—¡Callad! —dijo el
tobib
al ver que estaba a punto de hablar. —¡Os estáis matando!
—¡No, Gastón; no habléis! —suplicó Leonor. —¡De ello depende vuestra curación!
—¡No!… —dijo el vizconde. —¡No quiero!
—¿Qué deseáis, Gastón? —inquirió la duquesa.
—¡Amadme! —suspiró el vizconde. —¡Qué la muerte me llegue contemplándoos… así…, igual que aquella noche… en Venecia!…
—¡No habléis! —insistió por tercera vez el médico. —¡Debo responder con mi cabeza de vuestra curación!
En aquel instante lanzaron una tremenda exclamación los centinelas que paseaban sobre cubierta.
—¡Fuego! ¡Fuego!
El
tobib
alcanzó de un salto la puerta, en tanto que la duquesa se dirigía hacia la batería, gritando:
—¡Socorro! ¡La galera se incendia!
El polaco surgió en aquel preciso momento.
—¡No os espantéis, señora! —dijo concisamente. —¡En el momento en que el peligro sea mayor, os pondré a salvo a vos y al señor vizconde! ¡Quedaos aquí y confiad en mí por completo! ¡Voy a libertar a vuestros marineros!
—¡El vizconde antes que ninguno: acordaos! —repuso la duquesa.
—¡Lo he jurado —dijo el polaco —y me juego demasiado en ello para no cumplir lo prometido! ¡Quedad tranquila! ¡Todo terminará bien!
—¿No podrán extinguir el fuego?
El polaco esbozó una sonrisa sardónica.
—¿Con qué bombas? —inquirió. —¡Todo lo he calculado!
Y se dirigió presurosamente hacia cubierta, donde imperaba una horrible confusión.
Toda la guardia franca salía corriendo de la cámara general de proa para colaborar en los trabajos de extinción del fuego, que debía de ser fortísimo, a juzgar por el espeso y maloliente humo que surgía de la escotilla de popa.
El polaco se acercó a Metiub, que maldecía mientras daba órdenes a derecha e izquierda.
—¿En qué lugar ha empezado el fuego? —inquirió.
—En el depósito de objetos de repuesto, al parecer —le respondió el turco, que se hallaba enfurecido.
—¿Quién puede haber prendido fuego a ese lugar?
—¡Seguro que han sido esos perros cristianos!
—¡Estás perdiendo la cabeza, capitán! Están confinados en la cala, que se halla a proa, en tanto que el incendio ha comenzado a popa. Permite que vaya a dejarlos en libertad para que trabajen en las bombas; en casos semejantes nunca sobran brazos.
—Tienes razón, capitán —convino Metiub. —Ve a libertarlos y los pondremos a trabajar.
Esto era lo que pretendía el polaco, que estaba temeroso de que los turcos pudieran advertir la falta de la barra de hierro.
En tanto que los tripulantes se disponían a luchar enérgicamente contra el incendio, el polaco descendió al entrepuente y pasó a la cala.
Los griegos, Perpignano, El-Kadur y el tío Stake se hallaban congregados en mitad de la escalerilla prestando atención al fragor que procedía de la toldilla.
—¡Salid! —exclamó el polaco.
—¿El fuego…? —inquirió Perpignano, que se hallaba el primero.
—¡Progresa espantosamente! —respondió el polaco.
—¿Y mi señora? —preguntó El-Kadur, con acento anheloso.
—¡No corre el menor peligro! No te inquietes por ella…
—¡Deseo verla! —dijo el árabe en tono enérgico.
—Si quieres, ve en su busca y vela por ella. Se encuentra en la enfermería. Vosotros subid y procurad no traicionaros.
Subieron a cubierta, la cual estaba ya totalmente invadida por un humo espesísimo impregnado de alquitrán.
—¡A trabajar en las bombas, cristianos! —ordenó Metiub, nada más verlos.
—¡Excepto yo! —exclamó Nikola, aproximándose al polaco.
—¿Por qué motivo tú no?
—¿No os acordáis de la galeota, señor?
—¿Qué pretendes hacer? —inquirió Perpignano, que había oído sus palabras.
—Confío en que las chispas alcancen hasta ella y la incendien, con el fin de evitar que los turcos se salven y nos conduzcan a Hussif.
—¡Eres un bravo! —repuso el polaco.
—No os inquietéis por mí. En la costa nos veremos. No me espanta nadar cinco millas. En el momento adecuado desapareceré.
—¡A trabajar en las bombas, cristianos! —ordenó por segunda vez Metiub. —¿Deseáis que os dé de latigazos?
Los griegos, con Perpignano, el tío Stake y Simón, se dieron prisa en acatar aquella orden.
Entretanto Nikola, aprovechando la algarabía que imperaba en la galera, regresó al entrepuente, con la idea, seguramente, de arrojarse al agua y llegar a nado hasta la galeota.
El fuego, que encontró un magnífico alimento en las cuerdas embreadas y en las velas de repuesto, en breves minutos adquirió inmensas proporciones.
