Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
—¿Amigo… de un lugar? —murmuró Vulpe entre sueños—. Amigo… del… espíritu de un lugar.
¿Qué es eso del espíritu de un lugar? ¡Ah, ya veo! Piensas que soy un eco del pasado, una página arrancada para siempre de los libros por hombres timoratos. Una runa oscura desprendida del menhir de mármol de las leyendas, arrojada al polvo porque no era bonita. Ferenczy se ha ido para siempre y sus huesos se deshacen, su fantasma vaga impotente entre las ruinas, entre las vastas ruinas de lo que en otros tiempos fuera su castillo. El rey ha muerto, ¡viva el rey! ¡Ja! No puedes concebir que yo existo, que yo…, que yo permanezco. Que duermo como duermes tú, y sólo necesito que me despierten
.
—Tú eres un sueño —dijo Vulpe—. Yo soy quien necesita que le despierten.
¿Un sueño? Sí, un sueño que llegó a ti cruzando el mundo y te atrajo a tu tierra. Un poderoso sueño que muy pronto, hijo mío, podrá volverse realidad. Gheorrrghe…
—¡Gheorghe! —le sacudió Emil Gogosu—. ¡Por Dios, hombre, qué manera de dormir!
—¡George! —Seth Armstrong y Randy Laverne por fin consiguieron despertarle—. ¡Jesús, has dormido casi todo el día!
—¿Cómo? ¿Qué? —El sueño de Vulpe retrocedió como una ola, dejándole abandonado en el mundo de la vigilia. Mejor así, porque había sentido temor de que comenzara a arrastrarle a las profundidades. Recordaba que había hablado con alguien, y que todo parecía muy real. Pero ahora…, ahora no estaba seguro de qué habían hablado.
Vulpe sacudió la cabeza y se pasó la lengua por los labios, que estaban resecos.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—Ya casi hemos llegado, compañero —respondió Armstrong—. Por eso te hemos despertado. ¿De verdad te encuentras bien? ¿No tendrás fiebre, o habrás cogido algo? ¿Un virus local?
Vulpe dijo que no con la cabeza.
—Estoy bien. Supongo que me he puesto al día con las horas de sueño perdidas. Y después de tanto dormir, me he despertado un poco desorientado. —Le invadieron los recuerdos: cuando cogió un tren en Lipova; cuando viajaba a Sebis en la parte trasera de un camión cuyo dueño había accedido a llevarles, cuando pagó unos
banis
extra para viajar echado sobre un montón de heno en un carromato de madera tirado por un burro, que parecía salido directamente de la Edad Media, hasta Halmagiu. Y ahora:
—Nuestro conductor seguirá en aquella dirección —explicó Laverne, y señaló un camino entre los árboles—, hasta Virfurileo, el final de la línea, y donde está su casa. Y a Halmagiu se va por allí. —El americano señaló un segundo camino.
—No son más de siete u ocho kilómetros —dijo Gogosu—. Si están dispuestos a ir a paso rápido, podríamos estar allí en una hora. Y tendremos tiempo de sobra para sacudirnos un poco el polvo, comer algo, humedecernos las gargantas y trepar una montaña antes de que caiga el sol…, si así lo desean. O podemos llevarnos la comida, acampar entre las ruinas y pasar la noche allí. Y así tendrán una buena historia para contar cuando regresen a América, ¿no? Pero son ustedes quienes tienen que decidir qué quieren hacer.
Se sacudieron las briznas de paja que se les habían adherido a la ropa, cogieron sus mochilas y agitaron las manos para saludar al conductor del vehículo, que muy pronto desapareció tras una curva del sendero que se internaba en el bosque. Ellos también se pusieron en marcha. Laverne destapó una botella de cerveza, bebió un trago y se la pasó a Vulpe, que se enjuagó la boca con la bebida.
—Ya casi hemos llegado —suspiró Armstrong, que caminaba a la par del ágil Gogosu—. Y si el lugar es tan sólo la mitad de lo que nos han prometido…
—No nos defraudará, estoy seguro —dijo en voz baja Vulpe, y frunció el entrecejo, porque realmente estaba convencido de que así sería.
