Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
¡Ya tenía bastante de aquella vida! ¡Era hora de lanzarme al mundo!
Janos tenía casi veinte años; ya era un hombre; le dejé a cargo del castillo y me dirigí de incógnito a Szeged, para enterarme de la situación, y hacer mis planes en consecuencia. Mi decisión no podría haber sido más oportuna.
La ciudad era un hervidero de noticias: Zara, que había sido tomada poco tiempo antes por Hungría, iba a ser muy pronto sitiada por los cruzados francos. Una gran flota de francos y venecianos ya surcaba los mares, y el rey había enviado emisarios a todos los boyardos (también a mí, supuse) para que reunieran a sus hombres y cogieran las armas. ¡Marilena había leído bien mi futuro!
En toda la zona había hombres míos. Cíngaros. Les encontré fácilmente en mi viaje de vuelta a la montañosa frontera.
—Quiero que os reunáis conmigo en el castillo —les dije—. Formaré un pequeño ejército con los mejores. Iremos a Zara, y también más allá. Los pobres os haréis ricos. Luchad bajo mi bandera, y yo os haré a todos boyardos. Pero si me defraudáis, acabaré con vosotros, y dentro de cien años yo continuaré siendo un gran señor, y vosotros no seréis más que polvo, vuestros nombres olvidados.
Y regresé a mi hogar. Pero como viajaba a la manera de los wamphyri —al menos por la noche—, y no había permanecido mucho tiempo en Szeged, volví mucho antes de lo previsto. Esos pocos días que permanecí separado de Marilena habían aguzado mis instintos, y todo mi ser esperaba ansioso el «santo» y sangriento festín que me habían augurado. En las montañas mi criados cíngaros se habían vuelto gordos y perezosos, pero yo sabía cómo despertarlos. No me esperaban de vuelta tan pronto, pero cuando me vieran sabrían que yo era el Ferenczy de los viejos tiempos.
La última noche, mientras volaba a casa con mis grandes alas membranosas, llamé mentalmente a todos los jóvenes cíngaros de la tribu de Ferengi, dondequiera que estuvieran, y les dije que se reunieran conmigo en las cercanías de Zara. Y supe que me habían escuchado en sus sueños, y que allí estarían.
Y tras haberme sacudido veinte años de desidia, volé en una corriente de aire entre la luna y las montañas, y todos los lobos de los picos nevados se echaron a aullar, hasta que por fin llegué a las almenas de mi castillo, donde recobré mi figura humana. Después… busqué a mi mujer y a mi hijo, sí… ¡Y los encontré juntos!
Pero he ido demasiado aprisa, permíteme que vuelva a unos pasos atrás.
He dicho antes que en Janos no había nada del vampiro. Bueno, eso era lo que yo pensaba. Pero ¡qué equivocado estaba! El vampiro estaba en él, pero no en su cuerpo sino en su mente. Había heredado de mí la mente de un verdadero vampiro. Y también había heredado algo de los poderes de sus padres. ¿Algo? ¡Él era todo un poder!
¿Telepatía? ¡Cuántas veces en el curso de aquellos años había intentado yo leer su mente y había fracasado! Claro que eso no es algo tan especial: hay hombres —unos pocos, todo hay que decirlo— que son naturalmente resistentes. Sus mentes están cerradas, protegidas de talentos como el mío. ¿Y fascinación, o hipnotismo? En algunas ocasiones, cuando mi hijo se mostraba obstinado, yo había intentado hipnotizarlo para que hiciera lo que yo deseaba. Había sido inútil; mis ojos no podían ver en los suyos, no podían penetrar buscando su mente. Así pues, había dejado de intentarlo.
