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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (6 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—Eso es otro error —dijo Ernest, alterado—. No está bien ofrecer un puesto a un hombre porque disponga de medios propios… Cada asalariado gana su jornal… Es degradante para la Iglesia. Un sueldo debe ser suficiente para sustentar con dignidad a un hombre solo.

—El mundo no es ni muchísimo menos perfecto —replicó el tío Mike, que había vivido mucho y había aprendido a aceptar lo malo y lo bueno de la vida como una mermelada con laxante añadido—. Hay muchas cosas que están mal, pero es así y no se puede cambiar.

—No pretendo cambiarlo, bueno, tal vez sí, pero sé que no puedo, no soy tan iluso… en fin, no es ésa la cuestión. Lo fundamental es que aquí hay algo que no está bien, en mi vida hay algo que no funciona y tengo que cambiarlo. Voy a intentar arreglármelas con el estipendio, tío Mike. Al fin y al cabo, un hombre tiene que ser capaz de vivir con muy poco. Fíjate en san Francisco…

—Bien, en tal caso, adelante —dijo tío Mike. Empezaba a hartarse y en ese momento no tenía el menor deseo de seguir hablando de san Francisco—. Pruébalo una temporada. Supongo que no te hará ningún daño. Limita el gasto a tres libras a la semana…

—Sería inútil —lo interrumpió Ernest, y sacudió la cabeza—, no podría.

—Desde luego que no. ¿No te lo acabo de decir? —insistió el tío Mike, exasperado.

¿Cómo iba a poder? Nunca en la vida le había faltado de nada. ¿Cómo iba a ponerse de repente a vivir con tres libras a la semana? Máxime no habiendo ninguna necesidad real. Si hay que hacer una cosa, se hace y sanseacabó, pero así… No es que el muchacho fuera precisamente extravagante, pero siempre le había gustado disponer de lo mejor y, puesto que su padre lo había dejado en buena situación, no parecía existir ninguna razón que lo obligara a renunciar. El señor Whitney no tenía queja alguna de los gastos de Ernest. El muchacho gastaba con prudencia y siempre había hecho gala de una generosidad muy sensata. Hasta el momento se las había arreglado para liquidar su elevada renta anual sin la menor dificultad.

—No seré capaz de pasar con tres libras a la semana, a menos que sea lo único que tenga para vivir —dijo Ernest—. Si solo tengo tres libras para gastar, no puedo gastar más.

—¿Ah, no? —inquirió el señor Whitney.

—Sea como fuere, no podré —contestó Ernest— y voy a hacer lo siguiente: dispongo que mi asignación anual se destine íntegramente a diversas obras benéficas sin la menor demora, en el mismo momento en que esté disponible; de ese modo, aunque quiera, no tendré nada. Supongo que sabrás redactar una escritura de donación o algo semejante.

El señor Whitney tragó saliva.

—Aquí tienes la lista de obras benéficas en las que he pensado —continuó Ernest. La sacó del bolsillo y se la dio—. Seguro que se te ocurre alguna más. Lógicamente, el capital no se puede mover del fondo de inversiones, porque, de lo contrario, me desharía de él sin pensarlo dos veces… es una lástima.

—Y que lo digas —contestó el señor Whitney con un sarcasmo deplorable.

—Ya veo que no te hace ninguna gracia —prosiguió Ernest—, pero no se me ocurre otra manera de arreglarlo ni otra persona a la que recurrir…

