Read El libro de la señorita Buncle Online

Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (3 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
5.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—La señorita Buncle desea verlo, señor. ¿Le digo que pase?

—¡Buncle! —gritó el señor Abbott—. Buncle… ¿quién es Buncle?

—Dice que tenía cita con usted a las doce.

El señor Abbott miró fijamente al granujilla mientras ponía orden en sus pensamientos. La señorita Buncle, es decir, John Smith. ¿Cómo no se le había ocurrido que podía ser una mujer?

—Que pase —dijo secamente.

La secretaria recogió los documentos, salió con la rapidez y la discreción características de su gremio y, poco después, la señorita Buncle se presentó ante el gran hombre. Temblaba ligeramente, un poco por los nervios y un poco por miedo.

—Recibí su carta —dijo en voz baja, enseñándosela.

—De manera que John Smith es usted —dijo el señor Abbott con las cejas graciosamente enarcadas.

—Fue el primer seudónimo que se me ocurrió.

—No me extraña, es un nombre fácil de pensar —observó el señor Abbott—. Me pareció demasiado malo para ser real.

—No me importaría cambiármelo —añadió la señorita Buncle rápidamente.

—No quiero que se lo cambie —dijo el editor—. No tengo nada en contra de John Smith, pero ¿por qué no Buncle? Buncle es un apellido bonito.

—Pero ¡es que vivo allí! —exclamó ella sin aliento.

El señor Abbott lo entendió inmediatamente. La señorita Buncle admiró su rapidez mental. Otra persona le habría preguntado dónde vivía o qué tenía que ver eso con su apellido, pero el señor Abbott lo había captado al instante.

—En tal caso… —dijo, levantando ligeramente las manos con las palmas hacia arriba. Se rieron los dos.

Roto el hielo definitivamente, la señorita Buncle se sentó y rechazó las dos clases de cigarrillos; naturalmente, el editor no le ofreció los puros. La miró y se preguntó con qué intención habría escrito las
Crónicas.
¿Era un relato sin más o una sátira? Todavía dudaba. A la vista estaba que la autora era una persona sencilla, pobremente ataviada con un abrigo y una falda de franela azul. Llevaba un sombrero horrible, estaba pálida y bastante delgada y tenía la barbilla puntiaguda y la nariz anodina, aunque, por otra parte, los ojos eran muy bonitos, de color azul oscuro, con pestañas largas, y le chispeaban ligeramente cuando se reía. La boca tampoco estaba mal, y los dientes, si eran auténticos, parecían magníficos.

Si se hubiera cruzado con ella por la calle, él, que era todo un experto en encantos femeninos, no la habría mirado dos veces. Una cuarentona flacucha y sin estilo, habría dicho, pecando de cruel en la cuestión de la edad, y habría pasado de largo en busca de nuevos horizontes. Pero allí, en su santuario, sabiendo que había escrito una novela entretenida, la veía con otros ojos.

—Bien —dijo él, sonriendo cordialmente—, he leído su novela y me gusta.

Ella juntó las manos y le brillaron los ojos.

Al verlo, en contra de sus principios, el editor añadió:

—A decir verdad, me gusta muchísimo.

—¡Ay! —exclamó la escritora, extasiada—. ¡Ay!

—Cuéntemelo todo —dijo el señor Abbott.

La entrevista tomó un derrotero muy diferente del que él había pensado, planeado y decidido; completamente distinto, en realidad, al de cualquier otra entrevista entre autor y editor de las muchas que había tenido en su vida.

—¡Que le cuente todo! —repitió la señorita Buncle con expresión desamparada.

—¿Por qué la escribió? ¿Qué intención tenía usted al escribirla? ¿Ha escrito algo alguna vez, antes de esto? —le preguntó.

—Necesitaba dinero —respondió la señorita Buncle con sencillez.