En verdad, la razón de mis fracasos no era que Janos fuera insensible, sino que su fuerza era tal que desafiaba cualquier intrusión, y le volvía impenetrable. Yo comparaba la situación con un tira y afloja, en el cual mi adversario había atado su parte de la cuerda a la raíz de un árbol, y era imposible vencerle. Pero no, no era nada tan complicado; él era simplemente más fuerte. Y lo que es más, había heredado el talento de su madre para las predicciones. Podía ver el futuro, o al menos una parte de éste. Sólo que en este aspecto nuestros talentos estaban más equilibrados, o yo nunca le hubiera cogido. Porque él veía los acontecimientos del futuro a la distancia, y medio desvanecidos, como los recuerdos de una historia que el tiempo hubiera oscurecido.
Pero ahora déjame volver a aquella noche.
Ya he dicho que mis instintos estaban más aguzados que en los veinte años anteriores, y cuando estuve cerca del castillo sentí que las cosas no estaban como debían. Formé en mi rostro el hocico de un murciélago para olfatear el aire del lugar, no se percibía la presencia de ningún enemigo, y tampoco parecía haber ningún peligro físico para mí, pero había algo raro. Avancé con más cautela, silencioso como una sombra, y deseé que no me vieran ni me oyeran. Pero no era necesario; Janos estaba demasiado… absorto —¡el muy cerdo!—, y su madre demasiado perpleja como para darse cuenta siquiera de cuál era el propósito de su hijo, que advirtió sólo cuando él le ordenó algo.
Pero estoy adelantándome a los acontecimientos.
Yo, al menos en el primer momento, no vi que se trataba de Janos. Pensé que el hombre era un cíngaro, y esto me produjo un gran asombro. ¿Un gitano, uno de los míos, en el dormitorio de mi mujer a esa hora de la noche? ¡Aquél era realmente un valiente! Tenía que hacerle saber lo mucho que admiraba su intrepidez mientras lo estrangulaba con sus propias entrañas.
Ésos fueron mis pensamientos cuando llegué a los aposentos de Marilena y mis sentidos de wamphyri me dijeron que mi mujer no estaba sola. Después de lo cual tuve que hacer denodados esfuerzos para evitar que mis dientes se convirtieran en afiladas guadañas y me cortaran las encías, y sentí que las uñas de los dedos de las manos se alargaban involuntariamente como cuchillos, y ésta fue también una reacción que apenas si pude controlar.
El dormitorio tenía una puerta exterior, una pequeña antecámara, y una segunda puerta que daba al dormitorio propiamente dicho. Muy suavemente, sin hacer ruido, probé la puerta exterior y la encontré atrancada. Se despertaron mis peores sospechas, y también mi ira. Claro está que podía echar la puerta abajo, pero así les hubiera puesto sobre aviso. Y yo quería verlos con mis propios ojos. Y entonces no habría negativa, ni mentira, ni disimulo posible para una escena grabada para siempre en mis pupilas.
Salí a un balcón, convertí mis manos y antebrazos en discos membranosos semejantes a las ventosas de un pulpo grotesco y me dirigí a la ventana de Marilena. La ventana era grande, en forma de arco, y se abría en un muro de más de metro ochenta de espesor. Las cortinas del interior estaban cerradas. Me subí a la ventana y abrí apenas la cortina, para espiar por la hendidura. En la habitación, una mecha que flotaba en un recipiente de aceite daba suficiente luz como para que lo viera todo. Aunque yo no necesitaba la lámpara, porque veía en la oscuridad tan bien o mejor que los hombres a la luz del día.
Y esto fue lo que vi:
Marilena, desnuda como una puta, acostada de espaldas en una mesa, sus piernas alrededor de la cintura de un hombre que permanecía de pie, esforzándose entre las piernas de ella, sus nalgas contraídas como puños, introduciéndose en Marilena como si estuviera martilleando una cuña. Y lo estaba, ¡una gruesa cuña de carne que dentro de un momento yo iba a meter en su garganta!
Pero entonces, en medio del enloquecido pulso de mi sangre, del retumbar de mi cerebro y del rugir de mis ofendidos sentimientos, la escuché decir con voz entrecortada:
—¡Sí, Faethor, así, así! ¡Lléname, mi amor vampiro, como sólo tú sabes hacerlo!
