—Mi hermano se equivoca sobre mí y sobre mis capacidades.
—Le vi muy seguro —dijo Malachai, y añadió en un aparte—: Me alegro de que hayáis cuidado tanto vuestra relación. Porque la habéis cuidado, ¿verdad?
A Jac le pareció oír un deje de tristeza. A menos que la proyectase ella misma, por haber estado peleada con su hermano desde hacía unos meses, y echar en falta su compañerismo sin afectación… Jac acusaba el dolor de haber fallado a Robbie. No había sabido idear un plan para solucionar la crisis económica de Casa L’Etoile sin desvirtuar la empresa de modo irrevocable.
Malachai la miraba, esperando su respuesta.
—Sí, la hemos cuidado.
En los ojos marrones de Malachai, que tan inescrutables solían ser, acechaba una pena. ¿Y si la conversación le estaba afectando hasta el punto de bajar la guardia? Nunca había mostrado aquella faceta de su personalidad. Tampoco Jac le había visto nunca en un estado de angustia emocional. ¿A qué se debía? Sabía que era soltero, y sin hijos. ¿Tendría algún hermano, o hermana? ¿Se llevaría mal con él? O, peor aún, ¿tendría algún hermano o hermana enfermo, o muerto?
Para tratarse de alguien tan decisivo en su vida, y durante tanto tiempo, Malachai la había mantenido en una ignorancia lamentable acerca de su vida personal. Seguía atentamente la carrera de su antigua paciente, como se imaginaba Jac que lo haría un padre orgulloso, pero al igual que tantos padres, lo poco que dejaba traslucir de su persona eran noticias sobre su trabajo.
Malachai metió una mano en el bolsillo de la americana, sacó un mazo de cartas y empezó a barajarlo, un sonido que a Jac le resultó a la vez conocido y molesto.
—No estoy nerviosa —dijo.
Sabía por experiencia que al trabajar con pacientes jóvenes recurría a trucos para relajarles.
Él se rió.
—Claro que no, querida; solo es una costumbre. —Le tendió las cartas—. Sígueme la corriente, por favor.
Al coger una, Jac se fijó en su elaborado motivo de flores de lis en colores, y en su borde dorado de buena calidad. Malachai tenía una colección enorme de barajas, todas antiguas.
—Qué bonitas.
—De la corte de María Antonieta. Creo que las cartas más bonitas de mi colección son francesas.
Jac sintió un escalofrío que emergió de lo más hondo de su ser, brotando de las puntas de sus dedos, y erizando el vello de su nuca. Miró a su alrededor, buscando la causa de aquel estremecimiento repentino. Las dos ventanas de los lados de la mesa de Malachai estaban abiertas.
—¿Tienes frío? —preguntó él.
Una extraña sonrisa curvaba sus labios, como si supiera algo más de cómo se sentía Jac, algo que ella ignoraba.
Jac sacudió la cabeza.
—Habrá sido la brisa.
—Claro —dijo él, aunque su voz sonaba incrédula—. ¿Quieres que cierre las ventanas?
—No, ya está bien así.
Jac echó un vistazo al pequeño patio, con su jardín informal. El cerezo, el manzano silvestre y el cornejo estaban los tres en flor. Disfrutó de su vago perfume. En su casa de París había un patio mucho más grande, que para ella y su hermano había hecho las veces de recreo mágico, para la cocinera de herbario, y para varias generaciones de perfumistas, que cultivaban gran parte de sus propias plantas exóticas, de laboratorio natural.
—¿Sigue sin interesarte saber si has tenido algún recuerdo de otras vidas? —preguntó Malachai, inclinándose un poco, en consonancia con el carácter íntimo de la pregunta.
—Sí.
La respuesta de Jac fue rápida, incluso algo fría. Era el único tema en el que tenía la sensación de que a veces Malachai se pasaba de la raya. Deseó que no volviera a presionarla. Era un debate que no le interesaba. Bastante tenía con Robbie, que creía en ello a pies juntillas. No le interesaba nada el tema.
—Y si encontrase yo alguno de estos instrumentos que despiertan la memoria, ¿no tendrías curiosidad por probarlo?
—Mira, te respeto y lo que haces —dijo Jac serenamente—. Sé que los niños que acuden a ti lo pasan muy mal, y que les ayudas. Me enorgullece que tengas esa capacidad. ¿No te basta? ¿Necesitas algo más de mí?
—¿Puedo tentarte con la mitología de los instrumentos de memoria?
Jac habría querido protestar, pero Malachai acababa de sacar el único tema al que era incapaz de resistirse.
—Se cree que hace entre cuatro y seis mil años, en el valle del Indo, una serie de místicos crearon instrumentos de meditación para ayudar a las personas a entrar en estados profundos de relajación durante los que tendrían acceso a recuerdos de vidas anteriores.
La voz de Malachai la arrullaba como en otros tiempos. Jac se dejó llevar por sus explicaciones.