El señor Abbott soltó una risita. Eso era una nueva clase de escritor. Todos necesitaban dinero, por descontado, como todo el mundo. La frase de Samuel Johnson de que todo el mundo escribe por dinero, menos los burros, seguía tan vigente como antiguamente y así seguiría en el futuro, pero ¡qué pocos autores lo reconocían con tanta simplicidad! El que no afirmaba que escribía impulsado por una fuerza superior alegaba que lo hacía para transmitir su mensaje al mundo.

—Se lo digo en serio —protestó la señorita Buncle al oír la risita del señor Abbott—. Verá, este año mis rentas han bajado mucho. Por supuesto, con todo lo que se ha dicho en la prensa, tenía que haberme dado cuenta, pero se me pasó
[1]
. Siempre me pagaban los beneficios con regularidad y pensé que… bueno, nunca pensé en ello, la verdad —dijo la señorita Buncle sinceramente—, pero en cuanto dejaron de pagármelos o solo percibía la mitad, me alarmé mucho.

—Sí —dijo el señor Abbott.

Se la imaginó en medio de un mundo que se derrumbaba esperando con total confianza la llegada de sus dividendos y, al ver que no llegaban, empezando a preocuparse y a darse cuenta de que su mundo también se iba a pique, igual que el mundo de fuera. Se la imaginó despierta en la cama, sin poder dormir, con el corazón helado y preguntándose cómo solucionar la situación.

—Entonces se le ocurrió que podía escribir un libro —dijo el señor Abbott comprensivamente.

—Bien, no se me ocurrió tan pronto —replicó la autora—. Primero pensé en otras muchas cosas, como criar gallinas, por ejemplo, pero no me interesan nada las gallinas. No me gusta tocarlas, aletean tanto, ¿verdad? Y a Dorcas tampoco le gustan. Dorcas es mi criada.

—¿Susan? —preguntó el señor Abbott con una sonrisa, refiriéndose con un gesto al manuscrito de
Crónicas de un pueblo inglés,
que estaba encima de la mesa.

La señorita Buncle se sonrojó. No confirmó ni negó que Dorcas fuera Susan ni Susan, Dorcas. El señor Abbott no insistió.

—Bien, así pues, descartó usted las gallinas definitivamente —la animó a continuar.

—Sí. Después pensé en alquilar habitaciones, pero en Silverstream ya existe un establecimiento de esas características.

—Usted no le quitaría el pan de la boca a la señora Turpin.

—La señora Dick —puntualizó ella rápidamente.

—Muy ingeniosa —comentó el señor Abbott—, y por supuesto a Susan, es decir, a Dorcas, tampoco le gustó la idea.

—No, ni pizca —corroboró la señorita Buncle.

—Y entonces se le ocurrió lo del libro.

—En realidad se le ocurrió a Dorcas —dijo la señorita Buncle haciendo honor a la verdad.

El señor Abbott tuvo ganas de zarandearla. ¿Por qué no le hablaba del libro abiertamente, como un ser humano, en vez de obligarlo a sacarle información con sacacorchos? Casi todos los escritores estaban más que predispuestos a hablar del origen de sus libros, más que predispuestos, sí. Miró a la señorita Buncle con ganas de sacudirla y de pronto se preguntó cómo se llamaría. Claro, en el libro era Elizabeth, Elizabeth Wade, pero ¿cómo se llamaría de verdad? ¿Jane? ¿Margaret? ¿Ann?

—¿Y qué opina Dorcas del libro? —preguntó el señor Abbott.

—Todavía no lo ha leído —respondió la señorita Buncle—, no le sobra mucho tiempo para leer y yo no tenía el menor interés en que lo leyera. Es que… no creo que le vaya a gustar mucho, le gustan más las aventuras emocionantes, pero en mi libro no las hay, desde luego. Al menos en la primera parte. Además, la vida en Silverstream es muy aburrida, pero yo solo sé escribir sobre lo que conozco. Al menos —añadió, retorciéndose las manos y haciendo un esfuerzo por justificar con toda sinceridad sus limitaciones de escritora—, al menos solo sé escribir sobre gente a la que conozco, aunque, claro, puedo hacer que hagan cosas distintas.

