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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (13 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Ella no contestó.

La intensa luz del hospital daba un aspecto ajado a su vestido, el mismo que llevaba cuando François la descubrió: rojo y naranja, con un lacito rojo en la tira de cada hombro. Sus botas, altas, de charol, con los tacones gastados, parecían baratas.

—¿Tienes a donde ir?

Silencio.

—¿Tienes un chulo? ¿Vivías con él? ¿Fue el que te dio el caballo?

Tampoco esta vez contestó, pero François vio palpitar una vena azul en su frente.

—Yo puedo dejarte un sitio para que te quedes una temporada.

Ella se encogió de hombros.

—¿Quieres un sitio donde alojarte?

Por fin se giró a mirarle, con una ferocidad que le sobresaltó.

—¿Quieres que te folle a cambio de un sitio para dormir? ¿Es eso? —le espetó ella con voz bronca, sibilante—. Eso no lo vuelvo a hacer en mi vida. Ya encontraré la manera de cuidarme, pero eso no.

—No te estoy pidiendo que me folles. —François se rió—. Si más gay que yo no hay nadie, corazón.

Ella arqueó las cejas.

—Pues entonces, ¿dónde está el truco? ¿Qué tengo que hacer?

—Tú no tienes que hacer nada; bueno, una cosa sí, mantener la casa limpia.

El recelo dejó paso a la sorpresa.

—¿Por qué quieres ayudarme?

De repente su voz sonaba muy joven.

François no tenía respuesta. No lo sabía. Se quedaron sentados durante unos segundos, sin hacer nada: Valentine al borde de la cama de hospital, sin tocar el suelo con los pies, y François en una silla de polipiel con los reposabrazos agrietados. Fuera, en el pasillo, llenaba el silencio el continuo ajetreo del personal hospitalario en sus labores.

—De niño, yo era muy diferente de mis hermanos y de mis hermanas —dijo François—. Nadie se relacionaba conmigo… menos la perra. En principio era de todos, pero la verdad es que era mía. Hasta dormía conmigo. Antes de acostarme, la dejaba salir para que hiciera sus necesidades. Ella rondaba un rato por ahí, pero yo siempre la esperaba, y ella siempre volvía. Hasta una noche. Estuve despierto hasta por la mañana, buscándola, y me negué a ir al colegio para poder seguir buscando. Pensaba todo el tiempo en lo indefensa que estaba y en lo vulnerable que era.

»Al final de la segunda noche, como aún no la había encontrado, me puse a rezar por que la hubiera cogido alguien. Me daba igual que la hubieran robado. Mientras no estuviera tirada en algún sitio, sola… herida…

Los ojos negros de Valentine se ennegrecieron aún más. François se dio cuenta de cómo debían de haber sonado sus palabras.

—Espero que no te sientas insultada. Solo quería decir que preocuparme por ella fue…

—Vendré contigo.

La madre de Valentine era una prostituta y drogadicta cuyo chulo, viéndole potencial a su hija, no había tardado mucho en engancharla al caballo y sacarla a hacer la calle.

En lo que sí tardó mucho Valentine fue en fiarse de François, y convencerse de que no tenía ningún motivo oculto y depravado.

A pesar de los avances, las primeras semanas fueron bastante estériles, hasta que Valentine descubrió que François no era solo músico de jazz, sino experto en artes marciales, y miembro destacado de la mafia china.

Le suplicó que la formase, y resultó ser una alumna aventajada. Su pasión por el arte de la autodefensa fue aumentando a medida que progresaba. Al final, su dedicación rayaba en lo obsesivo. Había sido una víctima durante tanto tiempo, que el subidón de independencia le resultaba tan adictivo como las drogas.

Una vez dominadas las artes físicas, pidió saber más de la familia del crimen organizado de la que formaba parte François.

Él le explicó que pertenecer a una tríada era una profesión noble. Ya en el año 1000 a.C., los campesinos formaban sociedades secretas para protegerse de los malos señores y cabecillas. En la fundación de las tríadas participaron incluso monjes chinos dedicados a la lucha contra la injusticia. Con el paso del tiempo, aquellos grupos ayudaron a derrocar a emperadores corruptos y a provocar la caída de políticos deshonestos.

Al ser una persona carente de cualquier formación ritual o moral, Valentine se sintió muy atraída por el estricto código ético confuciano, así como por la mística y el elevado simbolismo de las ceremonias, y resolvió convertirse en miembro a todos los efectos de la Tríada de París, aunque en aquel nivel hubiera muy pocas mujeres.

La lealtad de Valentine, que nunca había formado parte de ninguna familia, era absoluta. Durante la ceremonia de iniciación, su voz no tembló ni una vez al recitar los treinta y seis juramentos, de una antigüedad de doscientos años:

—No revelaré a nadie los secretos de la familia, ni siquiera a mis padres, hermanos, hermanas o marido. Nunca revelaré los secretos a cambio de dinero. En caso contrario, moriré bajo un enjambre de espadas.