—Había doce instrumentos; el doce es un número místico que vemos repetido en diversas religiones, y en la naturaleza. Doce objetos para ayudar a extraer los recuerdos a través de la membrana del tiempo. Yo creo, y otros expertos coinciden conmigo, que es muy posible que en los últimos años se hayan encontrado dos de esos instrumentos. El primero era un conjunto de piedras preciosas, y el segundo, una antigua flauta fabricada con un hueso humano. Lo que les haya pasado a esas dos herramientas diferirá en función del periódico que leas, pero te puedo asegurar una cosa: las dos se han perdido para la investigación, y de momento no podemos averiguar nada más sobre ninguna de ellas. Es una farsa.
—¿Cómo se han perdido?
—Burocracia. Protocolos absurdos. Accidentes. El destino. Yo, aunque me dedique a ayudar a la gente a volver la vista atrás, no creo en hacerlo en estas situaciones. Agua pasada no mueve molino. Ya no pienso perder más ocasiones de encontrar los instrumentos. —Hizo una pausa, escrutando a Jac como si buscara algo. Después su tono se volvió más solemne—. En los últimos ciento cincuenta años, los miembros de esta sociedad han recibido noticias de los instrumentos, o han tratado con personas que sabían algo de ellos. Es posible que en algunos casos hayan llegado a verlos, o incluso que les hayan pertenecido. —Malachai separó mucho los brazos, como si abarcase el conjunto de la fundación—. Uno de los instrumentos era una fragancia, y lo que he oído contar sobre él guarda un curioso parecido con la leyenda familiar que me contaste tú hace años.
—Y eso te parece un caso claro de sincronía.
—No, no es que me lo parezca, es que lo sé. Según las teorías sobre la reencarnación que se han sucedido a lo largo de la historia y de los siglos, en diversas culturas no existen ni los accidentes ni las coincidencias. Si estuviéramos en Oriente, mostrarse escéptico sobre estos episodios que parecen formar parte de un plan más vasto sería tan insólito como poner en duda la humedad del agua.
Jac tuvo la prudencia de no discutir. Lo había hecho en otras ocasiones, y Malachai siempre hacía lo mismo: desgranar la lista de todos los genios que habían creído en la reencarnación, empezando por Pitágoras y siguiendo por Benjamin Franklin, Henry Ford y Carl Jung.
—Si tú pudieras descubrir un olor que funcionase como un instrumento para despertar la memoria, valdría una fortuna.
Era la primera vez que mostraba interés por el dinero. A Jac le sorprendió que lo mencionase, aunque estaba siendo una conversación llena de elementos inesperados.
Fue como si Malachai se adelantase a su pregunta.
—A mí el dinero me da igual —dijo—. Sería para ti; suficiente para asegurar el futuro de Casa L’Etoile. Yo lo único que quiero es el instrumento.
—¿Para ayudar a los niños?
Jac estaba segura de que Malachai lo necesitaba por algo más, y quería saber por qué.
—Claro —dijo él, ceñudo—. ¿Lo dudas? He dedicado toda mi vida a intentar ayudarles.
Jac nunca había sospechado nada impropio en Malachai ni había dudado nunca de que sus motivos se basaran siempre en la moralidad y los principios. ¿Qué tendría aquella conversación, que daba a entender lo contrario?
Levantó el frasco hacia la luz, y en el puño blanco de la camisa blanca de Malachai aparecieron unos centímetros de arco iris, que rebotaron hacia la pared al desplazar de nuevo Jac el recipiente de cristal.
—¿Las cartas dicen algo de esta fórmula? ¿Sabes en qué basaron este perfume? —preguntó.
—La correspondencia que encontré era entre dos miembros de la sociedad, uno afincado en Nueva York y el otro en Francia. El francés contaba que en París había conocido a un perfumista a quien le quedaban restos de un perfume que, según él, era una puerta a vidas anteriores. La fundación sufragó sus tentativas de crear un nuevo aroma basado en esos restos.
Jac asintió con la cabeza.
—Teniendo en cuenta la época, habrían hecho falta muchas conjeturas, y bastante suerte. Si se trataba de un perfume del antiguo Egipto, habría llegado muy diluido al siglo
XIX
. Las esencias pierden su potencia con el paso del tiempo. Además, en el siglo
XIX
ya se habían extinguido bastantes fuentes de la Antigüedad, y aunque las olieras, no podrías ponerles nombre ni encontrarlas.
Malachai la estaba mirando fijamente.
—¿Qué pasa?
—Yo no te he dicho que este fuera un perfume del antiguo Egipto.
En algún lugar del edificio sonó un teléfono y se cerró una puerta. Jac estaba tan absorta en la conversación, que ya no se acordaba de que hubiera más gente. Sacudió la cabeza y se centró de nuevo en los datos.
—Aunque quisiera ayudarte, Malachai, este mejunje del frasco ni siquiera es un punto de partida; es un grupo de cuatro o cinco esencias de lo más normales.
—Sí que es un punto de partida —insistió él—. El perfumista se basó en alguna fórmula, Jac. Tengo un cajón con once versiones de la misma base.
—No me lo habías dicho. Once versiones de este aroma… ¿Y por qué once? Es un número raro.
—En el cajón caben doce.
—¿Se rompió uno?