Los turcos, que parecían enloquecidos, corrían de un lugar a otro, llamando a Alá y al Profeta, en vez de luchar contra el incendio. Los griegos, conducidos por el tío Stake, se precipitaron hacia las bombas. Pero cuando intentaron hacerlas funcionar observaron con horror que no soltaban ni una gota de agua.
—Capitán —dijo el tío Stake, deteniendo a Metiub, que pasaba junto a él, —vuestras bombas son inútiles.
—¿Qué es lo que hablas, perro cristiano? —barbotó el turco.
—Que si bien no soy un perro, vuestras bombas no sueltan agua, y os lo asegura un contramaestre de la flota veneciana.
—¡Pero si las hice probar el otro día!
—No sé qué contestaros. Pero lo cierto es que con esto no extinguiréis el incendio.
Metiub lanzó una palabrota que no debió de ser muy del agrado de Mahoma.
—¡Mirad las manivelas! —exclamó, volviéndose hacia sus oficiales.
Dos o tres hombres llevaron a cabo lo que se les ordenaba y a continuación lanzaron gritos de espanto:
—¡Las manivelas están destrozadas! ¡No tenemos salvación!
El tío Stake contempló al polaco, que era el único que en medio de aquella confusión conservaba su serenidad, y advirtió en él una sonrisa sardónica.
«Comprendo —pensó el viejo. —¡Ha sido él quien ha efectuado el golpe! Imaginaba que quienes poseían mayor astucia eran los griegos, pero por lo que veo ahora sus maestros son los polacos. La galera se va, y lo mejor es hundirla.»
Cuando se propagó la noticia de que las bombas estaban inservibles, los tripulantes, que todavía no habían perdido las esperanzas, formaron una cadena para que los cubos pasaran más de prisa, y el agua empezó a correr en abundancia en el punto donde el incendio progresaba de una manera terrible, debido a los barriles de pez amontonados en el almacén.
Con objeto de engañar mejor a los turcos y disipar en ellos cualquier sospecha, los griegos y el tío Stake trabajaban con energía, lanzando agua sobre aquella hoguera y arrostrando con bravura aquel torrente de chispas y humo que casi los ahogaba.
Pero todos los esfuerzos eran en vano, ya que las llamas continuaban ampliando su radio de acción y amenazaban consumir toda la popa del velero.
Ya salían por entre las tablas a medio carbonizar del casco, pasando por los camarotes y derritiendo el alquitrán del revestimiento.
El entrepuente y la batería se hallaban también invadidos por el humo. Los puntales se desplomaban uno a uno y el palo de mesana estaba ardiendo.
Metiub no desesperaba aún de poder salvar su galera. Muy prudentemente había hecho que inundaran la santabárbara, para impedir que ardiese la pólvora y, como medida de precaución, mandó lanzar al agua las chalupas, con el objeto de que, en caso extremo, pudieran buscar cobijo en la galeota.
Toda la popa estaba dominada por el fuego y las chispas arrastradas por la brisa iban a caer en gran número sobre la galeota, amenazando con incendiar la arboladura.
Esto era lo que Nikola estaba aguardando. Ninguno podía sospechar de él, puesto que, entre la confusión que imperaba a bordo de la galera, no se había observado su ausencia.
Todo lo tenía preparado para comenzar el incendio al instante, extendiendo sobre cubierta alquitrán, pez y pólvora.
Metiub, que se había dado cuenta de que ya era inútil luchar contra el fuego, se disponía a ordenar que se abandonara la galera para buscar refugio en la galeota, cuando gritos de espanto llegaron a sus oídos.
—¡Se ha incendiado! ¡Se ha incendiado!
—¿Qué? —exclamó Metiub, precipitándose fuera de la zona invadida por el humo.
—¡La galeota! ¡La galeota se está quemando!
—¡Éste es el final! —dijo Metiub, encolerizado. —¡Así lo quería Alá! ¡Estaba escrito!
Sin embargo no quiso darse por vencido.
—¡Agua, marineros, más agua! ¡No debe dejarse hundir la galera que me ha confiado la sobrina del bajá! —gritó con gran energía. —¡Todavía hay esperanzas!
No obstante era necesario algo más que cubos de agua para extinguir el imponente incendio que amenazaba con consumir la nave.
Las llamas habían penetrado a través del suelo de la cubierta, e incrementadas por la fuerte brisa que en aquel momento soplaba se ampliaban en cortina horizontal por encima de la toldilla.
Un torrente de chispas y cenizas envolvía la galera y las explosiones que se sucedían, provocadas por los barriles de pez y alquitrán, arrojaban una auténtica granizada de ardientes tizones contra turcos y cristianos.
—¡Se terminó! —exclamó el tío Stake, lanzando fuera de sí el cubo. —¡Si no escapamos en seguida, nos transformaremos en chuletas a la brasa!
—¿Estás seguro? —le preguntó el polaco.
—¡Ha llegado el momento, capitán! ¡Si nos retrasamos un instante más se hundirá la toldilla bajo nosotros, y en tal caso…, buenas noches a todos!
—¿Dónde se encuentra El-Kadur?
—Junto al vizconde.