El señor Whitney dejó de prestar atención; conocía a Ernest lo suficiente para saber que, cuando se le metía una idea en la cabeza, no había nada que hacer. Solo le quedaba el recurso de proteger al arrebatado joven de las consecuencias de tan disparatado proyecto. Si tomaba cartas en el asunto, podría guardar algo de dinero para cuando Ernest lo quisiera, porque lo necesitaría con toda seguridad. Sí, eso sería lo mejor, avenirse al plan de Ernest y distribuir el dinero y, por supuesto, repartir la mayor parte, como era su deseo, pero guardar algo en el banco, unas quinientas libras, pongamos, a su nombre, para que dispusiera de ellas en caso de necesidad; de lo contrario, lo distribuiría al terminar el año. Un año de pobreza no le haría ningún mal, no, en absoluto. Es más, sería una experiencia enriquecedora para el muchacho. Siempre había tenido mucho dinero y eso era contraproducente, aunque, bien pensado, tampoco lo había echado a perder. En algún momento, el señor Whitney había sentido una honda preocupación por la abundancia en que vivía Ernest, pero, cuando comprobó que el muchacho se desenvolvía bien a pesar de la riqueza, dejó de pensar. ¡Qué vueltas tan curiosas daba la vida! Primero deseaba que Ernest experimentara la pobreza en carne propia y, ahora que el muchacho la elegía voluntariamente, se inquietaba. «Aunque, en realidad, no hay de qué preocuparse —se dijo el señor Whitney para consolarse. No le gustaban nada las preocupaciones— porque todo saldrá bien y le será beneficioso contar los peniques todo un año. Mientras no se muera de hambre, todo irá bien. Aunque habrá que vigilarlo, para que no llegue a esos excesos.»

Después de comer muy cumplidamente repasaron los pormenores uno a uno y acordaron que Ernest firmase un documento de donación de la asignación anual a favor de su tío Mike, quien, a su vez y a su criterio, repartiría los fondos entre diferentes obras benéficas. A Ernest le daba bastante igual quién se quedara con el dinero, siempre y cuando lo desembarazaran de él, porque había empezado a considerarlo una carga, tal vez la cruz que Cristiano, el peregrino, cargaba a la espalda. Al cabo de un año reconsideraría el asunto. El señor Whitney insistió en el año de prueba, por si Ernest quisiera casarse o falleciera él… En el curso de un año podía suceder cualquier cosa.

—Bien —dijo Ernest por fin, desperezándose—, soy libre.

«Te has encadenado», pensó el señor Whitney, pero tuvo la prudencia de no expresarlo en voz alta.

Al día siguiente se conmemoraba a un santo. Ernest y su tío Mike se dirigieron a la pequeña iglesia cruzando el jardín. Las gotas de rocío brillaban en la hierba como millones de diamantes y una alondra cantaba alegremente.

Ernest tenía la impresión de que ninguna conmemoración matutina le había deparado nunca un gozo tan profundo como ese día. Estaba colmado de dicha y paz. Era tan maravilloso que no tenía palabras para expresarlo. Concluida la ceremonia, cruzaron de nuevo el soleado jardín en íntima comunión espiritual.

—¿Crees que estoy loco, tío Mike? —preguntó súbitamente.

—Si te parece que es lo que tienes que hacer, hazlo —le contestó en voz baja—. Creo que la experiencia será enriquecedora.

Capítulo 5
La señora Walker

L
a señora Walker, la mujer del médico, fue la primera vecina de Silverstream que leyó
El perturbador de la paz.

Era una tarde de octubre muy brumosa, húmeda y fría para esa época del año. Por cierto, era el quinto aniversario de boda de los Walker y, para celebrarlo, Sarah Walker había preparado una cena opípara con los platos predilectos del doctor. Pero la mujer propone y Dios dispone; en cuanto sonó de pronto el teléfono, supo que se trataba de una urgencia.

Era absurdo que, solo por la forma de sonar el aparato, supiera que era una urgencia; también podía haber sido un telegrama de felicitación de su padre en el último momento, un mensaje de la señora Featherstone Hogg para invitarla a tomar el té o cualquier otro asunto intrascendente, pero el caso es que Sarah siempre decía que, cuando sonaba el teléfono, enseguida sabía si era o no era la mano de Dios, que llamaba a John para llevárselo un rato, y lo más curioso es que acertaba a menudo.