—O bien uno de los doce contenía un instrumento de memoria, y alguien se lo llevó.
Jac sacudió la cabeza.
—Eso es un mito, y ya me enseñaste tú que los mitos son sueños colectivos de las culturas: pequeñas historias sobre personas concretas que, de entre las miles que se van contando, son las que más han conectado con la gente, en virtud de las constantes de nuestro inconsciente colectivo. A lo largo de su transmisión, se modifican, crecen y se vuelven más extravagantes y mágicas, como las estalactitas de las cuevas, que empiezan por una sola gota de agua.
—Ya me advirtieron Robbie y Griffin que me sería difícil convencerte. Yo les dije que no, que eres más abierta de miras, pero supongo que me equivocaba.
Jac puso las manos en los brazos de la silla, que eran cabezas de león talladas. Clavó las puntas de los dedos en los surcos.
—¿Griffin?
Trató de no alterarse, y de que pareciera una pregunta de lo más normal.
—Griffin North, el amigo de tu hermano. Creía que os conocíais, por cómo habla de ti.
Oír el nombre de Griffin fuera de contexto la desorientó.
—Sí, le conozco; bueno, le conocía. Hace tiempo que no le veo. ¿Tú le conoces?
—Me lo presentó Robbie hace unos meses. Griffin quería investigar en nuestro archivo, para un libro que estaba escribiendo. Robbie vino a verle aquí, hará unas dos semanas, y el hecho de que Griffin le enseñase el cajón de frascos de perfume fue un caso fantástico de sincronía. Yo no me acordaba de ellos desde hacía mucho tiempo.
—No sabía que Robbie hubiera visto a Griffin cuando estuvo en Nueva York.
A Jac le estaba costando dar conversación. ¿Griffin, trabajando allá? ¿En aquel momento? ¿Era suyo el teléfono que había sonado? La puerta que había oído, ¿la había cerrado él?
Jac había encontrado su libro por casualidad, justo después de salir al mercado, y había leído la solapa y la nota biográfica en la librería; por eso sabía que Griffin vivía entre Nueva York y Egipto, trabajaba en un yacimiento importante cerca de Alejandría y estaba casado, con una hija; datos, por lo demás, muy públicos.
El color de las paredes del despacho donde trabajaba, la calle por la que volvía a casa al salir del trabajo, la vista que veía por la ventana al descansar de su investigación… De esos detalles no tenía conocimiento, y le supo mal recibir información no deseada, al mismo tiempo que sentía celos de Robbie y Malachai; celos del aire de aquel edificio, que absorbía el aliento de Griffin, y de la silla que aguantaba su cuerpo. Tuvo la prudencia de no regodearse en el gozoso sufrimiento de acordarse de él; de preguntarse con quién se habría casado, y qué edad tendría su hija.
Griffin le había hecho daño. La había abandonado, y de quien te abandona (aunque sea una sola vez) no hay que fiarse nunca más.
—Lo siento.
Se levantó. No tenía nada que ver con que Griffin trabajase en la fundación. La idea de que hubiera un perfume capaz de depertar recuerdos de vidas anteriores era absurda. Se lo llevaba diciendo a Robbie desde que eran pequeños. Y de todos modos, aun cuando existiera esa fragancia, no sería ella quien se pusiera a jugar a perfumista después de tantos años.
También Malachai se levantó y salió de detrás de la mesa para acompañarla a la salida. Pese a no creer en ningún dios, Jac rezó fervientemente por no encontrarse a Griffin.
—Vaya, que de todo lo que he dicho no hay nada que te haya picado la curiosidad ni lo más mínimo —dijo él.
Jac se rió.
—No puedo darme el lujo de tener curiosidad.
—¿Y si pudiera prometerte los tres millones que necesitas para saldar tus deudas con los bancos? ¿Entonces aceptarías mi propuesta?
—¿Es lo que me ofreces?
—¿Cambiaría algo?
—Aunque tuviera la capacidad de hacerlo, de lo que no dispongo es de tiempo. El dinero lo necesito ahora mismo.
La desesperación de la voz de Jac era equivalente a la de la mirada de Malachai.
—¿Me prometes pensártelo, al menos? Piensa en lo que sería demostrar un mito así…
—Soy una escéptica inveterada. Me lo decías siempre tú. ¿Y ahora me pides que crea como acto de fe en algo que es un sueño?
—¿Y si te equivocas, Jac? ¿Y si no es ningún sueño?
París
Lunes, 23 de mayo, 10.15 h
Griffin nunca había visto
poupées
(como las llamaban los franceses) tan caras. Estaba seguro de que su mujer habría protestado, pero no estaba con él; además, la imagen de su hija abriendo la caja y viendo aquella muñeca parisina era prácticamente irresistible. Elsie, de seis años, era rubia, como su madre, y tenía los ojos entre grises y azules, como su padre. Era una niña seria, con una habilidad deslumbrante al piano que probablemente le diese madera de niña prodigio, aunque Griffin y Therese habían convenido no seguir por la estresante senda del virtuosismo. Griffin había perdido una parte demasiado grande de su infancia como para no saber lo importante que era tenerla.