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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (10 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—Quédese, se lo ruego —le dijo con una cortés inclinación de cabeza—, pero disculpe que me ausente; es que tengo un compromiso —añadió. Y se fue.

La señorita King se dio cuenta inmediatamente de que había perdido la batalla. Todavía se quedó sentada un momento, mirando la acogedora oficina y preguntándose si una mujer decidida podría descubrir la clave del misterio en ese lugar. Seguro que la tenía al alcance de la mano, ahí mismo, en el despacho particular del socio principal de la empresa Abbott & Spicer. Las paredes estaban empapeladas de color beige, la alfombra era espesa, suave y marrón; las cortinas, de terciopelo marrón oscuro. En una esquina había una mesita de roble y, encima, un anaquel con dos diccionarios grandes, un ejemplar del
Who’s Who
y la guía telefónica de Londres. La caja fuerte estaba en la otra esquina. Una gran librería con puertas de cristal ocupaba una pared entera. Sobre la repisa de la chimenea, un estante de roble con las últimas publicaciones de Abbott & Spicer. La señorita King se levantó de la silla y cogió el ejemplar de
El perturbador de la paz.
Lo hojeó con un estremecimiento de desagrado, pero de ahí no sacaría nada en limpio, ninguna pista sobre quién lo había perpetrado; no era más que un ejemplar normal como los que podían adquirirse en cualquier librería por la exorbitante suma de siete chelines con seis peniques.

Más confiada, se acercó al escritorio. Era una mesa de oficina grande, en medio del despacho, convenientemente situada para que la luz de la ventana diera sobre el hombro izquierdo del señor Abbott. Todos los cajones estaban cerrados, menos uno, en el que había papel de escritorio y sobres. Encima de la mesa, un teléfono del modelo común. También había un manuscrito titulado
Las llamas del infierno,
de Hesa Feend (el señor Abbott estaba sopesando los pros y los contras de ese libro cuando la señorita King interrumpió su tarea de la mañana). Lo miró con indignación. Había también una lámina grande de papel secante, impecable, aunque con una firma. La señorita King pensó que sería la del señor Abbott. En la papelera, dos circulares y una reseña de la última novela del señor Shillingsworth publicada por la editorial. Miró la caja fuerte infructuosamente.

Echó otra ojeada alrededor. ¡Qué tentación estar ahí, en ese despacho, con la pista tan cerca, y no ser capaz de encontrarla! Suspiró y se dijo que era una lástima no poder averiguar la verdadera identidad del autor. Tenía el sitio a su entera disposición. El señor Abbott le había dado libertad total para mirar, pero no encontró nada. ¿Valdría la pena esperar, por si volvía el señor Abbott o por si casualmente aparecía el señor Spicer a buscar algo? Le pareció que no.

Se acercó a la puerta y puso la mano en el pomo. «¿Me habrá encerrado?», se preguntó de pronto. El señor Abbott no había hecho una cosa tan poco caballerosa; el pomo giró y la puerta se abrió. La señorita King salió al pasillo. Con cierta dificultad, encontró el camino entre largos pasillos y escaleras de hierro y poco después salió a la calle.

Tenía tanta prisa por sacudirse de los zapatos el polvo de Abbott & Spicer, que se dio de bruces contra un hombre alto y delgado que se disponía a entrar en el edificio.

—¡Señor Bulmer! —exclamó asombrada.

El señor Bulmer se llevó la misma sorpresa que ella y, por añadidura, se avergonzó un poco.

—Le advierto que, si ha venido a ver a ese hombre, no le va a servir de nada —dijo ella sin aliento—. Es un idiota sin remedio —añadió sin acordarse de que había sido más hábil que ella—, un tontorrón de pies a cabeza que no para de sonreír y que no se conmueve ni se emociona con nada.

—No vengo a conmover ni a emocionar al señor Abbott —contestó el señor Bulmer con bastante acritud—. Solo quiero averiguar el nombre del autor de esa novela sobre Silverstream. Me la prestó ayer la señora Featherstone Hogg y me pasé la mitad de la noche leyéndola. ¿La ha leído usted? —preguntó, con repentino recelo en la mirada.

—Por supuesto: por eso he venido.

—No le gustó, ¿eh? —dijo él sonriendo desagradablemente.

—Tan poco como a usted —replicó la señorita King, que encontraba la horma de su zapato cuando la gente se volvía desagradable.

Se preguntó si debía insistir en ponerle los puntos sobre las íes y decirle que, total, a los hombres no les importaba que los abandonase su mujer. Lógicamente, eso no era cierto. En realidad, Margaret Bulmer no se había fugado con Harry Carter, o, al menos, ella no sabía que lo hubiera hecho, pero en el libro se fugaba. En el libro se dejaba constancia tan abiertamente del egoísmo y la crueldad del señor Bulmer, que hasta se alegraba una de que Margaret huyera y no se la culpaba por ello. Por otra parte, como el señor Bulmer también se daba por ofendido, podría ser un buen aliado en la lucha contra Abbott & Spicer y el misterioso John Smith. Así pues, prefirió no ponerle los puntos sobre las íes.