Así pues, esa noche, cuando sonó el teléfono, John bajó corriendo a cogerlo y, cuando volvió y dijo: «Ya viene el hijo de los Sandeman», ella ya se había sobrepuesto a la decepción de no celebrar la cena de aniversario y había decidido anularlo todo, puesto que el banquete, sin John, sería una farsa sin ninguna gracia y, además, en realidad a ella no le gustaban el salmón ni el rabo de buey, aunque disfrutaba viéndoselos comer a John; cenaría en el estudio un huevo escalfado y una taza de cacao en una bandeja.

—Lo siento muchísimo —dijo el doctor John— pero no tengo más remedio. No me esperes levantada, Sally. Quién sabe cuándo volveré a casa… ¿Has visto mis guantes de goma?

—Hay un par nuevo en el cajón de la consulta —respondió ella—, los otros se rompieron. No te preocupes, lo celebramos mañana. Asegúrate de que sea niño.

Era una broma entre ellos, así que el médico soltó la risita de rigor.

—Llévate la bufanda gris, la grande —añadió—, hace una noche muy destemplada.

El doctor le dio un beso y, con pesar, se marchó.

El estudio era una habitación acogedora, aunque estaba muy deteriorada; tenía cortinas rojas, lámparas con pantalla, algunos grabados buenos en las paredes, lisas y de color crema, y dos mullidos sillones de piel, uno a cada lado de la chimenea.

Sarah suspiró, descorrió las cortinas y observó la noche. No se distinguía si llovía o no, la niebla era espesa y las farolas de la calle tenían un halo anaranjado. Se alegró de haberle dicho a John que se pusiera la bufanda. Se preguntó cuánto tardaría la señora Sandeman en dar a luz. Los recuerdos la hicieron retroceder tres años en el tiempo, a una noche parecida a la de hoy, cuando inesperadamente llegaron los gemelos al mundo ¡Fue un espanto! Nunca, hasta esa noche horrenda, había apreciado lo mucho que valía John, su enorme dulzura, amabilidad y fortaleza.

El paquete de libros de la biblioteca estaba en la mesa. Desató la cuerda y le dio la vuelta con las manos, largas y finas. ¿Qué le habrían mandado esta vez? Desechó una gruesa biografía y miró por encima un
réchauffé
[2]
histórico… muy aburrido. Esa noche no estaba de humor para lecturas edificantes, prefería pasar el rato con algo ligero y divertido. ¿Y ese otro…
El perturbador de la paz,
de John Smith? Lo cogió y ocupó el acogedor sillón de su marido, el más cómodo de los dos, porque, debido al peso de John, algunos muelles se habían roto o aplastado, mientras que el de ella seguía tan perfectamente abultado y duro como el primer día, aunque hacía cinco años que lo usaba. Nell, la perra cazadora, que nunca había cazado nada más emocionante que un cuervo, se tumbó cómodamente a los pies de Sarah.

—Voy a esperarlo despierta, llegue a la hora que llegue —le dijo—. Nunca será más tarde de las doce, ¿verdad, Nell? Le prepararé una taza de Benger’s
[3]
y tú también tomarás un poco.

Nell meneó el rabo, era una lástima que no hablara, aunque entendía todo lo que le decían, o eso afirmaban los Walker.

Encendió la lamparilla de leer y abrió el libro; en cuanto dio comienzo a la lectura, el estudio se sumió en el silencio. Pasaba las páginas a gran velocidad, porque la llegada de los gemelos la había dejado un poco débil y, por lo general, las personas débiles leen mucho y, cuando se lee mucho, se lee a gran velocidad. Además, la trama se desarrollaba con tanta fluidez que era muy fácil dejarse llevar.

Se rió por lo bajo, Nell se agitó en sueños y levantó su hermosa cabeza.

