El lenguaje de los muertos (5 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Adelante, hijo mío
—le urgió la terrible voz—,
uno o dos pasos más, Dumitru, y todo te será revelado. Pero ten cuidado, mucho cuidado, no te desvanezcas, ni te caigas del sendero
.

Dos pasos más, los ojos fijos en aquella terrible urna, sin pestañear siquiera, y Dumitru pudo ver el lugar donde terminaba el foso: un espacio apaisado, como una tumba abierta. Y cuando la luz de la antorcha lo iluminó, vio lo que contenía.

¡Púas! Afiladas garras de hierro herrumbrado, que llenaban aquel espacio de borde a borde. Había al menos tres docenas… y Dumitru supo para qué servían, y comprendió en aquel instante el objetivo de Ferenczy.

¿Qué? Ja, ja, ja!
—la horrible risa, aunque no resonó en sus oídos, llenó su mente—.
¿De modo que al final habrá una batalla de voluntades, hijo mío?

¿Una batalla de voluntades? Dumitru endureció la suya, luchó por el dominio de su mente, de sus jóvenes y poderosos músculos. Y exclamó:

—¡Yo… no… me mataré por ti…, viejo demonio!

Claro que no lo harás, Dumiitruuu. Ni siquiera yo puedo convencerte de ello contra tu voluntad. La persuasión tiene sus límites. No, hijo mío, no te matarás. Te mataré yo. ¡Y ya lo he hecho!

Dumitru sintió de repente que había recuperado sus fuerzas, que su mente estaba por fin libre de los grilletes de Ferenczy. Se pasó la lengua por los labios resecos, miró a uno y otro lado. ¿Por dónde escapar? Hacia adelante, en algún lugar un gran lobo aguardaba. Pero él todavía tenía su antorcha y la llama haría retroceder al animal. Y detrás de él…

Y desde atrás el aire, de repente, se agitó como en un vendaval, sacudido por miríadas de alas. ¡Los murciélagos!

Dumitru se sintió agobiado por la terrible claustrofobia que le provocaba el lugar. Percibió con claridad que, incluso sin los murciélagos, cuyo regreso parecía inminente, nunca tendría valor suficiente como para desandar el camino que había hecho y descender por los escalones de la falsa chimenea, y luego cruzar las criptas del castillo con sus urnas funerarias, y volver a subir la resonante escalera de piedra rumbo al mundo exterior. No, sólo había un camino a seguir, hacia adelante, hacia aquello que le aguardaba. Y cuando llegaron volando los primeros murciélagos, el joven se lanzó a correr por el estrecho borde de piedra.

¡Que de repente se inclinó bajo su peso! Y:

¡Ajá!
—dijo la horrible voz en su cabeza, ahora con tono triunfal—.
¡Pero si un lobo, aunque sea muy grande, pesa menos que un hombre ya crecido, Dumiitruuu!

Frente al foso lleno de púas, el muro y el estrecho sendero de piedra se inclinaron noventa grados y arrojaron a Dumitru sobre los aguzados hierros. El joven comenzó a lanzar un grito de comprensión y horror combinados, pero enmudeció cuando las púas le atravesaron el cráneo, y la columna vertebral, y casi todos los órganos vitales, aunque no el corazón. Éste, que todavía latía, continuó bombardeando la sangre, bombeándola a través de las múltiples heridas del cuerpo empalado del joven que se retorcía sobre los hierros del foso.

¿No te había dicho que sería el éxtasis, Dumiitruuu? ¿Y no te había dicho que te mataría?

Las palabras de regocijo del monstruo llegaron flotando en medio de la agonía del joven, pero débiles y desvaídas, como la agonía misma. Y éste fue el último tormento, la burla final de Janos Ferenczy, porque Dumitru ya no podía escucharle.

Pero Janos no se sintió molesto. No, porque ahora debía ocuparse de algo mucho más importante, debía saciar una antigua sed. Al menos hasta la siguiente ocasión.

