El lenguaje de los muertos (7 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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—¿Y no podríamos haber hecho todo el camino en tren desde Savirsin? —preguntó Vulpe.

—Sí, si hoy hubiera alguno, pero no lo hay. No sea impaciente, que ya llegaremos. ¿No me dijo que todavía tenía seis días antes de volver a Bucarest a coger su avión? ¿Qué prisa tiene, pues? Según mis planes, si hacemos la conexión en Lipova, estaremos en Sebis antes de mediodía. Puede que haya un autocar de Sebis a Halmagiu, y entonces llegaríamos a las dos y media de la tarde, a más tardar. O quizá consigamos alguien que nos lleve en un camión, o en un carro. En ese caso llegaremos más tarde y tendremos que pasar la noche en el pueblo. Después de las cuatro será ya muy tarde para hacer nada, a menos que ustedes quieran pasar la noche en las montañas.

—No, no queremos.

—¡Ja! —se burló Gogosu—. ¡Conque escaladores de buen tiempo! Bueno, de hecho en esta época hace muy buen tiempo. ¡Demasiado caluroso para mi gusto! No habrá ningún problema. Una buena lata de salchichas húngaras en salmuera (las traen muy baratas de contrabando), una hogaza de pan negro, una botella de un aguardiente de ciruelas barato, y unas pocas cervezas. Una noche bajo las estrellas, acampados entre los peñascos y alrededor de una hoguera, con el olor de la resina que surge de los pinos, les vendría muy bien a ustedes tres. ¡Sus pulmones pensarían que han muerto y han ido al paraíso de los pulmones buenos!

La descripción que Gogosu hacía de la escena era muy tentadora.

—Ya veremos —dijo Vulpe—. Entretanto, le pagaremos la mitad de lo convenido, y el resto cuando veamos las ruinas que nos ha prometido.

Vulpe cogió un fajo de
leus y
contó unos cuantos billetes —probablemente más dinero del que Gogosu veía en todo un mes, pero muy poco para él y sus compañeros—, y luego acabó de llenar las abiertas manos del cazador con un puñado de
banis
de cobre, mera calderilla para los americanos. Gogosu lo contó todo cuidadosamente y después lo guardó, intentando mantener el rostro inexpresivo.— Pero al cabo de unos instantes no pudo contenerse, sonrió abiertamente y chasqueó los labios en un gesto de satisfacción.

—Con esto tengo para pagar el aguardiente por un tiempo —dijo, pero se apresuró a añadir—: Claro que no por
mucho
tiempo, como ustedes comprenderán.

—Sí, sí, lo comprendo —asintió Vulpe, y se reclinó en su asiento sonriendo.

Desde atrás llegaron las voces emocionadas y estridentes de Armstrong y Laverne, que intentaban hacerse oír por encima del estrépito del autocar; enfrente estaba sentada una vieja con una jaula con pollos en la falda; un par de fornidos y jóvenes granjeros viajaban en los asientos del otro lado del pasillo, hablando de las enfermedades de las aves y discutiendo por un ejemplar amarillento de
La granja rumana
. En la parte trasera del autocar iba una familia completa —todos muy bien vestidos, incómodos y con ropas casi modernas que les daban una apariencia extraña—, posiblemente camino de una boda o reunión, o algo por el estilo.

Todo aquello seguramente era extraño y maravilloso para los amigos americanos de Vulpe, pero para Gheorghe —George—, era…, era la vuelta al hogar. Conmovedor…, pero también desconcertante. Se había sentido así desde que bajara del avión hacía ya quince días; eran unos sentimientos que él pensaba habían desaparecido durante sus quince años de estancia en los Estados Unidos, desde que el médico le había llevado allí, y había regresado a Rumania sin él. Él también había querido que desapareciera la amargura que traía consigo su condición de huérfano. Porque durante los primeros años en América había odiado a Rumania, y cuando le recordaban su origen se sumía en el más negro abatimiento. Ésa era una de las razones que le habían impulsado a regresar ahora, Vulpe suponía que podría quitarse para siempre de encima el sudario que representaba para él aquel lugar y finalmente podría decir: «¡Aquí no había nada para ellos… y no hay nada para mí…; yo conseguí escapar!».

Vulpe había esperado que su tierra natal, que todo el país, le deprimiera y le devolviera su antigua amargura —ahora por última vez— para poder sentirse después realmente libre, satisfecho de que todo hubiera pasado, alegre de haber olvidado. Vulpe había creído que iba a ser capaz de bajar del avión, mirar a su alrededor, encogerse de hombros y decirse a sí mismo: «¿Y quién necesita esto?».

Pero estaba equivocado.

Todo el dolor que había sentido se desvaneció rápidamente; en lugar de sentirse extranjero, fue como si Rumania le hubiera sujetado y le hubiera dicho: «Tú eras parte de esto. Eras parte de la sangre de esta antigua tierra. Tus raíces están aquí. ¡Tú conoces este lugar, y él te conoce a ti!».

