—¡Qué nadie entre aquí! —advirtió. —Solamente una persona se halla exenta de esta prohibición: el capitán de jenízaros.
Al subir al puente la galeota ya había sido tomada a remolque y la galera avanzaba con lentitud en dirección al norte.
Se hallaba dando instrucciones, cuando se le acercó el polaco, que se dirigía a la enfermería.
—El herido se encuentra en un estado de extrema gravedad —anunció. —No es posible extraerle la bala y el plomo ha dañado órganos vitales.
—¿Tal vez el pulmón? —inquirió Metiub.
—Sí. Ha perforado el izquierdo.
—¿Morirá?
—¡Cualquiera sabe! —repuso el polaco. —Hubiera sido mejor una herida de espada.
—¡Eso me preocupa! —dijo el turco. —Había asegurado a Haradja que los llevaría a todos con vida.
—¡Bah! ¡Un estorbo menos! —respondió el polaco.
—¿Por qué hablas así?
—¡Yo tengo mi plan! Responde a una cosa: ¿qué imaginas que hará Haradja con la muchacha?
—Idéntica pregunta me ha hecho ella. ¡Cualquiera sabe!… ¡Con la manera de ser de esa mujer! Me resultaría difícil responderte.
—¿La matará?
—Muy enfurecida está contra ella.
—¡No lo consentiré jamás!
El turco sonrió levemente con aspecto casi conmiserativo.
—¡Tú! —exclamó. —¿Acaso no sabes que Haradja, confiando en la protección de su tío, se burla de Mustafá y hasta del sultán?
—¡Voto a Dios! —exclamó el polaco.
—¡Recuerda que eres musulmán! —dijo el turco, riendo.
—¡En tal caso por las barbas de Mahoma!
—¿Qué es lo que pretendes?
—Considero que, siendo yo el que ha delatado a esa mujer como cristiana, me pertenece a mí.
—No estoy seguro de que Haradja opine así.
—¡Ay de ella si la matase! —exclamó en tono amenazador el polaco.
—¿Eh? —dijo maliciosamente el turco. —¿En tan gran manera te interesa la vida de esa cristiana?
—No considero oportuno darte explicaciones, Metiub.
—No son precisas, capitán.
—¿Dónde se encuentra esa mujer?
—En el tercer camarote de estribor.
—Me es necesario verla.
—No se me ha ordenado impedírtelo —respondió Metiub. —Únicamente te prevengo respecto a que no puedes tocarla.
—¡El diablo cargue contigo! —dijo entre dientes el polaco mientras se alejaba. —¡Todos estáis malditos, incluyendo al mismo Mahoma!
Descendió con un humor bastante pésimo la escalerilla, ordenó a los dos guardianes que se marcharan y, abriendo la puerta del camarote, penetró en éste diciendo:
—¡Con permiso, señora!
La duquesa se hallaba sentada en un pequeño diván ante el tragaluz con la vista fija en el mar y, a juzgar por la expresión de su rostro, dominada por muy tristes pensamientos.
—Señora… —insistió el polaco, suponiendo que no había sido oído como consecuencia del fragor del timón.
La duquesa no hizo el menor gesto.
—¡Voto a Mahoma! —barbotó el capitán, con ira. —¡Os he hablado repetidas veces y yo no soy un vil esclavo!
La duquesa se levantó, irguiéndose ante Laczinski con los ojos despidiendo llamas.
—¡No, no sois un esclavo! —dijo con voz que la cólera hacía vibrante. —¡Sois un renegado! ¡Un esclavo no hubiese prescindido de su religión como vos lo habéis hecho!
—¡Mahoma es semejante a Cristo, el Islam parecido al cristianismo! ¡Por lo menos para un capitán aventurero! —respondió el polaco. —Por otra parte, vos desconocéis lo que pienso y qué fe alienta mi corazón. ¡Mejor es la piel que una creencia!
—¿Y habéis llegado a Chipre para deshonrar vuestra espada? ¿A quién pretendíais defender? ¿Al león rugiente de San Marcos o a la Media Luna?