—Voy a velar por la duquesa y el herido.
—¡Apresuraos, señor! ¡El alquitrán lo invadirá todo en seguida!
En aquel instante llegaba Metiub, seguido por varios tripulantes.
—¿Así que nos hundimos? —inquirió el polaco, deteniéndose.
—¡La galera no tiene salvación! —respondió el turco, con un gesto desesperado.
—¡Todos nos damos cuenta!
—Alcanzaremos la costa con las chalupas.
—¿Cabremos todos?
—Me parece que sí. Id a salvar a la señora.
—¡Ahora voy! —respondió el polaco.
Cruzó a la carrera la toldilla y se dirigió hacia la enfermería en tanto que los turcos se abalanzaban sobre las chalupas. El-Kadur se preparaba a tomar en sus brazos al vizconde herido, cuando surgió el polaco.
—¡Ten cuidado de tu señora! —dijo Laczinski. —Yo pondré a salvo al vizconde. Ayúdame,
tobib
.
—¿Abandonamos la galera? —inquirió la duquesa, que parecía abatida por el dolor.
—Sí, señora. La toldilla está a punto de desplomarse y los palos no resistirán mucho tiempo.
—¿Qué hay de Perpignano, el tío Stake…?
—No sé dónde se encuentran. En cubierta hay una inmensa confusión. ¡Démonos prisa, señora, si deseamos tener un puesto en las chalupas!
Cubrió con una manta al vizconde, que de nuevo se había desmayado, le cogió entre sus fuertes brazos y fue detrás de la duquesa, a quien El-Kadur conducía en dirección al entrepuente. El anciano médico los seguía con el fin de preparar para el herido un sitio en una de las chalupas.
Una horrorosa confusión reinaba en la toldilla de la galera. En cuanto Metiub dio orden de ponerse a salvo, los marineros se habían precipitado hacia las bordas para bajar las chalupas, librándose entre ellos un terrible forcejeo para ocupar un sitio.
Inútilmente Metiub y sus oficiales pretendieron normalizar la ocupación de las chalupas. Ya nadie les escuchaba: la disciplina no imperaba en la galera.
El tío Stake, que ya había supuesto lo que iba a suceder y deseaba guardar una chalupa para la duquesa y el vizconde, estaba asido a un rebenque y, firmemente ayudado por Perpignano, Leonor y los griegos, ofrecía enérgica resistencia.
—¡Dejad esta embarcación para la señora, bribones! —gritaba. —¡Nadie se apoderará de ella! ¡Ayudadme, señor Perpignano! ¡Partid el morro a esos puercos!
Un numeroso grupo de musulmanes se había precipitado sobre ellos para hacerse con la chalupa, clamando:
—¡Fuera los
giaurri
! ¡Lancémoslos al agua!
Un turco se arrojó sobre el tío Stake, intentando quitarle el rebenque, pero el contramaestre le asestó tan tremendo golpe en el vientre, que el hombre se desplomó medio muerto.
Los griegos también descargaban feroces golpes contra los turcos, anhelosos de poder resarcirse de las humillaciones padecidas, hasta que Metiub, que estaba interesado en proteger a la duquesa, se precipitó sobre ellos, haciendo silbar la cimitarra por encima de la cabeza de sus marineros.
—¡Fuera de aquí, canallas! —exclamó. —¡He de llevar a la muchacha y a los cristianos a presencia de Haradja y quiero cumplir mi promesa! ¡Apartaos o mi cimitarra tendrá que verter sangre musulmana!
En aquel instante llegaba la duquesa con El-Kadur y con ellos el polaco y el médico, que transportaban al vizconde.
—¡Dejad paso! —gritó el árabe. —¡La señora primero!
En tanto que los griegos y Perpignano, con ayuda de Metiub, hacían retroceder a los turcos para dejar paso a la duquesa, varios marineros que pretendían eludir las chispas que se abatían sobre ellos se arrojaron sobre los cristianos, separándolos.
El polaco, que aún no había alcanzado la borda, fue rodeado por ellos y empujado hacia estribor.
—¡Esta es la ocasión! —murmuró. —¡Qué Mahoma o el diablo me protejan!
Al no distinguir a la duquesa ni a los venecianos, se volvió hacia el médico y le dijo:
—¡Ponte a salvo y no te preocupes de mí! ¡Yo cuidaré del herido! ¡Ve de prisa o no hallarás puesto en las chalupas!
Y convencido de que no podía ser observado a causa del denso humo que lo envolvía todo, saltó por la borda de estribor con el vizconde entre sus brazos y fue a caer al mar.
Se hundió, ocasionando un remolino, y cuando volvió a surgir a flote estaba solo.
—¡Qué te pesquen ahora! —susurró el miserable. —¡A fin de cuentas era un hombre perdido a quien ese necio de
tobib
no hubiera podido curar!
Pese a su armadura y a su espada, empezó a nadar enérgicamente, pasando bajo la proa de la galera.
Intentaba llegar hasta las chalupas, que en aquel instante se disponían a partir.
Una embarcación tripulada por una media docena de musulmanes se hallaba cerca de él.