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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (5 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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—Hasta ahora no he notado ninguna mejoría —contestó Milly en la panadería a la esperanzada y piadosa pregunta de su tía, la señora Goldsmith—. Está más cascarrabias que nunca, te lo aseguro. Quiere cazar al vicario, por si te interesa.

—¡No me digas!

Eso sí que era un notición, y de primera mano, como quien dice. En ese momento entró alguien a comprar pan… Tendrían que esperar un poco, nada más. Tía y sobrina siguieron cuchicheando por encima del mostrador.

—Y ella dijo… y él dijo… y entonces entró quien ya sabes… y ella dijo… pero no digas que te lo he contado yo, por el amor de Dios.

Era todo muy emocionante.

Capítulo 4
El señor Hathaway

V
ivian Greensleeves no fue la única que vio en el vicario una adquisición provechosa para Silverstream, pues también el club de tenis se benefició considerablemente de su presencia. El señor Hathaway era un tenista excelente, el mejor de todo el club con gran diferencia. No obstante, se podían organizar partidos equilibrados si se emparejaba al vicario con un buen topo, y los topos abundaban, había dónde elegir.

Barbara Buncle, entre otros, jugaba asiduamente con el vicario. Era una jugadora entusiasta pero, al parecer, incapaz de mejorar. Cuanto más lo intentaba, peor lo hacía, y, lógicamente, se desanimaba mucho.

Una tarde apacible de septiembre, casi al final de la temporada de tenis, Barbara Buncle fue al club. Estaban jugando un partido y los que no participaban lo seguían desde la terraza del pequeño pabellón. Barbara se cambió el calzado y se unió al público. Era un encuentro emocionante: la señora Bulmer y el vicario contra el señor Fortnum y Olivia Snowdon. En principio, las parejas estaban igualadas, porque la señorita Snowdon era una de las mejores jugadoras del club, y la señora Bulmer, una de las peores, lo cual compensaba la superioridad del vicario sobre el señor Fortnum; pero eso no era más que una teoría que no tenía en consideración la psicología de los jugadores. Barbara Buncle se dio cuenta de que el vicario y la señora Bulmer iban a ganar. El vicario estaba en plena forma y se las había arreglado para insuflar a su pareja una confianza inusitada. La señora Bulmer jugaba mucho mejor de lo habitual, mientras que sus oponentes estaban cada vez más nerviosos, más descoordinados y más irritados el uno con el otro. A pesar de su obesidad, la señorita Snowdon jugaba con mucha energía en la cancha; se movía de aquí para allá, invadía el espacio del señor Fortnum y se iba poniendo roja y acalorada. Al señor Fortnum le fastidiaba que interfiriese en sus jugadas, se retiró a un rincón y dejó que su compañera hiciera lo que quisiera: si quería jugar sola, allá ella. Se enfurruñó y perdió el interés. La señorita Snowdon le lanzaba miradas asesinas cada vez que perdía una pelota.

Barbara observaba todo con interés, era muy divertido mirarlos y ver cómo reaccionaban unas personalidades frente a otras. Vivian Greensleeves también miraba, el tenis no le interesaba, aunque había empezado a ir a las canchas al final de la tarde sin que nadie supiera muy bien por qué. Se sentaba en una hamaca enseñando una buena parte de sus bonitas piernas enfundadas en medias de seda beige. Se la veía muy dueña de sí misma, elegante y muy guapa. Las socias del club no le prestaban mucha atención: si le apetecía ir, de acuerdo, y, si no, también; en cambio, entre partidos, algunos caballeros se sentaban con sumo gusto a hablar con ella. A las señoras no les parecía una auténtica hija de Silverstream; ciertamente no formaba parte de su círculo. La señorita Snowdon dijo que «no tenía modales» y su hermana Isabella añadió que se vestía de una forma «estrambótica». Vivian sabía perfectamente lo que opinaban de ella, pero, por su parte, las despreciaba a todas. Eran un hatajo de sosas estúpidas hasta la saciedad y vestían fatal. Últimamente frecuentaba el club de tenis con la sola intención de no perder de vista a Ernest Hathaway. Si él iba, ella también, pero el espectáculo la aburría soberanamente; tenía la sensación de ser ajena a todo eso, como un ave del paraíso en medio de una bandada de estorninos, y verdaderamente lo parecía.