—Lo sabremos muy pronto, George —dijo Laverne, esforzándose por mantenerse a la par a pesar de sus piernas cortas.
Y en una secreta caverna de la mente de Vulpe resonó una voz:
Sí, claro que sí. Muy pronto, hijo mío, muy pronto, Gheorrrghe…
El último tramo de la jornada, de menos de ocho kilómetros, no les pareció demasiado largo. La semana anterior los americanos habían recorrido veinte veces esa distancia. Llegaron a Halmagiu a media tarde, reservaron alojamiento para la noche siguiente —no para la noche de ese mismo día, porque Gogosu les había convencido de que acamparan en las montañas—, se lavaron, se cambiaron de calzado y comieron un bocadillo sentados al fresco en la terraza de la posada, desde la que se dominaba la calle mayor del villorrio.
—No deben olvidar que estamos entre campesinos —les había dicho en un aparte el guía cuando se disponían a negociar el precio de las habitaciones—. No son gente educada, como yo, ni están acostumbrados a tratar con extraños, con habitantes de las ciudades, con tipos raros. Son primitivos, desconfiados y supersticiosos, así que dejen que yo hable con ellos. Ustedes son alpinistas, y no digan nada más. No, no, mejor digan que son excursionistas. Y no vamos a escalar los Zarundului, sino los Metalici.
—¿Y cuál es la diferencia entre los Zarundului y los Metalici? —preguntó Vulpe más tarde, cuando estaban comiendo.
El viejo cazador señaló por sobre los tejados hacia el noroeste, hacia los picos de una cadena de montañas, ribeteados de oro por la luz de sol.
—Ésos son los Metalici —dijo—; los montes Zarundului están detrás. Son siempre grises. De un gris verdoso en la primavera, de un gris pardusco en el otoño, y simplemente grises en invierno. Y blancos, claro está. El castillo está justo allí, en la línea de los árboles, junto a un peñasco. Sí, un peñasco a su espalda y un precipicio en el frente. Una verdadera fortaleza. ¡Imposible de vencer en los viejos tiempos!
—Lo que deseo saber —insistió con paciencia Vulpe— es por qué no quiere que la gente del lugar se entere de que vamos a ir allí.
Gogosu se revolvió incómodo en su asiento.
—Ya le he dicho que son muy supersticiosos. Llaman a esos picos las «montañas Szgany» porque las tribus de Viajeros las respetan enormemente. La gente de estos lugares no va nunca a ellas, y probablemente no aprobarían que nosotros lo hiciéramos.
—¿Es debido a las ruinas?
Gogosu se revolvió otra vez.
—No puedo responderle. No lo sé y no me interesa saberlo. Pero hace un par de inviernos intenté matar allí a un viejo lobo… ¡y estas gentes me trataron como si fuera un leproso! En las colinas hay zorros que saquean las granjas, pero los aldeanos no los cazan, ni les tienden trampas. Los campesinos de este lugar tienen esas manías, eso es todo. Sus abuelos les contaban historias de fantasmas para mantenerlos lejos de esos montes, cuentos sobre el viejo vampiro del castillo.
—Pero verán que vamos en esa dirección…
—No, porque daremos un rodeo.
Vulpe se sintió inquieto.
—¿Está seguro de que no nos meteremos en territorio militar? ¿No habrá allí un campo de entrenamiento del ejército, o alguna cosa similar?
—¡Por Dios, no! —respondió irritado Gogosu—. Ya se lo he dicho, no son más que supersticiones estúpidas. Usted tiene que saber que aquí, si muere un joven y no hay una explicación evidente de esa muerte, todavía lo entierran con un diente de ajo en la boca. Sí, y en ocasiones hacen cosas aún peores. De modo que dejemos el tema antes de que yo mismo empiece a sentir miedo. ¿De acuerdo?