Excelente alumna, tardó poco tiempo en convertirse en un preciado miembro del equipo de François, pero últimamente su frustración crecía. Existían demasiadas restricciones a lo que podían hacer las mujeres. Solo en la rama parisina de la oscura sociedad china ya había miles de miembros, pero ni una sola mujer de rango superior al de Valentine.

François volvió a mirar su reloj. ¿Qué estaba haciendo Valentine? ¿Se habría equivocado él de hora? Sacó su móvil para releer el sms.

«La tendrás lista a las dos y cuarto de este mediodía. Trae efectivo.»

Siempre eran mensajes similares, que parecían indicar citas de un tipo muy distinto. Si le quitaban alguna vez el móvil y lo examinaba la policía por alguna razón, le tomarían por un hombre de libido bastante activa, más amigo de prostitutas que de relaciones más incómodas. Casi nunca concertaba más de dos citas por semana.

Se abrió la puerta principal y entró una joven en el edificio: rubia, con una blusa blanca escotada y una falda negra ceñida. Miró a François sin disimulo, empezando por sus botas negras de lagarto, subiendo por sus vaqueros, pasando por su chaqueta de cuero gastado y deteniéndose en sus manos: dedos largos y esbeltos de pianista, que solían atraer a las mujeres.

Justo cuando la chica abría la puerta con su llave, sonó el interfono para que entrase François. La joven sonrió y le sostuvo la puerta. Venían los dos a lo mismo: a joder a alguien por dinero.

11

16.43 h

Hace al menos diez minutos que no me preguntas si he traducido alguna nueva frase —dijo Griffin.

La tarde tocaba a su fin. Llevaban trabajando sin parar desde la pausa de la una para comer. Robbie investigaba en internet sobre antiguas fragancias egipcias, y Griffin trataba de encajar nuevos fragmentos y seguir completando el puzle.

—No quiero hacerme del todo pesado.

Griffin se rió.

—Además, doy por supuesto que cuando tengas algo más me lo dirás.

—Tengo algo más.

—¿Sí?

Robbie estuvo de pie, junto a la mesa de Griffin, en cuestión de segundos.

—Una nueva frase, que creo que buscabas. —Griffin leyó en voz alta—: «Y entonces, durante todo el tiempo, las almas de él y de ella pudieron encontrarse de nuevo, una y otra vez, siempre que florecía el loto…».

Robbie repitió las últimas cinco palabras.

—«Siempre que florecía el loto.» El laboratorio no ha confirmado ningún resto de agapanto africano, pero eso no quiere decir que no lo hubiera. En todas mis lecturas aparece constantemente esa flor como ingrediente muy utilizado en la antigüedad.

Cuanto más se entusiasmaba Robbie, con más acento hablaba, y más le costaba a Griffin entenderle.

—¿Agapanto africano, has dicho?

—Sí —asintió Robbie—, el lirio del Nilo. Todavía se usa. También recibe el nombre de loto azul, y hasta de loto egipcio. —Cogió la lupa de Griffin y examinó el mosaico de fragmentos de cerámica—. Si aquí aparece este ingrediente, es posible que también aparezcan los demás. ¿Ves como lo resolveremos? Ya lo estamos resolviendo.

Volvía a tener trece años y a brincar por los aires.

—Puede ser.

Hasta Griffin empezaba a creérselo.

Fuera, el viento arreció y empezó a hacer temblar la cristalera. Robbie fue a cerrarla, regresó a la mesa y se inclinó de nuevo hacia la cerámica.

—Agapanto… Mmm… a ver… —Respiró hondo: una vez, dos… Sonrió—. Quizá sean imaginaciones mías, pero me parece que lo huelo.

Griffin se inclinó, inhaló y sacudió la cabeza.

—Yo, desde que he empezado a trabajar en este proyecto, lo único que he olido es cerámica. Será que no tengo el olfato muy sensible.

—Yo, inherentemente, tampoco. En mi caso es todo fruto del estudio. La que tiene un don mágico es Jac.

Robbie volvió a aspirar por la nariz. Esta vez se quedó unos segundos encorvado sobre los fragmentos. Cuando se incorporó, Griffin vio que se frotaba la frente.

—¿Te encuentras mal?

—El otro día me pasó lo mismo. Si huelo demasiado tiempo estos trozos, me mareo, y casi parece que me vaya a desmayar.

—Sabes que el agapanto es alucinógeno, ¿no? —preguntó Griffin—. Claro que después de tanto tiempo, no podría conservar su potencia…

—No, es verdad —dijo Robbie, sin sonar muy convencido—. De su historia no sé mucho, aparte de su uso como ingrediente para perfumes. ¿Era una flor muy común?

—Sí, muy conocida y abundante. Aparece tallada en capiteles y pintada en tumbas, y está documentado que se usaba en ritos y rituales. Común, de todos modos, no diría yo que fuera. Es la planta más sagrada de los egipcios, un símbolo de muerte y de renacimiento. Decían que Osiris se reencarnó como nenúfar azul.

Robbie abrió mucho los ojos.

—Pues sí, otra coincidencia —dijo Griffin.

—Si insistes en llamarlas coincidencias…

—¿Tú cómo lo llamarías?

—Señales. Señales asombrosas de reafirmación de la vida.