La sangre corrió por el canalón en forma de V, y saltó del pitorro a la boca de la urna para mojar lo que fuera que había en el interior. Antiguas cenizas, sales —los elementos químicos de un hombre, de un monstruo— la absorbieron, burbujearon y se hincharon con ella, humearon y ardieron sin llama. La reacción química fue tal que los obscenos labios de la urna casi parecieron eructar…

El gran lobo regresó poco rato después. Pasó bajo los murciélagos, que se habían apelotonado y construido un cielo raso de piel viva, avanzó con cautela por el tramo donde el móvil suelo y el muro del corredor habían retornado a su posición inicial y se detuvo a contemplar la urna, ya silenciosa.

Y luego… gimió y saltó al foso, trepó por el canalón de piedra arriba de la urna, y se deslizó tímidamente por entre las púas hasta una zona despejada al final de la zanja. Allí se giró y comenzó a liberar el desangrado cuerpo de Dumitru de las púas, retirándolo con cuidado de una en una.

Cuando terminó, saltó del foso, que en este lugar no era profundo, y sacó luego el cadáver, arrastrándolo hasta el «Sitio de los muchos huesos», donde podría alimentarse a placer. El viejo lobo estaba familiarizado con esta rutina. Había realizado esta tarea en varias ocasiones. Y antes que él, su padre había hecho lo mismo. Y el padre de su padre. Y el padre del padre del padre de…

Capítulo dos

Los buscadores

Savirsin, Rumania. La tarde del primer viernes de agosto de 1983, en la posada situada en la empinada ladera de la montaña, en el extremo este de la población, donde la carretera sube con numerosas curvas en horquilla y desaparece entre los pinos.

Tres jóvenes americanos, con aspecto de turistas, estaban sentados alrededor de una vieja mesa redonda, ennegrecida por el tiempo, en un rincón del bar. Vestían de
sport
, uno de ellos fumaba un cigarrillo, y bebían la cerveza del lugar, no demasiado fuerte pero amarga y muy estimulante.

Junto a la barra, un par de serranos, cazadores que llevaban unos rifles tan viejos que podían ser considerados antigüedades, se habían reído, dado palmadas en la espalda y jactado de sus hazañas —y no sólo en la captura de animales— durante aproximadamente una hora, cuando en el rostro de uno de ellos apareció de repente una expresión de sorpresa; el hombre se apartó de la barra y jurando por lo bajo salió dando tumbos hacia la penumbra del exterior. Dejó el rifle apoyado en la barra, y el tabernero lo cogió con bastante cautela, lo guardó y continuó lavando y secando los vasos usados por los parroquianos.

El compañero de copas del que se había marchado —y compañero de delitos, o de lo que fuere—, se rió de manera aún más estridente, golpeó con fuerza la barra, se bebió el aguardiente de ciruelas de su amigo y el propio y miró a su alrededor buscando diversión. Y, claro está, observó a hurtadillas a los americanos, que charlaban. En verdad, y sin que el hombre lo supiera, hasta este momento él había sido el tema de la conversación del grupo.

El hombre pidió otra bebida para él, una ronda para la mesa de lo mismo que estaban bebiendo, y también invitó al tabernero, y se dirigió hacia la mesa de los turistas. El tabernero, antes de llenar los vasos, cogió también su rifle y lo guardó junto al de su compañero.

—Gogosu —gruñó el viejo cazador, señalándose el pecho—. Emil Gogosu. ¿Y ustedes?
Touristi
, ¿no?

El hombre hablaba el dialecto rumano de la zona, que se parecía un poco al húngaro. Los tres americanos le sonrieron, aunque dos de ellos lo hicieron con bastante cautela. Pero el tercero tradujo sus palabras a los otros, y le respondió rápidamente.

—Sí, somos turistas. Americanos, de los Estados Unidos. Siéntese, Emil Gogosu, y hable con nosotros.

El cazador, sorprendido, le dijo:

—¿Pero usted habla nuestra lengua? Debe de ser el guía de esos dos. Un buen trabajo, ¿verdad?

