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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (4 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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Dicho así, resultaba un poco confuso, pero ella sabía lo que quería decir y eso era lo importante.

El tren se puso en marcha y no hubo más invasiones de la intimidad.

—¿Prefiere que abramos la ventanilla o que la cerremos? —preguntó atentamente el coronel Weatherhead—. ¿Abrimos ésta y cerramos ésa? ¡Qué gusto, un poco de aire fresco! Es increíble que alguien pueda vivir en Londres, el aire es irrespirable.

La señorita Buncle le dio la razón y añadió que lo que más le disgustaba a ella era el ruido.

—¡Tremendo! —dijo el coronel—. ¡Es tremendo!

Por una parte, esperaba que el coronel se pusiera cuanto antes a leer la prensa cómodamente y la dejara en paz, pero, por otra, deseaba que siguiera hablando. Era un ejemplar excelente y, aunque
El perturbador de la paz
(qué título tan acertadísimo había propuesto el señor Abbott y qué hombre tan agradable e inteligente era) estaba visto y aprobado, ella había adquirido la costumbre de escuchar a la gente y observarla. Era una actitud de la que ya no podía desentenderse, le salía sola.

El coronel Weatherhead cerró el grifo de la inspiración a la señorita Buncle; cogió un periódico y lo hojeó de cabo a rabo, pero no encontró nada interesante. La visita al sastre lo había dejado preocupado, todavía estaba dolido por las revelaciones de la cinta métrica: cinco centímetros más de cintura desde enero: ¡qué horror! A lo mejor se remediaba cavando una hora en el huerto antes de comer, y tal vez diez minutos más de ejercicio antes del desayuno.

La señorita Buncle también estaba inmersa en pensamientos secretos, pero los suyos eran agradables. Las casas pasaban a toda velocidad y, poco a poco, fueron apareciendo huertos y campos en su lugar.

Capítulo 3
La señora Greensleeves

L
a señora Greensleeves estaba muy a gusto desayunando en la cama y leyendo la correspondencia. Era una mujer bonita y le gustaban las cosas bonitas. Había elegido todos los complementos cuidadosamente: la colcha rosa de raso, los almohadones de puntilla con lazos rosas de seda, la bandeja del desayuno con el mantelito blanco y la porcelana rosa. Creía que estos detalles expresaban su personalidad, y tal vez fuera cierto. A excepción de su doncella, nadie la veía en la cama, pues hacía dos años que el señor Greensleeves había dejado este frío y viejo mundo, pero el espejo estaba colocado de tal forma que se veía reflejada en él… y le gustaba la imagen.

Esa mañana de verano en particular, la correspondencia de la señora Greensleeves consistía en dos facturas horribles, que no sabía cómo iba a pagar, y una afectuosa carta llena de novedades de Iris Stratton, su mejor amiga.

Queridísima mía —decía Iris:

¡Qué gracia que Ernest Hathaway se haya presentado en Silverstream! ¡Cuánto misterio! He estado investigando por ahí, tal como me pediste, porque ya sabes que haría cualquier cosa por mi entrañable Vivian; querida mía, está forrado. Coincidió en Oxford con Bob y te aseguro que lo conoce perfectamente. Tienes que creer a tu pequeña Iris y te digo que le sale el vil metal por la orejas. Su padre tenía negocios petrolíferos o algo por el estilo; en cualquier caso, le dejó millones. Su madre también falleció y a Ernest lo crió un anciano tío suyo, un clérigo del norte. Bob no sabe por qué ha ido a enclaustrarse a Silverstream, a menos que esté escribiendo un libro, porque es un cerebrín, desde luego, terriblemente serio y santurrón… nada más lejos de Bob, y tampoco es tu tipo, ni mucho menos. Bob sigue chiflado por ti. Le he presentado algunas chicas bonitas, pero ni siquiera las mira. Está muy celoso del interés que te tomas por E. H. Me encantaría que pensaras seriamente en Bob, ya sabes que me darías una alegría enorme si quisieras ser mi cuñada. Creo que Bob te gusta bastante, lo que pasa es que no tiene suficiente dinero para ti. ¡Ay, qué cazafortunas tan perversa eres, bribonzuela! Apuesto a que serías mucho más feliz con Bob y cuatro chavos que enterrada con Ernest Hathaway en una parroquia de pueblo. La verdad, no te imagino en una parroquia de pueblo llevando sopa y mantas a los enfermos y necesitados. A lo mejor te imaginas que podrías sacarlo de ahí. Cuando me escribas, cuéntame cómo es y dime si de verdad, de verdad te interesa tanto ese ser. Oye, ¿por qué no te acercas tú aquí y nos corremos una juerga? Seguro que en ese pueblo te salen telarañas. No es que la cosa esté en pleno apogeo ahora mismo, claro, pero sería divertido.