—He oído varias veces la palabra «szgany». ¿Qué significa? —intervino Seth Armstrong.
Gogosu le entendió sin necesidad de intérprete, y en su rudimentario inglés se volvió hacia él y le explicó:
—En alemán es
Zigeuner
. Es el nombre que se da a la gente del camino.
—Gitanos —asintió Vulpe—. Mi gente. —Se volvió y miró hacia el polvoriento interior de los pisos superiores de la posada, adentro de las habitaciones, a través de la escalera y de la pared trasera. Era como si su mirada pudiera atravesar los muros de la posada. Echó la cabeza hacia atrás y «miró» hacia los grises e invisibles montes Zarundului, y se los imaginó respondiendo a su mirada con el entrecejo fruncido.
Y pensó:
«Quizá la gente del lugar tiene razón, y hay sitios que no deberían ser pisados por el hombre.»
Y una voz que nadie podía oír —y que podía pasar por una expresión de su propia voluntad, de su propio deseo, aunque no lo era— le respondió:
Sí, hijo mío, sí. Esos lugares existen. Pero tú, Gheorrrghe, acudirás a ellos…
Al comienzo, el ascenso fue fácil. Eran aproximadamente las cinco de la tarde y el sol descendía sin pausa hacia el brumoso valle que se extendía entre el monte Codrului y el extremo occidental de la cordillera Zarundului. Gogosu, no obstante, estaba seguro de que llegarían a las ruinas antes de que oscureciera, encontrarían un lugar protegido donde acampar, comerían alrededor de la hoguera y finalmente dormirían allí, al abrigo de las leyendas.
—Si estuviera solo, no lo habría hecho —confesó Gogosu mientras ascendía trabajosamente por un estrecho desfiladero—. ¡Ya lo creo que no! Pero cuatro hombres fuertes y aguerridos como nosotros no tenemos nada que temer.
Vulpe, el último de la fila, tradujo sus palabras y miró a su alrededor. En su rostro había una expresión perpleja que sus compañeros no podían advertir. Le parecía reconocer el lugar. ¿Eso que llaman
déjà vu
? Aminoró el paso y dejó que sus compañeros se distanciaran de él.
Armstrong, que iba detrás del guía, preguntó:
—¿Y de qué deberíamos tener miedo? —y se inclinó para tenderle la mano a Laverne, que subía jadeando.
—Sólo de nuestra imaginación —respondió Gogosu, que en esta ocasión tampoco necesitó intérprete—, que siempre está presta no sólo a conjurar sangrientos fantasmas del pasado, sino también un cúmulo de amenazas del presente. Sí, la mente del hombre, cuando éste se encuentra solo, es una fuerza muy poderosa. Les aseguro que las fantasías más descabelladas tienen un amplio espacio ante sí. Pero, además de esto, en invierno se puede ver algún lobo, llegado a esta zona desde los Cárpatos. Pero esos lobos grises, a menos que vengan en manadas, son inofensivos.
El viejo cazador se detuvo al final del desfiladero, y se dio la vuelta para inspeccionar el progreso de los otros. Pero Vulpe se hallaba en un lugar desde el que no podía ser visto por los demás miembros de la expedición.
—¡Gheorghe! ¿Dónde se encuentra? —llamó el cazador.
El joven americano miró hacia arriba y luego hacia atrás. Su rostro estaba pálido, y su entrecejo fruncido en un gesto de concentración.
—Amigo mío, usted está haciendo las cosas más difíciles de lo que son —respondió—. ¿Por qué trepar, cuando podríamos ir caminando? Aquí hay un sendero muy fácil de seguir. Es un camino más largo, pero que se hace mucho más rápido, y no maltrata tanto codos y rodillas. Nos encontraremos allí donde nuestros caminos confluyen.
—¿Qué dice? ¿Caminos que confluyen? —Gogosu estaba atónito en un primer momento, pero luego se mostró sarcástico—. ¡Ya veo! —gritó—. ¿De modo que ya estuvo antes por aquí?
Pero Vulpe ya había retornado a su camino, y no se le veía.