—Para mí era suficiente utilizar la espada como los capitanes aventureros. ¡La fe! ¡La patria! ¡Palabras hueras para nosotros! Luchar contra el turco, el chino, el cristiano o el budista, ¿qué más da? Más no he venido a discutir, señora. Lo haremos en otro instante más propicio.
—¿Qué habéis venido a hacer aquí, señor Laczinski?
En lugar de responder, el polaco salió al pasillo, se cercioró de que no había nadie y, volviendo junto a la duquesa, dijo, cerrando la puerta cautelosamente:
—¿Sabéis a qué lugar os lleva Metiub?
—Al castillo de Hussif —contestó Leonor.
—O, para ser más exactos, de Haradja.
—¿Y qué?
—¿Qué acogida os hará esa mujer cruel, que tiene fama de ser despiadada?
—Posiblemente, muy poco cortés.
—Puedo aseguraros que está enfurecida contra vos y que no os perdona el que os hayáis mofado de ella.
La duquesa fijó en el capitán una mirada aguda como una lanza.
—¡Ah! ¿De manera que la habéis visto? —inquirió con voz sorda.
—No lo niego.
—¿Para comunicarle que yo no era un hombre, sino una mujer?
—Yo no he dicho tal cosa —respondió el polaco, cuyo turbado aspecto le delataba.
—¡Mentís como un auténtico renegado! —exclamó, encolerizada, la duquesa. —Solamente vos y algunos amigos míos, que no son capaces de traicionarme, lo sabían.
—No tenéis la menor prueba para acusarme.
—¡Las observo en vuestros ojos!
—Los ojos acaso mientan, y… ¡Ya está bien, voto a Dios! ¡Permitid que hable! He llegado, no como enemigo, sino en calidad de amigo y estoy decidido a salvaros.
—¿Vos?
—Sí, señora. Si bien soy renegado, estoy mejor considerado entre los mahometanos que entre los cristianos. Tenéis la demostración en mi graduación.
—¿Y habéis venido para ayudarme?
—A vos y a los otros.
—¿Incluso al vizconde?
El polaco titubeó durante un instante y repuso:
—Sí, si lo deseáis y consigue curarse.
—¡Dios mío! —exclamó la duquesa mientras palidecía. —¿Está herido de muerte?
—De muerte, no. Pero está muy grave, ya que la bala no se puede extraer. ¡Esos endemoniados turcos emplean un plomo que en cuanto tropieza con hueso se aplasta!
La duquesa se había desplomado en el diván, sollozando.
—Vamos —dijo el polaco: —me entristece ver llorar a tan hermosos ojos. ¡Y, además, el capitán Tormenta no debe desalentarse jamás! He visto curarse a otros heridos en condiciones peores cuando luchaba contra los tártaros rusos. El médico de a bordo confía todavía en poder salvarle.
—¡Estáis en lo cierto! —repuso la duquesa incorporándose. —Hablad: ¿qué deseáis?
—Poneros a salvo a todos, ya os lo dije.
—¿Acaso sentís haber renegado de la cruz?
—Puede ser que sí y puede ser que no —respondió el polaco, haciendo un movimiento con la cabeza.
—¿Y de qué manera podréis salvarnos?
—En primer lugar es necesario impedir que la galera llegue a Hussif. Si cayeseis otra vez en poder de Haradja, todo habría terminado, y no deseo que esa mujer os mate.
—¿Y qué os puede interesar eso a vos?
—¡Más de lo que imagináis, señora! —repuso el polaco, clavando su vista en ella.
—Hablad con mayor claridad.
—¿No me habéis entendido?
—No.
—Al salvaros me arriesgo a muy grandes peligros, puesto que si me descubren, teniendo en cuenta que soy un renegado, no podría evitar ser empalado.
—Es verdad —convino la duquesa, que prestaba suma atención.
—Y considero que tengo derecho a una recompensa por el peligro a que me expongo.