El juego casi había terminado… Bueno, estaba sentenciado a todos los efectos, porque el señor Fortnum no podía con su alma y la señorita Snowdon era incapaz de reanimarlo, ni con toda su energía y vitalidad.

—Olivia tiene mucho estilo —manifestaba la señorita Isabella Snowdon a quien se tomara la molestia de escucharla. Solo quería dejar sentado, de una forma muy femenina, que si su equipo estaba perdiendo no era por culpa de su querida Olivia.

—El encuentro habría sido mucho más interesante con Dorothea Bold en vez de Olivia —dijo la señorita King con rotundidad.

—¡Ay, señorita King! ¿Cómo puede decir eso? —exclamó con horror la señorita Isabella.

—Porque da la casualidad de que es verdad, nada más. Dorothea juega con mucha más seguridad que Olivia —replicó la señorita King, inflexible, mientras se alejaba.

—¡Bruja asquerosa! —le dijo la señorita Isabella a Barbara Buncle, quien casualmente estaba sentada a su lado—. Pura envidia es lo que tiene, nada más. Aunque se vista como un hombre y hable y fume como los hombres, es una víbora. ¡Si lo sabré yo!

—A mí no me desagrada —dijo Barbara plácidamente.

Se quedó mirando con cierto afecto la alta e imponente figura de la señorita King, que cruzó la cancha a pasos largos. Bueno, sí, era un poco rara, con esa voz tan grave que tenía y con la curiosa costumbre de llevar el pelo corto y trajes sastre con cuello y corbata, como un hombre. A menudo se la veía con un cigarrillo en la comisura de la boca y las manos en los bolsillos pero, al fin y al cabo, esas pequeñas peculiaridades no hacían daño a nadie y, en contrapartida, tenía un no sé qué que a ella le gustaba. De todas formas, nunca decía a espaldas de nadie nada que no pudiera decir a la cara, al contrario que otras a las que no hacía falta nombrar. Con ella siempre se sabía exactamente qué terreno se pisaba, porque decía lo que pensaba sin temor ni intención de halagar.

La señorita Isabella miró a Barbara con desdén. ¡Cómo se le ocurría defender a la señorita King! Aunque, por otra parte, ¿a quién le importaba en Silverstream la opinión de Barbara Buncle, si era tonta perdida? Se preguntó sin mucho interés qué estaría pensando Barbara Buncle en ese momento, con esa sonrisa alelada. Se habría llevado una sorpresa si hubiera podido leer los pensamientos que le inspiraba.

Lo cierto es que ese día Barbara estaba encantada de la vida, y por muy buenos motivos, porque esa misma mañana había llegado un paquete de libros de los señores Abbott & Spicer con seis ejemplares impecables de
El perturbador de la paz
y la enhorabuena de la editorial. Había pasado toda la mañana leyendo el libro, maravillada de la increíble proeza de haberlo escrito ella de cabo a rabo, y ahí lo tenía, impreso de verdad, elegantemente encuadernado en rojo y con una ilustración muy bonita en la sobrecubierta de un niño prodigioso tocando un caramillo.

La sobrecubierta le decepcionó un poco porque el niño era totalmente distinto de lo que se esperaba, sobre todo por las piernas, que parecían patas de cabra, y por las orejas, que eran puntiagudas y raras; ella se había imaginado un niño humano normal y corriente, pero, después de todo, eso no era más que un detalle y lógicamente no se podía esperar que un ilustrador desconocido dibujara el mismo niño maravilloso que se había imaginado ella.