—Es preciso que retiren el libro de la circulación —dijo la señorita King con firmeza.

—¡No me diga que es eso lo que se propone! —exclamó el señor Bulmer con una carcajada amarga—. ¿Por qué no va al zoológico y pide al león que le regale su ración de carne? Sería mucho más fácil.

—¿Qué insinúa? —preguntó ella.

—Pues que
El perturbador de la paz
es un éxito de ventas y que los editores no encuentran libros así todos los días. Abbott no lo retirará; sería imbécil si lo hiciera.

—¿Y usted qué se propone? —preguntó ella—. Supongo que algo hará… Ha venido a verlo, ¿no es eso?

—Simplemente quiero saber el verdadero nombre del autor y estrangularlo lentamente —replicó el señor Bulmer con una sonrisa desagradable—. Es una idea bastante primitiva, en comparación con la suya, ¿verdad? Aunque tengo más probabilidades de éxito…

—Eso ya se lo he preguntado yo —dijo la señorita King.

—Bueno, pues insista hasta que se canse de decir que no —replicó el señor Bulmer con sarcasmo—. Venga a verlo un día sí y otro también; a los editores les encanta que les echen a perder la mañana. Aplace unas semanas el viaje a Samarcanda y plántese a la puerta del señor Abbott.

—¡Samarcanda! —exclamó la señorita King, frenética por tamaña provocación—. No voy a ir a Samarcanda… ¿por qué tendría que ir? ¿A usted qué le importa dónde vaya yo? ¡Iré a Samarcanda si me da la gana!

Levantó el paraguas y se lanzó precipitadamente a la bulliciosa calle.

Capítulo 9
La señora Bulmer

M
argaret Bulmer sabía positivamente que Stephen estaba irritado por algún motivo, pero no sabía cuál. Él no le había dicho nada sobre el libro que le había prestado la señora Featherstone Hogg ni se lo había dado a leer. Al contrario, cuando lo terminó, buscó un sitio seguro en su estudio donde esconderlo, pero como no encontró ninguno que estuviera realmente a salvo de la mirada entrometida de esposas y criadas, avivó la chimenea expresamente y fue echándolo al fuego en trocitos que cortó con sus propias manos, delgadas y huesudas como garras. Lentamente, página a página,
El perturbador de la paz
quedó reducido a cenizas en la rejilla de la chimenea del señor Bulmer. Fue como un rito y le proporcionó una extraña satisfacción. Por supuesto, el ejemplar pertenecía a la señora Featherstone Hogg, que lo había pagado a siete con seis, pero a él le dio completamente igual. No temía a esa señora y, si le reclamaba el libro, sería un placer decirle que lo había quemado. ¡A ver si se lo pedía!

Concluida la quema de
El perturbador de la paz,
se fue a la cama sin hacer ruido. Hacía horas que Margaret se había acostado. Puso mucho cuidado en no despertarla porque, por algún motivo, no quería enfrentarse a la clara mirada de su mujer en ese preciso momento. En realidad, no era como David Gaymer, el del libro, no hace falta decirlo, pero tal vez fuera un poco desconsiderado en algunas ocasiones.

Margaret no estaba dormida, solo lo fingía porque era más fácil y estaba muy cansada. Le asombró que Stephen fuera a acostarse tan sigilosamente, en vez de entrar en el vestidor pisando fuerte y de tirar las botas al suelo, como de costumbre. Y aún mayor fue su asombro cuando se dio cuenta de que se metía en la cama sin encender la luz ni echarle en cara que la botella de agua caliente estaba fría como un témpano. Pensó vagamente si no le rondaría un catarro, pero no, no podía ser, porque la habría despertado para que le diera una aspirina y le calentara un poco de leche… y se durmió dulcemente.

A la mañana siguiente Stephen seguía «raro». Se presentó a desayunar vestido y afeitado, en vez de pedir que se lo llevaran a la cama, como solía, y, en lugar de sumergirse en la lectura de
The Times,
habló por los codos. Incluso se dirigió amablemente a los niños, quienes, pasmados por la novedad, no fueron capaces de responder, e incluso preguntó a Margaret por sus planes para el día, porque él pensaba ir a Londres en el tren de las diez y media. Margaret dijo que daría clase a los niños. Lo sorprendió mirándola de una manera enigmática cuando creía que no lo veía porque estaba atareada con las tazas de té. Por fin Stephen se marchó a la estación y a Margaret se le quitó un peso de encima.