Iris

Vivian suspiró y dejó la carta suavemente en la colcha rosa de seda; se le había enfriado el té mientras la leía. «Si al menos pudiera vender la casa y comprarme un pisito en la ciudad —pensó—, pero Londres no es tan divertido sin dinero. Nada es divertido sin dinero, tengo que conseguirlo como sea.»

Se reclinó otra vez pensando en medios y modos. Iris tenía razón, le estaban saliendo telarañas en Silverstream; era un aburrimiento, nunca pasaba nada. El caso es que la escasez de hombres era tal que incluso había trabado amistad con uno de los inquilinos de la señora Dick. Era un admirador divertido, aunque vulgar, y tenía coche. Lo mejor que se podía decir de él era que menos da una piedra. Era una lástima que últimamente hubiera empezado a ponerse un poco molesto; tendría que pararle los pies, terminar con las alegres excursiones en el coche del señor Fortnum. ¡Ay, qué fastidio! Volvió a suspirar y, sin querer, miró las facturas; había que hacer algo. Cogió la carta otra vez y leyó atentamente las frases que se referían a Ernest Hathaway.

El día siguiente era domingo. Vivian Greensleeves se levantó de su cama rosa mucho más temprano de lo normal, tenía un plan y no había tiempo que perder. Se vistió y se pasó revista en el espejo. El efecto era encantador, aunque excesivamente… en fin, pecaba de elegante
.
Tal vez el sombrero negro fuera más indicado para la ocasión. Se lo cambió y se quitó un poco de carmín de los labios.

Al bajar, se asomó a la puerta de la cocina y dijo:

—Voy a la iglesia, Milly. Es posible que venga un caballero a comer. Haz suflé de queso, por si acaso.

Vivian era desconsiderada y dominante, pero Milly seguía con ella porque también era desprendida a su manera despreocupada. A menudo, siempre que convenía a la señora, le daba permiso para salir; también le regalaba trajes y sombreros cuando se cansaba de ellos, es decir, mucho antes de que se estropearan por el uso.

Pero le fastidió que viniera un caballero a comer, porque era su tarde libre y quizá se quedase sin poder salir. En el mejor de los casos, terminaría tarde de recoger la mesa y fregar los cacharros.

—Supongo que querrán tomar café —dijo de mal humor.

—No lo dudes —replicó la señora Greensleeves.

Reparó perfectamente en el mal humor de Milly, pero le dio exactamente igual y, tarareando una cancioncilla, se fue a la iglesia con sus zapatos de tacón alto.

Pasó por la casa de los Snowdon en el momento en que la familia salía completamente endomingada. El señor Snowdon se descubrió al verla y en tono alegre dijo que hacía un día muy bonito. Las señoritas Snowdon la saludaron con exclamaciones de alegría. Ya no eran jóvenes, pero sí muy caprichosas. La señorita Olivia era colorada y gorda y tenía inclinaciones musicales. La señorita Isabella era pálida y delgada y prefería la poesía. Se profesaban mutuamente una gran admiración, el señor Snowdon también las admiraba y ellas lo admiraban a su vez. Era una familia sumamente feliz, aunque tal vez un poco irritante para los amigos, porque cada uno hablaba tanto de las excelencias de los otros dos que no les quedaba admiración ni interés para nadie más.

Esa mañana de domingo en particular, Olivia no veía más allá del último poema de Isabella; trataba de una violeta, lo había enviado al
Country Lore
y se lo habían aceptado. Vivian Greensleeves se vio obligada a seguir andando en compañía de los Snowdon y a oír todos los detalles. Pocos tenemos la generosidad necesaria para escuchar con alegría alabanzas dedicadas a talentos ajenos o la paciencia para oír hablar de los éxitos de quienes despreciamos. Vivian detestaba ambas cosas más que la mayoría de la gente.