El partido terminó y los jugadores se dirigían a los vestuarios comentando las jugadas afortunadas o desafortunadas que habían propiciado su suerte en el encuentro. El señor Hathaway enseñaba a la señora Bulmer cómo se daba un revés. Era un hombre amable, siempre dispuesto a ayudar a los novatos a mejorar.

—¿Qué me dice de un partido de dobles masculinos? —propuso Dorothea Bold—. Acaba de llegar el doctor Walker. Sería un gran espectáculo.

—Lo lamento profundamente, pero tengo que marcharme —respondió el vicario forcejeando con la chaqueta—. Es que viene un tío mío a pasar un par de noches…

Se despidió de todos y salió a zancadas del club. El partido había durado más de lo que esperaba y se le había hecho tarde; se preguntaba si sería muy impropio echar a correr. ¿Cómo afectaría a Silverstream ver a su vicario volando por High Street como cualquier otro joven? Más valía conformarse con ir a paso vivo. Cuando uno se hace vicario es necesario contener muchos impulsos naturales.

A su tío Mike le daría igual que se retrasara un poco, no daba importancia a esas cosas; sin embargo, después de tantas semanas, Ernest tenía verdaderas ganas de verlo y, por añadidura, le hacía mucha ilusión recibirlo en su propia casa.

El reverendo Michael Whitney no era solamente tío de Ernest Hathaway, sino también su guardián, su tutor, su padre en Dios y su confesor. Se había hecho cargo de él desde el fallecimiento de sus padres, cuando el pequeño Ernest solo contaba once años. Siempre pasaba las vacaciones en la gran rectoría rural y anticuada de su tío, una de cuyas alas cubría de sobra las necesidades de un rector soltero. Tío y sobrino, una pareja extrañamente desigual, daban paseos, charlaban y pescaban juntos con mayor o menor fortuna en los ríos de las inmediaciones. El tío Mike había dedicado todo un verano a la importante tarea de enseñar a Ernest a sujetar el bate recto, a no perder de vista la pelota y a ir por ella. Entre otras cosas, le enseñó a dominar una forma de batear que después le valió al joven los laureles de la victoria en más de una ocasión.

Ernest se lo debía todo, lo sabía y le estaba agradecido. Se alegraba de estar en condiciones de recibirlo en su casa, para variar. Solo pasaría allí dos días, por supuesto, pero Ernest se las había arreglado para incluir en el menú la mayoría de los platos favoritos de su tío. Esperaba que la señora Hobday se cubriera de gloria preparándolos y no olvidara la ensalada de naranja ni sirviera el curry demasiado picante.

En cuanto Ernest puso la mano en la verja y saltó ágilmente al jardín de la vicaría vio que su tío había llegado y se había acomodado en el césped, en una tumbona al pie del castaño. Lo saludó con la mano y exclamó:

—¡No te levantes!

—No puedo —dijo el tío Mike. Era rechoncho de cara y no habría podido levantarse ágilmente de la tumbona aunque hubiera querido, pero se le iluminó la expresión al ver acercarse a Ernest por el césped—. ¿Qué, enseñando a los feligreses a jugar al tenis? —preguntó riéndose.

—Al menos lo intento —contestó Ernest con una sonrisa.

—No te dedicarás a presumir de deportista, ¿eh?

—Procuro evitarlo —Ernest volvió a sonreír.

—¿Cuántas veces te he dicho que no peques de soberbia? —lo reconvino con fingida severidad.

—Centenares —asintió Ernest con fingida humildad.

Se rieron los dos. Daba gusto bromear con alguien que lo entendía. Ernest se puso muy contento; la luz dorada del atardecer y el canto de los pájaros reinaban en el jardín, que parecía un remanso de paz y tranquilidad, después de la cháchara del club de tenis. Se sentó en la hierba, al lado de su tío, y se quitó el sombrero.