—Nell, no sabes lo que te pierdes por no haber aprendido a leer —le dijo—. Estos personajes están vivos, son personas de verdad… y son deliciosos.

La perra movió la cola peluda. Era estupendo que los dioses descendieran de las nubes para hablar contigo, daba una agradable sensación de seguridad.

Sarah siguió leyendo. Imposible dejarlo. Leyó hasta que se apagó el fuego y tuvo que levantarse a espabilarlo. ¡Sería imperdonable que John volviera helado y mojado y la chimenea estuviera prácticamente apagada! Mientras añadía carbón, liberada momentáneamente del hechizo de la letra impresa, recordó lo que había leído. «Podría ser Silverstream —pensó—. Copperfield es… Silverstream. ¡Qué raro! El comandante Waterfoot es exactamente igual que el coronel Weatherhead y la señora Mildmay podría ser perfectamente Dorothea Bold…»

Frunció el ceño y repasó las páginas leídas, cada vez más intrigada por la sospecha de que los nombres y las personas no eran mera coincidencia. Buscó el párrafo concreto sobre el médico, al que llamaba el señor Gaymer. ¡Ajá, ya lo tenía!

El doctor Rider era un escocés alto y ancho de hombros, con una boca peculiar y cejas espesas; transmitía una sensación optimista de salud y vigor hasta en la habitación del enfermo más desesperado. Los niños lo adoraban e incluso el más mimado e inmanejable lo obedecía sin chistar. En cambio, con las enfermedades imaginarias no se andaba con miramientos y enseguida recetaba aceite de ricino a los quejicas, cosa que no le granjeaba afecto exactamente.

¡Era el vivo retrato de John! Sarah estalló en carcajadas echando la cabeza atrás, contra el respaldo del sillón. ¿Quién demonios habría escrito ese libro? Algún vecino de Silverstream, sin duda; un paciente de John. Volvió a mirar las tapas y vio que el autor firmaba con el nombre de John Smith; eso daba pocas pistas, con ese nombre podía firmar cualquiera. «En fin —pensó—, no somos tantos en Silverstream, veamos quién puede haberlo escrito y eliminemos a los que no.» ¿Sería el coronel Weatherhead? No, no era su estilo en absoluto; además no habría sabido describirse con tanto acierto y perspicacia. ¿Sería el señor Dunn? Demasiado viejo y aburrido. ¿El nuevo vicario? Difícilmente, sus santos no le dejaban tiempo libre y no le había dado tiempo a conocer a los habitantes de Silverstream tan a fondo como el autor. ¿El señor Fortnum? No, el libro lo trataba con mucha dureza. ¿El señor Snowdon? No, tampoco, y por la misma razón. Solo quedaban los militares y el señor Featherstone Hogg. Sarah eliminó a los militares, porque solo estaban pendientes de sí mismos y de sus propios asuntos, eran aves de paso y apenas conocían Silverstream. El señor Featherstone Hogg profesaba un enorme respeto a su mujer y jamás la describiría como en ese asombroso libro, porque, desde luego, la señora Horsley Downs era el vivo retrato de la señora Featherstone Hogg. Su elegancia lánguida y sus aires de superioridad estaban reflejados con habilidad inimitable. Incluso se describía una de sus veladas musicales, a las que todo Copperfield se veía obligado a asistir para oír a Brahms y tomar un líquido turbio y casi frío que pasaba por café y bocadillos de paté de anchoa: el señor Featherstone Hogg jamás se atrevería…

Por supuesto, quedaba Stephen Bulmer. Todo el pueblo sabía que el señor Bulmer estaba escribiendo un libro sobre Enrique IV, pero el que tenía ella entre manos no trataba ese tema y, además, estaba completamente segura de que no lo había escrito Stephen Bulmer. Pensó en su cara, afilada y surcada de desagradables arrugas desde la base de la nariz hasta las comisuras de la cínica boca, y las profundas líneas verticales en el entrecejo.

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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