—Tengo que hablar con Barbara Buncle —dijo, y los adelantó dejándolos con la palabra en la boca.

Naturalmente, fue una grosería; los Snowdon se ofendieron y no dejaron de criticar los malos modales de Vivian Greensleeves en todo el trayecto hasta la iglesia.

Entretanto Vivian avanzaba a paso rápido y casi había alcanzado a la señorita Buncle, pero no del todo. En realidad no quería hablar con ella ni que la vieran andando a su lado, ¡qué sosa era y qué mal vestía! La señorita Buncle llevaba un vestido marrón de seda cuyos días de gloria habían quedado muy lejos y un sombrero azul claro. A Vivian le pareció que casi daba ganas de llorar. Aflojó un poco el paso, pero no mucho, porque detrás venían los Snowdon.

En contraste con el sol deslumbrante de la calle, se agradecían mucho la penumbra y el frescor de la pequeña iglesia de Santa Mónica. Vivian se situó estratégicamente al pie del púlpito. El hombre le parecía atractivo. Le agradaban su cara delgada y ascética, el pelo negro y lustroso y los ojos grises, soñadores y muy separados. Tenía la frente despejada y la forma de la cabeza perfecta. El coro cantaba mejor de lo habitual y con un poco más de viveza; al parecer, la iglesia había empezado a cambiar un poco con él.

Después del oficio religioso, se reunieron los habituales en los alrededores de la iglesia. Vivian vio a los Bulmer con sus dos hijitos hablando con la señora Bold. La señorita Buncle paseaba por el prado con el anciano señor Carter; vivían en casas contiguas. Los Snowdon charlaban animadamente con la señora Walker, la mujer del médico.

Evitó a todo el mundo y se puso a pasear sola entre las tumbas del cementerio, mirando las inscripciones de las lápidas grises, aunque algunas estaban tan erosionadas que apenas se podían leer, y se alegró de estar viva.

El coronel Weatherhead pasó de largo, muy elegante con un traje nuevo de franela gris. Esperó a la señora Bold bajo la antigua marquesina de la entrada del cementerio y se alejaron juntos; vivían uno enfrente del otro, al final del pueblo, cerca del puente.

«Nunca lo conquistará —pensó Vivian, siguiendo a la pareja con la mirada y sonriendo maliciosamente—. Es un solterón empedernido y no tiene más que manías. ¡Menudo par de bobos!»

Los niños del coro salieron en tropel de la sacristía, haciendo ruido en los escalones con sus botas claveteadas. Se pusieron la gorra y echaron a correr por los prados, de vuelta a casa. «¿Es que no va a salir nunca este hombre? —se preguntó Vivian—. ¿Qué diantres estará haciendo? ¡Ah, ahí está!»

Andaba a paso rápido, mirando al suelo, inmerso en sus pensamientos. Vivian tuvo que tocarle el brazo cuando pasó por su lado.

—Soy la señora Greensleeves —dijo sonriendo dulcemente.

El señor Hathaway se quitó el sombrero y le estrechó la mano.

—Hace un día precioso —le dijo.

«Seguro que eso se lo dice a todo el mundo», pensó ella.

—Tal vez aceptaría comer hoy conmigo, señor Hathaway —dijo cordialmente—. Sería tan grato… —Advirtió una expresión de rechazo en su rostro y rápidamente añadió—: El señor Dunn y yo nos conocimos mucho y me gustaría conocerlo a usted también. Me ayuda tanto… —añadió. Vio que había dado en el clavo y no dijo nada más; era muy astuta.

—Tengo catequesis con los niños —contestó él con vacilación.

—Pero eso es a las tres —insistió ella— y mi casa está cerquita.

El señor Hathaway prefería irse a la suya, todavía era nuevo en el oficio y lo encontraba agotador, aunque tal vez fuera su deber… Por descontado, tenía el deber de confraternizar con los parroquianos.

Vivian estaba pensando que era una lástima que no fuera más alto. En el púlpito lo parecía, pero no llegaba ni al metro setenta. Aunque era fuerte y atlético. Suspiró, le gustaban los hombres altos.