—Estás muy bien alojado aquí —dijo el tío Mike—. Tiene muy buen aspecto la mujer que has contratado, la señora Hobday, ¿no se llama así? Y la estantería encaja perfectamente en la biblioteca, ¿verdad?

—Estoy demasiado bien alojado —contestó Ernest, lacónico.

—Eso decías en la carta —replicó el tío Mike—. No te entendí. ¿Cómo se puede estar demasiado bien alojado? Supongo que será una de esas ideas disparatadas que se te ocurren…

—Exacto, eso es —dijo Ernest sonriendo ligeramente—; al menos, seguro que a ti te lo parece.

—No me cabe la menor duda. Oigamos lo peor.

—Es que es verdad, tío Mike —dijo Ernest con las manos en las rodillas, mirándolo con su franca mirada—, tengo demasiado dinero.

El hombre gordo empezó a reírse; soltaba una carcajada, resollaba y volvía a empezar.

—¡Ay! El asma, tío… —dijo Ernest con preocupación.

—Tú sí que das asma… a cualquiera —resolló el tío Mike—. Eres único en este planeta, de verdad… ¿Acaso no sabes que… el mundo entero está al borde de la bancarrota?

—No hablo del mundo entero —replicó Ernest—, hablo de mí. Mírame, soy un hombre fuerte y sano y vivo con todas las comodidades… Eso no está bien.

—Puedes ayudar a la gente, Ernest.

—Aquí no hay nadie que necesite ayuda —replicó Ernest—, nadie que sea pobre de verdad. Ya sé que puedo regalar dinero a la gente, pero no sirve de mucho… Muy al contrario, empiezo a pensar que es contraproducente. Los del pueblo creen que tengo muchísimo dinero y vienen a contarme cuentos, que no siempre son verdad estrictamente, con la pretensión de que los ayude.

—Así es la naturaleza humana —dijo el tío Mike, que había visto mucha naturaleza humana en sus tiempos.

—Es contraproducente —insistió Ernest—, mi dinero es una mala influencia para esta parroquia. En vez de dar, toman, y eso no está bien. San Pablo dijo que la gente debía hacer donativos a la Iglesia y mantener a los sacerdotes.

—¿Te parecen tacaños tus feligreses? —preguntó el tío Mike.

—Pero solo porque soy rico… Estoy seguro o casi seguro, al menos… Solo son tacaños porque creen que puedo permitirme dar yo.

—Y así es, en efecto.

—Sí, pero entonces falla todo el sistema. La cosa funciona al revés… ¡Ay, qué difícil de explicar! —exclamó Ernest, moviendo los brazos—. Pienso tanto en esta cuestión que no puedo expresarlo con palabras, la verdad. ¡Fíjate en los apóstoles, o en san Francisco! Se despojaron de sus bienes materiales, quizá para enseñar a la gente a dar, y no murieron de inanición, ¿verdad que no?

—La gente les daba de comer —contestó el tío Mike—. Hoy en día no se da de comer a los santos, se les pregunta por qué no cobran el paro y se les aconseja que soliciten ayuda a la parroquia.

—No seas cruel, tío Mike —dijo Ernest, como si volviera a tener once años—. No lo entiendes porque no quieres. En realidad es muy fácil: vivo aquí lujosamente, engordando como un holgazán. Es muy contraproducente para mí y también para los demás. La señora Hobday es derrochadora y extravagante y no me importa, ¿por qué iba a importarme? Vienen a pedirme dinero y se lo doy porque es más fácil que negárselo… eso es malo, malísimo, pésimo.

—Bueno, supongamos que lo sea. ¿Cómo se puede remediar? —preguntó el tío Mike, inquieto.

—Tendría que poder vivir de mi estipendio.

—Imposible —replicó el tío Mike—, hablamos de esa cuestión antes de que vinieras aquí. Te ofrecieron el puesto porque dispones de medios propios. La remuneración en esta vicaría es tan mísera que nadie aceptaría el cargo si no dispusiera de medios propios…

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