigueo de su cuero cabelludo, sus pelos de punta, y su declinante erección. Se percibía un perfume en el aire. Algo se movía en la oscuridad más allá de la puerta del dormitorio: podía intuirlo, aunque no oyera nada. Algo se acercó a la puerta y se detuvo en la oscuridad, fuera de la vista.
Harry deseaba preguntar quién estaba allí, pero la parálisis se lo impedía. Puede que haya emitido algún sonido con la garganta. Una figura surgió parcialmente de las sombras. Por entre el resplandor submarino, Harry vio un ombligo, un pubis con su oscura mata de vello, la curva de unas redondeadas caderas femeninas y la parte superior de unos muslos, como recortados por unas medias negras. Ella, quienquiera que fuese, permaneció más allá de la puerta, su piel de suave apariencia iluminada por la tenue luz. Bajo la atenta mirada de Harry, ella sostuvo su peso primero en un pie —invisible para él— y después en el otro, balanceando las caderas. Por encima del vientre debían de encontrarse sus senos, grandes y maduros. Sandra tenía pechos voluminosos.
Era Sandra, claro está.
La voz de Harry aún se negaba a obedecerle, pero ya podía mover los dedos de la mano izquierda. Sandra seguramente podía verle, podía ver cómo lo perturbaba su presencia. El sueño estaba por convertirse en realidad. La sangre corría acelerada por sus venas. Y de manera apenas consciente, Harry comenzó a hacerse preguntas. Y las respondió.
¿Por qué había venido Sandra?
Era evidente, para hacer el amor.
¿Cómo había entrado a la casa?
Él debía de haberle dado una llave, aunque no lo recordaba.
¿Por qué ella no avanzaba unos pasos, para que él pudiera verla bien?
Porque quería verle primero muy excitado. Tal vez no había querido despertarlo antes de meterse en la cama con él.
¿Por qué había esperado Sandra tanto antes de mostrarle que ella también podría ser sexualmente agresiva? Otras veces había tomado la iniciativa, desde luego, pero nunca hasta ese punto. Quizás era porque ella había percibido sus reticencias, o tal vez porque sospechaba que él nunca había disfrutado por entero con ella.
Bueno, quizás ella tenía razón.
Sus ojos comenzaban a lagrimear. Era a causa de la pobre iluminación, y de mirar tan fijamente. Harry intentó mover la mano izquierda, alargó los dedos y tiró del cordón que cerraba las persianas para impedir que entrara la débil luz gris verdosa. La habitación quedó casi completamente a oscuras —delgadas líneas verdes sobre un aterciopelado fondo negro—. Eso era lo que ella había estado esperando.
Ahora ella se adelantó. Debía de llevar medias y una camiseta muy corta que dejaba al descubierto el ombligo. Sexys, medio velados por la oscuridad, sus muslos, vientre y ombligo flotaron hacia él, las caderas balanceándose lánguidamente, rayadas de verde. Ella se metió en la cama, se arrodilló con los muslos abiertos y se inclinó hacia adelante. La negra hendidura era visible en la mata de vello del pubis. Estaba muy callada. Y era muy, muy liviana. La cama no se hundió cuando ella se deslizó hasta Harry. El hombre se preguntó cómo se las habría arreglado Sandra para hacer algo así.
Ella se dispuso a montar sobre él, lenta, muy lentamente, la negra hendidura más y más abierta a medida que se acercaba a su objetivo. Harry arqueó la espalda, esforzándose por subir hacia ella… Pero ¿por qué no sentía las rodillas de Sandra aferrando sus caderas? ¿Por qué era tan, tan liviana?
De repente, y sin aviso previo, se le puso la piel de gallina. El deseo le abandonó en un instante, porque su intuición le dijo que
aquello
no era Sandra. Y, peor aún, ¡no podía decir
qué
era!
Buscó tanteando con la mano izquierda el interruptor de la luz y la encendió.
La habitación se iluminó con una luz cegadora.
Y en ese instante la hendidura en la mata de vello púbico se abrió como si fuera un artefacto mecánico. «Por el agujero asomaron las encías húmedas de obsceno color rosa de unas poderosas mandíbulas armadas con dientes como agujas, que se cerraron sobre él como una horrible y mortal trampa».
Harry aulló, se arqueó en la cama y su cabeza golpeó contra la cabecera. Sus manos, en un movimiento convulsivo, intentaron golpear, buscaron desesperadamente un rostro, una garganta, unas facciones…; pero allí no había nada.
¡No había nada por encima del ombligo! Y tampoco nada debajo de la parte superior de los muslos.