De todos modos, siguió pensando en el extraño comportamiento de su marido mientras daba instrucciones para la comida y la lección a los niños. Que se quedara despierto hasta muy tarde no era tan raro: siempre decía que escribía mejor cuando la casa estaba en silencio. De todas formas, allí siempre había tanto silencio como es posible en una casa habitada. Todo el mundo llevaba zapatillas y una alfombra de fieltro en las escaleras amortiguaba las pisadas. Cuando no escribía, Stephen dormía o pensaba, pero, fuera cual fuese su actividad, el silencio debía ser total en la casa. Al menor ruido, se abría violentamente la puerta del estudio, salía pálido de cólera y se ponía a dar zancadas por el pasillo, de un lado a otro, furioso como un maníaco, preguntando al Hacedor por qué no podía tener un poco de paz en su propia casa. A veces, Margaret se llevaba a los niños de excursión al bosque, comían allí y los animaba a correr y a desahogarse. Procuraba enseñarles los juegos de su infancia y a chillar y cantar, pero todos sus esfuerzos eran en vano. Eran dos ratoncillos asustados. No conseguía que dieran ni una sola voz. Estaba muy preocupada por ellos, porque no era natural que fueran tan silenciosos, pero no podía hacer nada. Temían a Stephen, lógicamente, ése era el motivo; los tenía aterrorizados con sus accesos de mal genio y sus gruñidos y sus voces estridentes. Los pobrecitos pasaban sigilosamente por la puerta del estudio, como fantasmas, se detenían de pronto en medio de sus silenciosos juegos y aguzaban el oído poniendo cara de prestar mucha atención.

Cuando Stephen hubo ido a la estación, la casa se animó un poco. Margaret oyó hablar a las dos criadas en la cocina, se cayó una cacerola al suelo con estrépito y una de las muchachas se rió a carcajadas.

Margaret no entendía qué le pasaba a Stephen desde la noche anterior. ¿Y por qué había ido a la ciudad? ¿Y qué había quemado la víspera en la chimenea del estudio? Algo lo inquietaba, estaba segura. Ciertamente, tenía preocupaciones o molestias estomacales a menudo, pero lo curioso era que nunca las había acusado de esa manera. Por lo general, cuando se disgustaba, se ponía más irritable y malhumorado, no menos.

—No, Steve, cariño, es una suma —dijo Margaret—, no una resta como la de ayer. Te acuerdas de cómo funciona la suma, ¿verdad? Quítate el lápiz de la boca, Dolly.

Verdaderamente lo de Stephen era muy raro. Cuantas más vueltas le daba, más raro le parecía. Se preguntó si no sería mejor dar el día libre a los niños e ir a contárselo a Sarah Walker, que era una mujer muy sabia. No se lo contaría todo, solo que Stephen no parecía el de siempre. Lógicamente, Sarah no podría darle ningún consejo sin saber en qué aspecto había cambiado, pero no eran consejos lo que quería, sino consuelo, comprensión y desahogarse un rato con su amiga. ¡Qué gracia! Deseaba consuelo y comprensión porque su marido había sido más considerado de lo normal, o menos desconsiderado… bueno, en realidad, eso quería decir que el mundo se le tambaleaba.

Por lo tanto, Margaret dio el día libre a los niños, les dio permiso para correr por toda la casa, para jugar al escondite y para alborotar cuanto quisieran, porque papá se había ido a Londres, y subió inmediatamente al piso de arriba, se caló una boina escocesa a toda prisa y cogió el abrigo viejo con cuello de piel. Es que corrían malos tiempos y no podía permitirse un abrigo de invierno nuevo, naturalmente, aunque había advertido con bastante envidia que sus criadas habían estrenado uno cada una. Iba deprisa por la calle, con ganas de ver a Sarah y con una sensación de culpa y de alegría al mismo tiempo: remordimientos por tomarse el día libre y alegría porque iba a ver a su amiga, a la que apreciaba mucho, y preocupada también por lo raro que estaba su marido.

El cielo estaba azul, y el aire, limpio y luminoso, porque había helado un poco. Hacía una mañana realmente preciosa. Siguió andando a paso ligero y muy animada, porque de verdad el día estaba muy bonito. Todo brillaba y relucía, el río destellaba como plata pulida, los árboles presumían de colores otoñales a la límpida luz del sol. Pasó por la Casita de Tanglewood y saludó con la mano a Barbara Buncle, que estaba haciendo una hoguera en el jardín.

—¡Qué bien huele! —gritó a Barbara con toda cordialidad… Barbara respondió levantando el rastrillo en el aire.

La criada le dijo que la señora Walker estaba en casa. Ésta era una de las cosas buenas de Sarah: siempre estaba disponible cuando la necesitabas. Otra cosa estupenda era que, aunque tuviera mucho que hacer, y seguro que a veces era así, le dedicaba todo el tiempo del mundo cuando la iba a ver: siempre podía sentarse a charlar con toda tranquilidad a cualquier hora del día.

Todo eso pasó como un relámpago por su cabeza mientras la criada la acompañaba al estudio del médico. Sarah se levantó del escritorio, en el que estaba haciendo cuentas, y le tendió las manos.

—¡Qué alegría! —exclamó—. Me hacía mucha falta una buena excusa para escapar de este horror —añadió.

Se sentaron frente a la chimenea. Sarah atizó el fuego, saltaron alegremente las llamas y las dos mujeres hablaron de sus hijos. Margaret lamentó lo silenciosos que eran los suyos y Sarah se quejó de que los suyos armaban mucho barullo… y se rieron las dos, porque se entendían perfectamente y se encontraban muy a gusto juntas.

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