Pero… permíteme hacer una pausa…; todavía ahora me enfurezco al recordar aquello, a pesar de que no soy más que una voz de ultratumba…; permíteme hacer una pausa…, quiero explicarte algo.
Se me ocurre que he hablado muy poco de mí durante los veinte años de Marilena y de su hijo bastardo. Lo haré ahora, pero brevemente.
El hecho de que hubiera tomado una mujer no había modificado mi condición de vampiro. Ya antes había tenido mujeres, tenerlas está en la naturaleza del vampiro, del mismo modo que está en la naturaleza de las mujeres tener hombres. Pero nunca antes me había aficionado tanto a ninguna criatura. (Ya basta de la palabra «amor»; la he utilizado con demasiada frecuencia, y de todos modos no creo en el amor. Es una mentira, tal como son mentiras «honestidad» o «verdad» en su definición de reglas que todos los hombres de vez en cuando transgreden.)
Así, pues, aunque no había avasallado deliberadamente, o vampirizado a Marilena, yo era un wamphyri en todos mis pensamientos, humores y actividades. Pero al haber decidido que no iba a beber su sangre, y que mi carne no debía entrar en la de ella (con la sola excepción del comercio sexual, claro está), tenía que buscar mi sustento en otra parte. Yo no estoy obligado a beber sangre; en tanto pueda controlar el deseo, me las arreglo perfectamente con las viandas de los humanos. Pero para el vampiro la sangre es como la verdadera vida, del mismo modo en que el opio es una muerte segura para el adicto, y ambos hábitos son muy difíciles de dejar. En el caso del wamphyri, la criatura interior se asegura de que la adicción continúe.
Yo podía pasar largos períodos sin separarme de Marilena, pero a veces el deseo me vencía y me levantaba en la noche, cambiaba mi forma y volaba desde las almenas del castillo para buscar mi placer. Mi señora, claro está, no era tonta; hacía tiempo que había adivinado la verdadera naturaleza de su amante; además, todos los gitanos sabían que el cíngaro Ferengi servía a un amo vampiro. Y Marilena tenía celos de aquellos a quienes yo visitaba de vez en cuando.
Se despertaba cuando yo abandonaba el lecho y exclamaba:
—¡Faethor! ¿Me abandonas en la noche? ¿Vuelas hacia tu amante? ¿Por qué me maltratas así? ¿No te basta con mi cuerpo? ¡Tómalo y haz con él lo que quieras, pero no me dejes aquí sola, llorando!
Y yo le respondía:
—Busco a un hombre para beber su sangre. ¿Y tú dices que te soy infiel? ¿Cuando noche tras noche, en las cuatro estaciones, yazgo contigo, y tienes de mí todo lo que quieres? ¿Y he faltado alguna vez a mis obligaciones? Pero la sangre es la vida, Marilena… ¿o acaso quieres verme reseco como una momia sobre las sábanas, y que cuando te despiertes por la mañana y me toques yo me haga polvo bajo tu mano?
Y ella entonces chillaba:
—¡Tú vas con mujeres! ¿Dices que buscas a un hombre para beber su sangre? ¡No, tú buscas a una mujer por su culo redondo, sus pechos salientes y su centro caliente, humeante! ¿Crees que soy idiota? ¡Ja, reseco como una momia! Si tienes el vigor de diez hombres. ¿Estás tan lleno de la semilla de los hombres, Faethor, que tienes que sembrarla o reventar? Dámela a mí, entonces. Ven, déjame que yo la chupe, y tu inquietud se desvanecerá.
¿Y qué hace uno en semejante situación? Es imposible discutir con una mujer en ese estado. Yo la había golpeado sólo una vez, y fue tan intenso mi remordimiento que nunca más volví a hacerlo. ¡Estaba tan…, tan apegado a ella!
Así pues, cuando ella me sorprendía escapando, yo le hacía el amor para demostrarle que no me atraía ninguna otra mujer. Sí, y ella me mantenía ocupado toda la noche, para asegurarse de que yo permanecería en la cama. Y esto sólo servía para aumentar mi apego hacia Marilena.