—¿Dinero? ¡Tengo las suficientes riquezas como para entregaros lo que solicitéis!
El polaco hizo un gesto negativo.
—Al capitán polaco le sobran su paga y su soldada para vivir —contestó, —y eso le complace. Si precisa algunos cequíes, se los agencia en los saqueos.
—¿Qué deseáis en tal caso? —inquirió con acento angustiado la duquesa.
—¿Qué deseo? —dijo, titubeando, el polaco. —¡Vuestra… vuestra mano!
—Mi… —¡Mano!
El asombro de la duquesa fue tan extraordinario, que por un momento no pudo pronunciar una palabra.
—¡Estáis de broma!, capitán: —dijo, por último, reprimiendo su ira. —¿Y el vizconde de Le Hussière?
—¡Dejadlo!
—¿Me amáis?
—¡Diablos! ¡Os he amado y aborrecido a la vez! ¡Amado a causa de vuestra hermosura, vuestra osadía, y aborrecido porque vuestra espada me venció! Si aceptáis, esta noche la galera estará ardiendo y no regresará a Hussif.
La duquesa guardó silencio, pero sus ojos brillaban enigmáticamente.
—¿Aceptáis el trato? —inquirió el polaco.
—¡Sí! —respondió la duquesa. —El vizconde puede considerarse que ya está muerto. Pero tenéis que salvarnos a todos. ¡Jurad que lo haréis así!
—¡Por la cruz y por la Media Luna! —dijo el polaco. —¡Dadme la mano!
La duquesa dejó que las callosas manos del aventurero estrecharan su diestra.
—¡Esta noche toda la galera será devorada por las llamas! —afirmó el polaco. —¡Adiós, dulce prometida! ¡No tendréis queja de mí!
Abrió la puerta y salió sin producir el menor ruido.
La duquesa quedóse en pie, inmóvil, con los ojos brillándole con un siniestro destejió.
—¡Renegado maldito! —exclamó al cabo. —¡Igual que me burlé de Haradja, me burlaré de ti! ¡Yo no he hecho juramento alguno por la cruz!
En tanto que en el camarote acontecía la escena ya descrita, el tío Stake, confinado en la sentina de la galera, se dedicaba a enviar al diablo a Mahoma y a todos sus sectarios.
El iracundo lobo de mar lanzaba insultos de continuo.
—¡Apresado! —clamaba, golpeándose en la cabeza y mesándose las barbas. —¿Nos habrá abandonado la cruz de Jesucristo? ¡Es excesivo! ¡Ya va siendo hora de que la suerte cambie para los turcos! ¡Esto es imposible que siga así, o acabaré volviéndome turco! ¿Qué opináis, señor Perpignano?
El teniente, que se hallaba sentado al lado de El-Kadur, no consideró adecuado responderle.
—¡Por mil ballenas, reventadas, comidas y asadas! ¿Estáis todos muertos? ¿Permitiréis que os conduzcan a Hussif y que os empalen en aquellas puntas de hierro que hay en las torres? ¡Yo, desde luego que no, por cien mil bombas! ¡No me apetece lo más mínimo terminar mis días empalado!
—¿Y qué pensáis hacer, tío Stake? —indagó el teniente, abandonando el decaimiento que le dominaba.
—¡Yo! —barbotó con fiera entonación el tío Stake. —¡Hacer volar la galera con todos los bribones que la tripulan y ponernos a salvo nosotros!
—¡Pues hacedlo! —repuso El-Kadur con acento irónico.
—¿Acaso, pedazo de alquitrán, consideras que no soy capaz de prender fuego al polvorín? ¡Tú no eres veneciano, ni dálmata, y te tengo lástima!
—Soy un hombre que vale tanto como otro, y en Famagusta he dado pruebas de ello.