No sabía por qué, pero el señor Abbott estaba seguro de que la señorita se refería a las apasionadas escenas románticas en el soportal de la casa, a la luz de la última luna llena del verano. Ya estaba casi convencido de que
Crónicas de un pueblo inglés
era un relato sincero, sin ningún propósito satírico. No tenía la menor importancia, naturalmente; la mayoría de la gente pensaría otra cosa, pero quería cerciorarse.

—¿Qué sentía usted mientras lo escribía? —preguntó abruptamente.

—Pues —respondió ella, tras pensar un momento— al principio me resultó difícil, pero después empezó a rodar solo, como una bola de nieve por la falda de una montaña. Empecé a ver a la gente con otros ojos, todo el mundo me parecía más interesante. Y más adelante me asusté mucho, porque se me mezclaban las cosas en la cabeza, Silverstream y Copperfield, y algunos días no sabía cuál era cuál. Cuando iba de compras al pueblo, unas veces era Copperfield y otras Silverstream, y cuando me encontraba con el coronel Weatherhead no me acordaba de si realmente se había declarado a Dorothea Bold o no. Creí que me volvía loca o así.

El señor Abbott había oído cosas semejantes muchas veces, pero nunca le habían impresionado mucho. En cambio, la señorita Buncle le impresionaba porque no tenía intención de impresionarlo, sino que sencillamente respondía a sus preguntas lo mejor posible y con la máxima sinceridad.

—¿Copperfield es Silverstream, en realidad? —preguntó el señor Abbott.

—Sí, ya ve que no tengo ni pizca de imaginación —contestó la señorita Buncle con tristeza.

—Pero la segunda parte… seguro que la segunda parte no es real, ¿verdad? —dijo el señor Abbott con voz entrecortada.

La señorita Buncle reconoció que no.

—Solo fue una idea que se me ocurrió de repente —dijo con modestia—. Eran todos tan engreídos y estaban tan apoltronados que me pareció divertido despertarlos.

—Seguro que se lo pasó usted en grande —le dijo.

A continuación hablaron del título y el señor Abbott expuso sus ideas. Era un poquito soso, le faltaba gancho comercial. Propuso
El perturbador de la paz
y la señorita Buncle, más que dispuesta a acatar la superioridad del señor Abbott en la materia, aceptó el cambio.

—Y ahora, hablemos del contrato —dijo el señor Abbott alegremente.

Tocó el timbre, trajeron el contrato y con él llegaron el señor Spicer y dos empleados, que serían testigos de la firma. De haberlo querido, el señor Abbott habría podido engañar fácilmente a la señorita Buncle pero, por suerte para ella, no quiso estafarla, no era su estilo. Si se traba amistad con la gallina de los huevos de oro y se la trata con honradez, la gallina seguirá poniendo. En su opinión,
El perturbador de la paz
era un huevo de oro; lo que no estaba al alcance del ser humano era prever si la señorita Buncle pondría alguno más. Ella estaba convencida de que solo sabía escribir sobre lo que conocía o, mejor dicho, y la diferencia era importante, sobre la gente a la que conocía. El señor Abbott nunca había conocido a ningún escritor capaz de reconocerlo; era una actitud excepcional. En el peor de los casos, no había razón para suponer que la señorita Buncle hubiera agotado toda la esencia de Copperfield en un libro. Quería más novelas de su pluma, sobre Copperfield o sobre cualquier otro lugar, siempre que no perdieran el sabor.

Sobre esta base, le ofreció un contrato muy justo con Abbott & Spicer Ltd. por el que se comprometía a ceder a la editorial la primera de sus novelas y las tres siguientes.

—Pero a lo mejor no escribo ninguna más —protestó ella, horrorizada ante la montaña de trabajo que se alzaba repentinamente en su camino.