Especialmente aquí, en estos caminos polvorientos, en estas huellas bajo las montañas, en estos senderos del bosque y puertos de alta montaña, estos valles y peñascos y estas desoladas murallas de piedra que llegan hasta el cielo. Estos bosques espesos y estas alturas. Sí, estos lugares estaban en su sangre. Si escuchaba atentamente, podía oírlos como se oye la marea en una playa distante, llamándolo… Sí, algo le llamaba…

—Dígamelo otra vez —dijo Gogosu, dándole un codazo en las costillas.

Vulpe se sobresaltó y volvió a la realidad, si es que se había alejado de ella.

—¿Cómo? ¿Qué quiere que le diga?

—Por qué está aquí. Qué significa todo esto. ¡Que me condenen si comprendo a los aficionados a los vampiros!

—No —respondió Vulpe—. Son ellos quienes están aquí por eso —dijo señalando con un gesto a los dos americanos que estaban sentados detrás—. Yo tengo, además, otras razones. En realidad…, bueno, creo que quería conocer el lugar donde nací. Quiero decir, cuando era un niño vivía en Craiova, pero eso no es lo mismo que estar junto a las montañas. Pero aquí…, creo que aquí sí que lo estamos. Y ahora que he conocido esta tierra, estoy satisfecho. Ahora sé de dónde provengo, y qué soy. Ahora puedo marcharme y no preocuparme más por eso.

—Hábleme entonces de la otra razón por la que está aquí —insistió el cazador—. Toda esa historia sobre los castillos en ruinas…

Vulpe suspiró, se encogió de hombros y luego intentó explicarlo como mejor pudo:

—Es por romanticismo. Y eso es algo que usted, Emil Gogosu, debería comprender con facilidad. Sí, usted, un rumano que habla una lengua romance, en una tierra tan romántica como ésta. Y no me refiero al romance entre una muchacha y un joven. Yo hablo del romanticismo del misterio, de la historia, de los mitos y las leyendas. El escalofrío que recorre nuestra espalda cuando pensamos en el pasado, cuando nos preguntamos quiénes fuimos, y de dónde hemos venido. El misterio de las estrellas, mundos que son incomprensibles para nosotros, lugares que la imaginación conoce pero que no puede nombrar o evocar, salvo que cuente con la ayuda de antiguos libros, o de viejísimos mapas medio destruidos. Como cuando usted, de repente, recordó el nombre del castillo.

»Es el romance que se encuentra en rastrear antiguas leyendas, y que contagia a la gente como una fiebre. Los científicos van al Himalaya a buscar al yeti, o intentan capturar a Pies Grandes en los bosques de América del Norte. En Escocia hay un lago donde todos los años rastrean las profundidades con sondas acústicas para buscar pruebas de que allí habita un monstruo superviviente de épocas prehistóricas.

»Es la fascinación que provoca un fósil, la evidencia de que el mundo existió y de que hubo en él criaturas vivientes mucho antes de nuestra aparición sobre la Tierra. Es la afición que tiene el hombre por investigar épocas pasadas, el deseo que siente de no dejar piedra sin remover, la necesidad que siente de investigar las coincidencias hasta demostrar que nada es accidental y que todo tiene no sólo una causa, sino también un efecto. Es… una sincronía de espíritu. Es la mística de caminar a tumbos por lo desconocido hasta volverlo conocido, de ser el primero en establecer una relación.

»Los científicos estudian los restos fósiles de un pez que creen está extinguido desde hace sesenta millones de años, y pronto descubren que en alta mar, cerca de Madagascar, pescan la misma especie. Cuando los lectores se interesaron en el novelesco personaje de Drácula, les asombró descubrir que Vlad el Empalador había existido de verdad… y quisieron saber más cosas de él. Quizás habría sido olvidado si un novelista (intencionalmente o no) no le hubiera dado vida. Y ahora sabemos muchísimas cosas acerca de él.

»Quizás existió en Inglaterra, en el siglo sexto, un rey Arturo…; en nuestros días, la gente todavía intenta probar su existencia. Y hay cada día más investigadores que se ocupan de su «historia», y también es posible que no fuera más que una leyenda…

»En la actualidad hay en los Estados Unidos (y en todo el mundo, en verdad) sociedades dedicadas a investigar estos misterios. Armstrong, Laverne y yo somos miembros de una de ellas. Nuestros héroes son aquellos escritores que en el pasado crearon novelas de horror, novelas que en el presente casi nadie escribe, gente que tenía un auténtico sentimiento por lo prodigioso e intentaba comunicarlo a otros mediante sus escritos.

»Bien, hace cincuenta años un escritor americano escribió una novela de misterio en la que mencionaba un castillo en Transilvania, que él llamó el castillo Ferenczy. Según la novela, fue destruido por fuerzas no precisamente naturales a fines de la década de mil novecientos veinte. He venido con mis amigos para ver si podíamos encontrar unas ruinas semejantes. Y ahora usted nos dice que el castillo mencionado en la novela era real, y que puede mostrarnos sus restos. Es…, es un ejemplo perfecto del tipo de sincronía del que yo le hablaba.