Pocas personas conservan su capacidad de asombro infantil al hacerse mayores, pero Robbie sí. Tenía esa peculiaridad. Griffin se preguntó si Jac habría cambiado tan poco como su hermano.

—Cuéntame qué más sabes sobre el simbolismo del loto —le pidió Robbie.

—Según las antiguas leyendas, el mundo era oscuro y estaba gobernado por el caos hasta que surgió de las profundidades del río el lirio azul. Cuando se abrió la flor, en su centro dorado apareció sentado un joven dios. La luz divina que irradiaba alumbró el mundo, y el dulce olor que desprendía se propagó por los aires y expulsó la oscuridad universal. Los egipcios creían que cada mañana, al abrirse la flor, ahuyentaba el caos que reinaba durante la noche.

—Por eso es un símbolo de renovación. ¿Cómo la usaban como alucinógeno? —preguntó Robbie.

—Sobre todo bebiéndola. Hay una antigua receta que dice que hay que remojar diecinueve flores en vino. En esa época se usaba el vino en ritos religiosos, y también socialmente, en las fiestas. En las escenas sexuales de las pinturas sepulcrales aparecen mucho los lirios. El cuerpo de Tutankamón estaba cubierto de ellos.

—¿Y sobre los efectos de sus propiedades alucinógenas sabes algo?

—Es como si te sumergiera en un estado de calma eufórica. Durante el posgrado nos lo preparamos con unos amigos.

Las cejas de Robbie se arquearon.

—Teníamos curiosidad. Había referencias por todas partes. Es una flor tan importante que aparece en el
Libro de los muertos
egipcio. —Griffin recitó de memoria—: «Yo soy el nenúfar cósmico que brotó reluciente de las negras aguas primigenias de Nun. Mi madre es Nut, el firmamento nocturno. Oh tú, que me hiciste, he llegado; soy el gran gobernador del Ayer, y en mis manos está el poder del mando».

Fuera, gruesas nubes grises surcaban el cielo. La oscuridad prematura de la tarde, que sumió el taller en una gran penumbra, hizo que Robbie encendiera el flexo.

—¿Cómo es posible que algo tan antiguo me dé dolor de cabeza, pero que no lo detecten en el laboratorio? —preguntó.

—No tiene sentido.

—Tú te encuentras bien, ¿verdad?

Griffin asintió.

—No me duele la cabeza, no; y te aseguro que no siento ninguno de los síntomas que recuerdo de cuando lo bebí.

De pronto un relámpago iluminó el patio. El zigzag eléctrico hipnotizó a los dos hombres, que vieron caer otro más.

—Pero ¿qué pasa aquí? ¿Lo has visto?

Griffin señalaba un punto del jardín.

—¿El fantasma? —preguntó Robbie.

—Hombre, dudo que fuera un fantasma, pero fuera hay alguien.

—La única manera de entrar en el patio es por estas puertas de aquí, o por la casa. Lo que has visto es la sombra de un árbol muy antiguo que está a la derecha de aquel seto. Jac y yo lo llamábamos «el fantasma». Según la luz, parece una persona. —Robbie abrió la puerta del patio barrido por el viento—. Ven, te lo enseñaré.

Justo cuando salía, cayó otro relámpago y empezó a llover a cántaros. La luz era tan rara, que Robbie parecía bañado en plata líquida. Entró corriendo, se secó y fue a buscar una botella de Pessac-Léognan.

—Voy a abrir un poco de vino. Querrás un poco, ¿verdad?

—Sí.

Descorchó el burdeos.

—Hay veces en que a oscuras te imaginas que hay cosas que no están; y si te concentras mucho, a veces puedes infundirles vida.

—¿Hacer que se manifiesten?

Robbie asintió, mientras le daba a Griffin una copa de aquel tinto tan fino.

—Hay monjes tibetanos capaces de crear seres;
tulpas
, los llaman. ¿Te suena?

—Sí; supuestamente, los monjes muy evolucionados pueden dar forma al pensamiento a través de la meditación.

—No parece que te lo creas —dijo Robbie.

—Es que no me lo creo. ¿Tú sí?

—Sí.

—No sé por qué, pero no me sorprende —dijo Griffin.

—¿Y tú en qué crees, amigo mío?

Griffin se rió.

—No en gran cosa, me temo. Si tengo alguna religión, supongo que será la historia.

—La historia no es ningún sistema de creencias. ¿Lo dices en serio? ¿No crees en nada, a pesar de haber estudiado tantas religiones?

—Como dijo Joseph Campbell… —Griffin dejó la frase a medias—. Conoces a Campbell, ¿no?

—Sí, claro, el mitólogo; hace años que le cita Jac.

Era la segunda vez en media hora que Robbie mencionaba a su hermana. Griffin tuvo ganas de preguntar por ella, pero las reprimió. ¿De qué le serviría saberlo? Solo para despertar el fantasma del pasado.

—No me sorprende que le cite Jac. —El solo hecho de pronunciar su nombre en voz alta, de mover la boca para articular los sonidos, ya le incomodaba—. Es como una especie de gurú para cualquier estudioso de la mitología.

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