El señor Spicer se alarmó un poco ante semejante declaración de esterilidad, pero el señor Abbott se deshizo en sonrisas.

—Por supuesto, es posible —la consoló—. Firme aquí con su nombre y apellido… pero yo creo que escribirá más. Sea como sea, escribirá más.

Así pues, la señorita Buncle cogió la gruesa estilográfica del señor Abbott y estampó claramente donde le dijeron su nombre y apellido, Barbara Buncle. Los demás se pusieron las gafas, al menos los señores Abbott & Spicer, porque los empleados eran muy jóvenes para necesitar adminículos artificiales, y con una actitud estrictamente profesional firmaron todos. Unos momentos más tarde, Barbara Buncle se encontraba en la calle, un poco aturdida y con un apetito voraz, porque hacía mucho rato que se le había pasado la hora habitual de comer y había desayunado temprano.

En Brummel Street todo era bullicio y gente, la empujaron sin querer unos mozos que vendían las ediciones vespertinas de los diarios, y también unos hombres de negocios que acudían a toda prisa a citas desconocidas, aunque obviamente importantes. Nadie se percataba de su presencia, excepto para decir «lo siento» o «discúlpeme» cuando casi la echaban de la acera al pasar.

La puerta abierta de un pequeño restaurante le pareció un refugio. Encontró una mesa libre y pidió café, bollitos y bocaditos de chocolate; no tenía el paladar muy refinado, pero sí un estómago a prueba de bomba. Después dejó el bolso y la copia del contrato en la mesa, al lado del plato, y se puso a pensar en sí misma y en la extraña sucesión de acontecimientos que la habían puesto en semejante situación.

—Soy escritora —se dijo—. ¡Qué raro me parece!

El coronel Weatherhead estaba en el tren de Silverstream; había ido a Londres al sastre y, al ver a la señorita Buncle acercándose por el andén, la saludó agitando el periódico.

—¡Aquí, aquí! ¡Es aquí! —dijo innecesariamente, porque la señorita Buncle ya iba sin prisa a donde tenía que ir y el tren no iba a salir todavía.

—No sabía que había venido usted —dijo la señorita Buncle. El coronel le cogió el paraguas y lo puso en el perchero.

—Yo tampoco sabía que usted había venido —replicó él—. Espero que haya resuelto sus asuntos felizmente.

El perturbador de la paz
describía muy bien los modales caballerosos y ligeramente cómicos del coronel Weatherhead con el sexo débil. La señorita Buncle pensó que, a pesar de todo, en realidad era una persona muy amable. No había sido muy mala con él en el libro, simplemente lo había retratado como era y, además, le había adjudicado una mujer encantadora, porque Dorothea Bold era adorable.

La señorita Buncle dijo que todo había salido a su entera satisfacción.

—¿La sombrerería o el dentista? —inquirió el coronel, por citar los dos motivos que normalmente llevaban a los habitantes de Silverstream a la ciudad.

La señorita Buncle dijo que ni lo uno ni lo otro y se ruborizó. El gran secreto le remordía un poco la conciencia.

—Ajá… comprendo; es mejor que no haga más preguntas —dijo el coronel maliciosamente—. ¡Los hay con suerte, por Júpiter! Ya lo creo.

La señorita Buncle bajó la mirada y sonrió: no le arrancaría ni una palabra. Si el coronel Weatherhead prefería creer que había ido a Londres a ver a un hombre, que lo creyera. «Y además es cierto —pensó—, aunque no es lo que se imagina él ni lo que pretende dar a entender, por supuesto; en realidad no cree que haya venido a ver a un hombre, solo que me gustaría que lo creyera.»

BOOK: El libro de la señorita Buncle
5.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Love, But Never by Josie Leigh
Bitter Root by Laydin Michaels
Finals by Weisz, Alan
Heart of the Hunter by Madeline Baker
Freedom Summer by Bruce W. Watson
The Falconer's Knot by Mary Hoffman
Última Roma by León Arsenal