El joven rió.

—No, no, estoy con ellos. Yo también soy americano.

—Imposible —declaró Gogosu mientras se sentaba—. Nunca había oído algo semejante, un extranjero que habla nuestra lengua. Usted me está tomando el pelo.

Gogosu era un típico campesino rumano. Su cara era morena, de tez curtida por la intemperie, espeso bigote en forma de manubrio de bicicleta, teñido de amarillo en el medio por el humo de la pipa, largas patillas que le llegaban casi al labio superior y penetrantes ojos grises bajo pobladas cejas, aún más grises. Llevaba una remendada chaqueta de cuero con un cuello alto que abotonaba hasta la garganta, y debajo una camisa blanca de mangas largas. Su
caciula
, o gorra de piel, estaba firmemente sujeta bajo la charretera derecha de su chaqueta; una bandolera medio llena pasaba bajo la charretera izquierda, y le cruzaba el pecho en diagonal. Un ancho cinturón de cuero con un cuchillo de caza y su correspondiente funda y varios bolsillos, sostenía los pantalones de una tela rústica, que Gogosu usaba con las bocamangas metidas dentro de las botas de cuero de cerdo. Era un hombre pequeño, pero se le veía vigoroso y resistente. Y era un tipo muy pintoresco.

—Hablábamos de usted —le dijo el intérprete.

—¿De mí? —Gogosu les miró de uno en uno—. ¿Por qué? ¿Acaso les parezco un tipo curioso?

—Al contrario, despierta nuestra admiración —respondió el astuto americano—. A juzgar por su aspecto, es un cazador, y suponemos que muy bueno. ¿Conoce usted bien esta región, estas montañas?

—Nadie las conoce mejor que yo —declaró Gogosu; pero él también era astuto, y sus ojos se entrecerraron en una expresión suspicaz cuando preguntó—: ¿No estarán ustedes buscando un guía?

—Podría ser, podría ser —asintió el americano—. Pero los hay de muchas clases. Hay guías que cuando pedimos que nos enseñen un castillo en ruinas en una montaña, prometen el oro y el moro. ¡Juran que nos llevarán al verdadero castillo de Drácula! Y luego nos conducen hasta un montón de piedras que parecen las ruinas de una pocilga. Porque nosotros, Emil Gogosu, estamos interesados en ruinas; para fotografiarlas, para llevarlas al cine, nos interesa su atmósfera, el misterio que las rodea.

El tabernero trajo las bebidas y Gogosu se bebió la suya de un sorbo.

—¡Ah! ¿Entonces quieren hacer una película? Una de ésas con el viejo vampiro en su castillo, persiguiendo chicas de tetas saltarinas. Sí, yo también las he visto. A las películas, quiero decir, no a las chicas; en estos montes perdidos no se ven tetas saltarinas, a lo sumo un par de limones marchitos. Pero las películas las he visto en Lugoj, pues allí tienen un cine. De modo que eso es lo que buscan, ¿no? Ruinas…

El campesino, extrañamente, a pesar del aguardiente que acababa de beber, parecía estar más sobrio. Sus ojos enfocaban mejor, su mirada era mucho más fina cuando estudió uno por uno a los americanos. Primero el intérprete. Un tipo raro ése, con su conocimiento del idioma. Alto, más de un metro ochenta, de piernas largas, caderas estrechas y espaldas anchas. Y ahora que Gogosu lo miraba más de cerca, advirtió que no era solamente americano. No, no era un americano puro.

—¿Cómo se llama usted? ¿Cuál es su nombre? —El cazador cogió con fuerza la mano del joven, pero éste se soltó de inmediato y escondió la mano bajo la mesa.

—George, George Vulpe —respondió.

—¿Vulpe? —el cazador soltó una risotada, y dio tal golpe a la mesa que los vasos bailaron—. He conocido unos cuantos Vulpe, pero ningún George. ¿Cómo se puede tener ese nombre con un apellido como Vulpe? Vamos, hablemos francamente, usted quiere decir
Gheorghe
, ¿no es verdad?