Pero había ocasiones en las cuales
debía
, salir, y en esos casos utilizaba una droga que, tomada con el vino, la tranquilizaba. O bien la hipnotizaba y la sumía en un sueño profundo, para poder salir luego en mis excursiones nocturnas.
Marilena, claro está, estaba en lo cierto; yo le mentía. Muy raramente buscaba yo hombres para absorber su fuerza vital. La sangre es la sangre, sí, ya sea de ave o de bestia, o incluso el néctar de otro vampiro, cuando se presenta la ocasión. Pero, aparte de esta dulce rareza, la sangre humana es superior. O, mejor dicho, la sangre de mujer.
Thibor me había dicho en una ocasión: con una joven se puede hacer muchas cosas, además de comerla. ¡Sí, el valaco tenía razón! Pero… no era que yo deseara serle infiel a Marilena…, era el vampiro dentro de mí quien me lo exigía. O al menos, ésa era mi excusa.
Yo no acudía a las mujeres cíngaras. Incluso antes de Marilena, sólo había ido con ellas por… comodidad, digamos, nunca para saciar mi hambre. No, ellas eran de los míos, y yo no iba a defraudar a mi gente. Pero me había aficionado a las mujeres de ciertos boyardos que se preciaban de ser los más modernos de su época. En aquellos días había numerosos castillos y mansiones, y a menudo los «señores» de esas casas estaban ausentes, atendiendo a los negocios del rey. Como ya he dicho, en el mundo se libraban numerosas guerras.
Recuerdo a una de esas señoras con las que yo me relacionaba, una dama de la casa de Bathory, llamada Elspa, vinculada a la realeza. Sí, y mi mal contagió a los Bathory y a sus herederos durante siglos. Hubo una, nacida en 1560, llamada Elisabeth, a quien casaron cuando era una niña con el conde Nadasdy. Curiosa coincidencia, el primer apellido del novio era Ferencz. ¿Qué? Sí, ya sé lo que estás pensando. Sí, ¿y por qué no? El incesto es una de las costumbres de los vampiros: incesto del cuerpo, del espíritu y de la sangre. Pero si estás en lo cierto…, ¡qué delicia! ¿Verdad? ¡Casarme con una de mis descendientes… diez generaciones después!
¡Ah, los Bathorys! Y Elisabeth, la «condesa sangrienta». Aunque a mí ya no me conozca nadie, ella al menos es una leyenda.
Y así volvemos a Janos, llevados por el tema del incesto. Y por el incesto más vil, su primera traición. ¿Dónde estaba…? ¡Ah, sí!
Allí estaba mi hijo, penetrando a su madre, bramando como un toro y derramando sudor y semen. Y el dormitorio era un completo desorden, con las ropas de ellos dos y las de la cama dispersas por todos lados, y con otras señales de que sus fornicaciones no se habían limitado a la superficie de la mesa; y los suaves pechos de Marilena enrojecidos por las furiosas caricias de Janos, mientras que con los muslos alrededor de la cintura de él lo incitaba a que la penetrara más profundamente. Eso es lo que vi desde mi posición detrás de las cortinas. Pero además, oía. ¡Oía a Marilena llamando a su hijo por mi nombre, diciéndole Faethor!
En ese momento podría haber entrado en la habitación, y haber asesinado a ambos. ¡Y lo deseaba, ya lo creo que lo deseaba! Pero… ¿por qué le había llamado Faethor a Janos? Y entonces, cuando él la levantó de la mesa y se tambaleó hacia adelante y hacia atrás, con ella colgada de su cuerpo y sacudiéndose hacia arriba y abajo sobre su pértiga, vi el rostro de mi mujer: completamente en blanco, a pesar de la lujuria animal. Los ojos redondos como platos, destacaban en medio de la palidez de la cara, aunque su color tendría que haber sido mucho más subido a causa de los esfuerzos.