—¡No! —resonó su voz—. ¡Pura intuición, supongo!
—¡Ja! —se mofó Gogosu—. ¡Intuición! —pero luego, cuando comenzó a ascender por un empinado cañón, soltó una risita—. ¡Bah, que Vulpe vaya por donde quiera! Retrocederá y se unirá a nosotros muy pronto, apenas vea que el camino que ha tomado desaparece, y lo cerca la oscuridad. Recuerden mis palabras, no pasará mucho rato antes de que vea un lobo en cada matorral. ¡Y vaya si se dará prisa entonces por alcanzarnos!
Pero Gogosu se equivocaba. Una hora más tarde, cuando el camino era aún más difícil y la luz más escasa, llegaron al amplio reborde de una falsa meseta, y se encontraron a Vulpe recostado en el suelo, masticando una brizna de hierba y esperándolos. Daba la impresión de que había llegado hacía tiempo. Cuando los vio, saludó inclinando la cabeza y dijo:
—El resto del camino es fácil.
Gogosu hizo una mueca y Armstrong respondió a la inclinación de cabeza con otra. Laverne, en cambio, estaba acalorado y furioso.
—Conque tentando a la suerte, George… ¿Qué habría pasado si te hubieras perdido?
Vulpe pareció sorprendido por el tono enfadado de su amigo.
—En ningún momento se me ocurrió que me pudiera perder —respondió—. En verdad, tengo una habilidad natural para estas cosas.
Nadie dijo nada más, y descansaron unos minutos. Después Gogosu se puso de pie.
—Bien —dijo—, en media hora estaremos allí. —Y luego, con una reverencia, se dirigió a Vulpe—: Si usted nos señala el camino…
Pero su ironía pasó inadvertida; Vulpe se puso a la cabeza del grupo y los condujo por el camino más fácil. Llegaron a la penúltima cima cuando el sol se ocultaba tras la cadena de montañas del oeste.
La vista era maravillosa: valles de un azul grisáceo rebosante de bruma; altos picos que surgían de entre las nieblas, y el humo de las chimeneas de las aldeas enturbiando el cielo en la lejanía, donde las cimas distantes ostentaban todos los matices entre el dorado y el gris. Los cuatro hombres permanecieron de pie en el límite de un claro poblado por pinos, entre dos cadenas de montañas.
—Es allí —señaló Gogosu—. Seguiremos la pendiente que asciende entre los pinos hasta llegar al barranco. Y allí, donde la montaña se divide, contra el acantilado…
—Se hallan las ruinas del castillo Ferenczy —completó la frase Vulpe.
El cazador asintió.
—Y tendremos el tiempo justo para instalarnos y encender el fuego antes de que caiga la noche. ¿Nos ponemos en marcha, caballeros?
Pero George Vulpe ya estaba al frente de la expedición.
Mientras avanzaban, se oyó el ominoso aullido de un lobo que se desvanecía gradualmente en ecos que resonaban entre las montañas.
—¡Maldito sea! —exclamó Gogosu cuando se vio obligado a detenerse tras un traspié. El cazador giró la cabeza, olisqueó el aire y escuchó atentamente. Pero el aullido no se repitió. Gogosu cogió el rifle que llevaba en bandolera y dijo—: ¿Lo han oído? Dicen que cuando los lobos aúllan tan pronto, el invierno será muy duro.
Y apartándose un instante de los otros, el cazador se aseguró de que el arma estaba cargada…
Los descubridores
En la hora que precedió a la medianoche, se levantó una bruma que envolvió las piedras del castillo y llenó los espacios de tal manera que los antiguos y ruinosos muros parecían flotar en un ondulante mar lácteo. George Vulpe se sentó junto a la hoguera, a la luz de la brillante luna, y alimentó el fuego con las ramas que habían juntado antes de que oscureciera del todo. El joven permaneció contemplando las chispas que de vez en cuando saltaban como si quisieran unirse a las estrellas, pero se extinguían antes de llegar a destino.