Los ojos oscuros del otro parecieron oscurecerse aún más, y su mirada se volvió pensativa, pero al cabo de un instante cambiaron de expresión, y respondieron con una sonrisa a la sonrisa de los ojos grises de su inquisidor.

—Usted es muy listo, Emil —dijo por fin el dueño de los ojos oscuros—. Y no se le escapa nada. Sí, fui rumano hace mucho tiempo. Podría contarle mi historia, pero no tiene…

El viejo cazador continuaba estudiándole.

—Cuéntela, de todos modos —dijo sin dejar de mirarle; el joven se encogió de hombros y se echó hacia atrás en la silla.

—Yo nací aquí, a la sombra de estas montañas —dijo con una voz que poseía la misma engañosa suavidad de su boca; sonrió, y se entrevieron sus dientes perfectos.

«Perfectos como deben de ser los de un hombre que sólo tiene veintiséis o veintisiete años», pensó Gogosu.

—Nací aquí —repitió Vulpe—, pero todo eso ahora no es más que un recuerdo borroso. Mis padres eran Viajeros, y eso explica mi apariencia. Usted me reconoció por el color moreno de mi piel, ¿verdad? Y por mis ojos negros.

—Sí —asintió Gogosu—. Y por los finos lóbulos de sus orejas, que quedarían muy bien con un pendiente de oro. Y por su frente despejada y su mandíbula lobuna, que se dan con frecuencia entre los cíngaros. Sí, para un hombre que sepa ver, su origen es evidente. ¿Y qué sucedió luego?

—¿Qué sucedió? Mis padres se mudaron a una ciudad, se establecieron, se convirtieron en «obreros» y dejaron de ser unos zánganos.

—¿Y usted de verdad piensa que eran zánganos?

—No, pero lo piensan las autoridades. Les asignaron un piso en Craiova, junto a la nueva estación de ferrocarril. Las paredes estaban llenas de grietas por las vibraciones de los trenes; el enlucido se caía a pedazos; el agua del lavabo del piso de arriba se filtraba al nuestro…, pero ellos decían que era bastante bueno para unos zánganos que huían del trabajo. Y hasta que cumplí los once años yo jugaba junto a las vías. Y una noche un tren descarriló. Se cargó una pared de nuestra casa, y todo el edificio se vino abajo. Yo tuve suerte y sobreviví, pero mi familia murió. Y durante mucho tiempo pensé que habría sido mejor que yo también hubiera muerto, porque me había roto la columna vertebral, y era un inválido. Pero luego alguien oyó hablar de mí, y hubo en aquella época un plan de intercambio de médicos y de pacientes entre clínicas de rehabilitación de los Estados Unidos y de Rumania, y como yo era huérfano me dieron prioridad. No estaba mal para un zángano, ¿verdad?… De modo que fui a los Estados Unidos, y me curaron. Y no sólo eso, sino que los americanos también me adoptaron. Bueno, una pareja de americanos. Y como yo sólo era un niño, y no tenía familia en Rumania, las autoridades permitieron que me quedara en los Estados Unidos.

—¡Ah! Y ahora usted es americano —observó Gogosu—. Bien, le creo, pero es muy raro que los gitanos abandonen la carretera. A veces los echan del campamento, se separan de su grupo y siguen por su cuenta (ya sabe, a causa de una discusión, casi siempre por una mujer o por un caballo), pero casi nunca se establecen en las ciudades. ¿Qué pasó con sus padres? ¿El rey de los gitanos se enfadó con ellos, o alguna cosa por el estilo?

—No lo sé, yo sólo era un niño —respondió Vulpe—. Quizá sentían miedo por mí. Yo era un chiquillo muy débil, un pequeñajo insignificante. De todas formas, abandonaron el campamento la noche en que yo nací, se afanaron para que nadie pudiera descubrir dónde habían ido, y nunca más regresaron.

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