—Bueno, es usted muy amable —dijo Ernest Hathaway con una sonrisa.

Dejaron recado en la vicaría y subieron juntos la cuesta. Vivian empezó a hablar del sermón y le hizo un par de preguntas inteligentes sobre lo que el vicario había predicado. El señor Hathaway respondió concienzudamente y a ella le pareció bastante soso. En primer lugar, no parecía darse cuenta de que iba paseando con una mujer bonita. «No me ha mirado ni una vez —pensó—. Le parezco tan impresionante como Barbara Buncle.»

Ella, en cambio, aplicaba la vista mucho más; ya había tomado nota de la tela tan bonita y suave de su traje negro, de los zapatos, hechos a medida y lustrosos que daba gusto verlos. «Y pensar que nada en la abundancia —se dijo—. ¡Qué desperdicio!»

A pesar del mal humor, Milly preparó un buen almuerzo. El suflé de queso se le cuajó un poco más de lo debido y tenía algunos grumos, pero se dejaba comer. El señor Hathaway no se dio cuenta de las deficiencias, porque hablaba de sí mismo y de sus ambiciones. Como a casi todo el mundo, le gustaba hablar de sí mismo con un oyente comprensivo. Se le pasó por la cabeza que la señora Greensleeves era una mujer agradable.

—Me temo que no he parado de hablar —dijo, cuando se dispuso a marchar a la catequesis.

—Ha sido muy interesante —dijo la señora Greensleeves disimulando un bostezo—. ¿Por qué no viene a cenar el miércoles? Será una cena sencilla, así me daría usted la revancha —añadió sonriendo.

El señor Hathaway le recordó con cierta severidad que el miércoles por la noche era vigilia de un santo y que celebraría la misa en Santa Mónica a las ocho en punto. Ella hizo un oportuno mohín de compunción y lo invitó para el jueves.

—Me temo que últimamente no he cumplido del todo con los santos —dijo, ocultando sus ojos castaños tras unas largas pestañas negras.

No era el momento de extenderse hablando de la gravedad de la relajación en las costumbres, pues los niños estarían esperando. Mientras bajaba la cuesta a grandes zancadas, el señor Hathaway pensó que ahí tenía un alma que salvar. No era el primer indicio que encontraba de que su predecesor había sido un pastor un poco laxo. Obviamente la señora Greensleeves era una mujercita dulce y buena por naturaleza, quizá algo mundana, pero responsable en lo fundamental. Tenía que ocuparse de devolverla al rebaño. Exactamente lo que la señora Greensleeves se había propuesto que pensara.

El jueves por la noche, el señor Hathaway se presentó muy elegante, con un esmoquin de buena confección. Vivian Greensleeves se había esforzado mucho con la «cena sencilla» y todo estaba en su punto justo. En la mesa, unas velas con pantalla iluminaban suavemente sus bellos brazos. Con los codos apoyados en la mesa, le contó a su invitado muchas cosas de sí misma. La mayor parte lo sacó directamente de un libro que acababa de leer, titulado
Una brasa del incendio,
aunque lo suavizó mucho, porque no quería parecer una brasa demasiado ardiente, no fuera a ser que el señor Hathaway temiera quemarse los dedos. Lógicamente, Vivian estaba en contra del pecado y no era tan pecadora pero, en definitiva, era una oveja descarriada. Después se sentaron juntos en el sofá y el señor Hathaway cumplió con su deber. La conminó a arrepentirse demostrando lo errado de su proceder. La señora Greensleeves se arrepintió de una forma encantadora y vertió unas lágrimas. El señor Hathaway se vio obligado a consolarla y disfrutó bastante de la experiencia. Era imposible alcanzar la conversión total del alma de Vivian en una tarde y el vicario no escatimaba el tiempo, si de lo que se trataba era de salvar un alma, por lo que prometió volver. Volvió muy a menudo. En Silverstream pronto se rumoreó que la señora Greensleeves se había convertido en una ferviente feligresa. Puede que Milly Spikes tuviera algo que ver en la propagación de la noticia. Milly hacía la compra de Mon Repos en el pueblo.

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