—¿Y yo no? —inquirió el tío Stake. —¡Yo hice volar una torre que estaba a punto de ser tomada por los turcos y los mandé a todos al otro mundo! ¡Unos fueron directos al paraíso, otros al infierno y los demás a ver a sus hermosas huríes! ¿Imaginas, trozo de pan moreno, que un marinero vale menos que un soldado de tierra como, por ejemplo, tú?
El-Kadur estaba a punto de responder de bastante mala manera, cuando Perpignano cortó la discusión preguntando al irascible contramaestre:
—Hablad, tío Stake: ¿qué queréis intentar?
—Enviar al diablo esta galera antes que llegue a Hussif —repuso el viejo marino.
—Eso también quisiera hacerlo yo, pero no veo la forma.
—¡Hay que buscarla!
—¿Tenéis algún proyecto?
—Sí; pero no tengo las herramientas.
—¿Cuáles?
—Algún escalpelo, unas pinzas… Cualquier cosa, en suma, que sirva para practicar un agujero en la cala por donde penetre el agua.
—No disponemos siquiera de cuchillos.
—¡Desgraciadamente, señor Perpignano!
—Yo tengo una idea tal vez más buena —intervino en aquel momento Nikola, que los había estado escuchando sin pronunciar una palabra.
—¡Suéltala ya, griego! —exclamó el tío Stake. —¡Tus compatriotas tienen fama de ser los más ingeniosos de los levantinos e incluso de aventajar a los de Esmirna!
—Los turcos me quitaron las armas, pero no la yesca y el eslabón.
—¡Magnífica cosa para encender la pipa, si tuviese tabaco! —comentó el viejo.
—¡Y para hacer arder una nave! —repuso el griego, con gran serenidad.
El tío Stake dio un respingo.
—¡Bien aseguraba yo que los griegos son los más ingeniosos de todos! —exclamó el tío Stake, asestándose un puñetazo en la frente. —¡Mi cerebro es semejante al de un conejo!
—¿Deseáis prender fuego a la galera? —inquirió Perpignano.
—Sí, señor —respondió Nikola. —Sería la única manera de inutilizarla.
Sin figurárselo, el griego había tenido el mismo pensamiento que el polaco. Y era el único que podía tener ciertas posibilidades de éxito, puesto que un combate entre los presos, sin armas, y los tripulantes de la galera hubiera resultado un desastre para los primeros.
—¿Qué os parece? —interrogó Nikola, al observar que todos permanecían tan silenciosos como muertos.
—Que nos abrasaremos todos —adujo Perpignano.
—No es en la cala donde tengo meditado iniciar el fuego —dijo el griego. —Penetraremos en el entrepuente y haremos arder el depósito de cables y velas de repuesto.
—¿Y si hubiese algún guardián? —aventuró el teniente.
—Se le retuerce el cuello —arguyó el tío Stake.
—¿Cuándo opináis que llegaremos a Hussif? —inquirió Perpignano.
—Por lo menos hacia medianoche —repuso Nikola. —La brisa no se tornará más fuerte hasta la caída del sol.
—¿Y la duquesa? ¿Y el vizconde? ¿Nos será posible ponerlos a salvo?
—La costa no se halla a mucha distancia. En la nave hay chalupas y no será difícil alcanzarla. Allí encontraremos al León de Damasco. Su esclavo le habrá prevenido ya.
—¡Qué hombre tan sorprendente! —exclamó el tío Stake. —Efectuemos un reconocimiento, para averiguar si nos es posible forzar la puerta del almacén de repuestos.
El tío Stake se aproximó a la puerta del depósito, la cual se abrió sin necesidad de ser forzada.
—¡No se encuentra cerrada! —dijo sorprendido.
—No, porque he quitado yo la barra de hierro —anunció una voz.
Tres exclamaciones fueron lanzadas al unísono:
—¡Es el renegado!
—¡Sí, el renegado —contestó el polaco, con ironía, —que viene a poneros a salvo de parte de la duquesa!
Avanzó hacia los tres hombres, los cuales más bien parecían tener la intención de precipitarse sobre él y estrangularle, que de considerar ciertas sus palabras.