»Pero si usted tiene romance en su alma…, bueno, quizá sea más que eso. Claro está que sabemos que el apellido Ferenczy no es raro en estos lugares. Son los ecos del pasado; sabemos que en Hungría, Valaquia y Moldavia hubo boyardos que llevaban el apellido Ferenczy. Como ve, hemos hecho algunas investigaciones. ¡Pero fue maravilloso que le encontráramos a usted! Y aunque nuestro castillo no sea el que esperamos, será igualmente maravilloso. ¡Y qué historia podremos contar cuando de regreso en nuestro país nos reunamos de nuevo con los miembros de nuestra sociedad!

Gogosu se rascó la cabeza y lo miró con ojos inexpresivos.

—¿Me ha comprendido? —preguntó Vulpe.

—Ni una sola palabra —respondió el viejo cazador.

Vulpe suspiró profundamente, se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos. Era evidente que había perdido el tiempo. No había dormido bien la noche antes, y pensó que podría dar una cabezada en el autocar.

—Está bien, no se preocupe —murmuró, dando por concluida la conversación.

—¡Claro que no! —respondió muy seguro Gogosu—. ¿Romance? Yo ya no quiero más de eso. Ya tuve la parte que me correspondía, y he terminado con eso. ¿Chicas de piernas largas y pechos saltarines? ¡Ja! Los viejos y malignos
moroi
chupasangre de los castillos pueden quedarse con todas las chicas, para lo que a mí me importa…

Vulpe comenzó a respirar profundamente y sólo respondió con un «Mmmm». Gogosu le miró, pero el joven ya estaba dormido, o al menos lo parecía. Gogosu bufó y miró hacia otro lado.

Vulpe entreabrió apenas los ojos y vio que el viejo cazador no pensaba continuar la conversación; el joven se relajó, dejó flotar la mente, y al poco rato estaba realmente dormido.

La jornada transcurrió veloz para George Vulpe, que la pasó en su mayor parte desconectado del mundo exterior, encerrado en la tierra de sus sueños…, casi todos muy extraños, y que eran olvidados tan pronto como Vulpe abría los ojos en los breves altos que hicieron en el camino. Y cuanto más cerca estaban de su destino, más extraños se hacían los sueños; surrealistas, como suelen serlo, pero paradójicamente «reales». Lo que era aún más extraño, porque no eran visuales, sino enteramente aurales.

Vulpe había pensado que era la tierra misma la que le llamaba, y en su mente dormida era ésta la idea que predominaba; con la salvedad de que ahora no era toda Rumania la que le llamaba (o Transilvania), sino un lugar determinado, un
genius loci
específico. La fuente de esta atracción mental era el castillo prometido por Gogosu, claro está, que ahora parecía provisto de una oscura, gutural (¿y ávida?) voz propia.

Sé que estás cerca, sangre de mi sangre, carne de mi carne, hijo de mis hijos. Espero tal como he esperado durante siglos, sintiendo sobre mí el peso de las montañas. Pero… ahora hay una luz en mi oscuridad. Ha transcurrido más de un cuarto de siglo desde que la llama temblorosa de esa vela comenzó a existir; esto sucedió cuando tú naciste, y se hizo más vigorosa a medida que te hacías mayor. Pero luego… supe de la desesperación. Llevaron lejos la vela, su luz disminuyó hasta no ser más que un vago resplandor lejano, y luego se extinguió. ¡Creí que tu llama se había apagado! Pero
, ¿y
si solamente la hubieran puesto fuera de mi alcance? Hice un esfuerzo y te busqué, y descubrí que brillabas débilmente en tierras lejanas —o al menos eso es lo que preferí pensar—. Pero no podía estar seguro, de modo que volví a mi espera
.

¡Ah! Hijo mío, es fácil esperar cuando se está muerto, y toda esperanza se ha desvanecido. No podemos hacer nada más. Pero es más difícil cuando se está no-muerto, atrapado entre el palpitante tumulto de los vivos y el vacío silencio de una tumba deshonrada y despreciada, cuando uno no es ni una ni otra cosa, cuando le es negada la gloria de su propia leyenda; ay, negado incluso el bien ganado derecho a aparecer en las pesadillas de los hombres… Porque entonces la mente se convierte en un reloj que mide segundo a segundo las horas solitarias, y uno debe aprender a graduar el péndulo si no quiere que acabe descentrado. Sí, porque la mente está delicadamente equilibrada. Déjala que se apresure, y se hará muy pronto trizas, y finalmente se perderá en los laberintos de la locura
.

Sí, yo he conocido ese terror: el miedo a volverme loco en la soledad, y arruinar así toda esperanza de resurrección, toda esperanza de…, ¡de ser, tal como fui en otros tiempos!

¡Ah! ¿Te he asustado? ¿percibo acaso una retracción? No, eso no debe suceder. Soy tu antepasado, tu abuelo…; no, soy tu verdadero padre. La misma sangre que corre por tus venas corrió antaño por las mías. Es la continuidad del río de la vida. No debe haber una brecha entre nosotros, excepto, quizá, de la natural brecha del tiempo transcurrido. ¡Si podríamos ser uno! Y lo seremos, sí, seremos… amigos, ya lo verás
.

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