Ella —o aquello— no era más que un abdomen, una vagina con dientes caníbales que le estaban destrozando. Y la sangre de Harry, roja y caliente, fluyó torrencial mientras la cosa se deleitaba devorando sus genitales.
Y un ojo escarlata, que se abrió de repente, contempló a Harry desde la órbita que él había creído era un ombligo
.
—¿Eso es todo, Harry? —El doctor David Bettley, un empático de la Organización E que se había retirado a temprana edad para evitarle males mayores a su enfermo corazón, contempló a Harry con los ojos entrecerrados.
—¿No le parece bastante? —respondió su interlocutor con tono un tanto crispado—. ¡Por Dios, para mí fue más que suficiente! ¡Creí que me moría de miedo! Sí, y le aseguro que no es fácil atemorizar a alguien como yo. Pero ese maldito sueño era tan…, ¡tan real! Todos tenemos pesadillas, pero ésa fue… —Y Harry se estremeció involuntariamente.
—Sí, ya veo cuánto le ha afectado —dijo Bettley, preocupado—. Pero cuando le pregunté si eso era todo, no fue porque le quitara importancia a su experiencia. Simplemente le preguntaba si tenía algo más para contarme.
—No —respondió Harry—. En ese instante me desperté de verdad. ¿Usted quiere saber si el sueño me produjo alguna reacción? ¡Vaya si me la produjo! Para empezar, me sentía débil como un gatito recién nacido. Estoy seguro de que sufría una conmoción. También me encontraba físicamente enfermo, y casi vomito. Fui de vientre, y no me avergüenza confesar que apenas si alcancé a llegar al retrete. No quiero ser grosero, pero ese sueño literalmente me hizo cagar de miedo. —Harry hizo una pausa, se recostó en su asiento y perdió en parte su animación; Bettley pensó que parecía cansado. Pero Harry se recuperó, volvió a sentarse erguido en la silla y continuó—. Después… recorrí la casa encendiendo todas las luces, con un hacha de picar carne en la mano. Busqué a esa maldita cosa en todos los rincones. Una hora, dos, hasta bien entrada la mañana. Y durante casi todo ese tiempo temblaba como una hoja. Fue sólo cuando dejé de temblar cuando finalmente me convencí de que aquello no había sido más que un sueño. —Harry rió de repente, pero era una risa un tanto estremecida—. Estuve a punto de llamar a la policía. ¿Puede imaginárselo? Quiero decir, usted es un psiquiatra, ¿pero qué habrían pensado ellos de mi historia? Tal vez me habrían enviado a verle a usted uno o dos días antes.
El doctor Bettley unió los dedos de las manos como si estuviera orando y miró fijamente a los ojos a su interlocutor. Harry Keogh tenía cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años (su cuerpo, en todo caso), pero parecía unos cinco años más joven. ¡Y Bettley sabía que su mente también tenía cinco años menos! Era muy extraño tratar con un hombre como Keogh. Incluso mirarlo se le hacía difícil. Porque Bettley había conocido antes ese cuerpo y ese rostro, los había conocido cuando eran los de Alec Kyle.
El doctor meneó la cabeza y pestañeó, y luego evitó deliberadamente mirar a Harry a los ojos. A veces podían ser tan tristes…
En cuanto al resto del cuerpo:
El cuerpo de Harry había sido robusto, incluso un poco grueso. Con su estatura, de todos modos, eso no importaba. O no le importaba a Alec Kyle, cuyo trabajo en la Organización E había sido fundamentalmente sedentario. Pero sí le había preocupado a Harry. Después de aquel asunto del
château
Bronnitsy —su metempsicosis—, se había ocupado de su nuevo cuerpo, lo había entrenado y perfeccionado. En todo caso, había hecho todo lo que mejor podía, considerando su edad. Esa es la razón por la que no parecía tener más de treinta y siete o treinta y ocho años. Pero habría sido mejor si sólo tuviera treinta y dos, como la mente que se albergaba en él. Aquél era un asunto muy perturbador… y el doctor meneó una vez más la cabeza y parpadeó.
—Entonces, ¿qué piensa usted de todo esto? —preguntó Keogh—. ¿Podría ser parte de mi problema?
—¿Su problema? —repitió Bettley—. Claro que sí. Estoy seguro de que sólo se trata de eso, a menos que usted se haya guardado algo.
Harry arqueó las cejas en un gesto de interrogación.
—Quiero decir, con respecto a sus sentimientos hacia Sandra. Usted ha mencionado cierta ambivalencia, falta de deseo, incluso pérdida parcial de su potencia. Podría ser que usted, de alguna manera, le echa la culpa (inconscientemente, claro está), la hace responsable de que usted ya no sea… —El psiquiatra hizo una pausa.