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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (25 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Más allá del desenlace, todo eso también era importante.

Se dejó llevar por los demás alumnos a las salas de escultura china, siguiendo los pasos de los guías. Había grandes ventanales que daban a un jardín con un estanque ovalado. Reflejada en el agua, la luz, de un tono dorado como la mantequilla, entraba de nuevo en la sala.

Las obras caligráficas del grupo estaban distribuidas por la sala en divisorias de tela. Xie fue entrando y saliendo con Lan de los pasillos creados por las divisorias, cuya disposición ya era una obra de arte en sí. Era toda una aldea de arte chino, en las paredes y paneles; obras separadas entre sí por varios siglos, en algunos casos, pero todas con algo en común: la fuerza de su austeridad y sencillez.

Sí, ya tendría horas para preocuparse y hacer planes; días para tratar de poner coto a su aprensión y cumplir su objetivo. Aquella noche era para el arte: las obras le hablaban, y el trabajo de Xie era escuchar, rindiéndoles honores lo mejor que pudiera. Tal como le habían enseñado de pequeño los monjes tibetanos quemados vivos en el monasterio.

Con atención.

El profesor Wu acorraló a Xie y a Lan, y les llevó hacia el fondo de la sala.

—Ya habrá tiempo de admirar las obras. Lo primero es dar las gracias a nuestros anfitriones.

En el bufet había cuencos de frutos secos, pequeños bocadillos, vino y refrescos. A la derecha estaba la fila donde el embajador chino en Gran Bretaña y otros cargos de la embajada saludaban a estudiantes e invitados en compañía del personal del museo.

Llegado el momento de dar la mano a sus compatriotas, Xie se inclinó profundamente y habló en voz baja y con monosílabos, como había empezado a hacer desde su infancia. Ninguno de los dignatarios se mostró más interesado por él que por el resto de los estudiantes, lo cual era un alivio: el interés era señal de atención, y había que hacer lo posible por no llamar la atención.

Por eso le dolió que se acercase Ru y, en un tono cuya belicosidad solo podía ser fruto de haber bebido demasiado vino en demasiado poco tiempo, le atacó verbalmente.

—Tú te crees superior a los demás —dijo, señalándole con su copa—. Te crees que tu obra es mejor. —Se derramó un poco de vino por el borde, manchando el mármol blanco del suelo con gotitas rojas—. Pues no vales más que nadie. Ni tus pinceladas son mejores ni tus líneas, más claras.

Subrayó sus palabras mediante un trazo imaginario con la copa en el aire. Esta vez el vino aterrizó en la cara y los ojos de Xie.

Sus mejillas y su camisa se mancharon con lágrimas color burdeos.

Ru, fija la mirada, tuvo un momento de satisfacción, seguido por el pavor de comprender que había montado una escena en una noche de gran importancia.

Antes de que él o Xie pudieran decir algo, se acercó una mujer menuda y de edad avanzada, que tendió a Xie una servilleta de papel.

—Uy, no servirá —murmuró, y mientras Xie se daba pequeños toques en la cara, le cogió del brazo y se lo llevó.

Aunque tuviera rasgos asiáticos, tenía un acento británico perfecto.

—Te acompaño a los servicios, para que te limpies lo mejor que puedas.

Iban hacia la puerta principal.

—Me sabe mal lo que ha pasado. —Llevaba un reluciente vestido rojo, a juego con el pintalabios. La fuerza de su mano ejercía una presión sorprendente—. Qué lástima… Justo esta noche.

Si Xie hubiera querido escaparse, tendría que haberle desprendido los dedos.

El nivel sonoro descendió de golpe al salir de la sala.

—Tus pinturas sí que son mejores que las de los demás alumnos.

—Me siento honrado.

—Llevo dos días estudiándolas.

—Me alegro de que le gusten.

—Tienes un estilo muy sutil.

—¿Es usted conservadora del museo? —preguntó Xie.

—Sí. Mi especialidad es la caligrafía.

—¿Es usted china?

—Era tibetana.

Xie sintió un escalofrío que, partiendo de la nuca, bajó por toda su columna vertebral.

—Y he estudiado tu obra con mucha atención —añadió la mujer, mientras le llevaba por una sala tranquila, sin visitantes—. He visto muchas cosas.

—Espero que le haya gustado lo que ha visto.

—Has impregnado tu obra de temas muy discretos. Fáciles de pasar por alto, e importantes de encontrar.

Xie no había previsto contactos antes de París. No se había permitido la esperanza de recibir ayuda.

—Ya hemos llegado —dijo la mujer, ante una puerta—. ¿Sabrás encontrar el camino de vuelta, cuando hayas terminado?

—Sí, gracias, muchísimas gracias.

—Bueno, pues nada; ten cuidado, Xie Ping.

Xie asintió con la cabeza.

—Hay mucha gente que quiere que tu obra tenga éxito —susurró ella—. Te cuidarán a lo largo del viaje. No les busques; ya te encontrarán ellos a ti. Eres muy valiente.

—Gracias —repitió él, con una reverencia.

Al levantar la vista, ya se la encontró de espaldas.

Abrió la puerta del baño y entró para lavarse. No vio al hombre que se acercaba por detrás hasta que lo tuvo encima. Un destello en el espejo. Una mano grande tapó su boca. Xie intentó gritar, pero la carne del desconocido absorbió el sonido.

31

París

Jueves, 26 de mayo, 19.15 h

El atardecer se reflejaba en el Sena: amarillos que dejaban paso a rosas crepusculares, y estos a tonos lavanda; y todos los colores salpicaban la superficie del agua como si un pintor impresionista usara la tarde como lienzo.

—No estoy muy seguro de que sea una buena idea —dijo Jac.

—¿Cruzar el puente a pie?

—Salir a cenar. —Se le había olvidado esa manera que tenía Griffin de jugar con sus palabras—. ¿Y si hay alguna novedad en la búsqueda?

Él le tocó el brazo para que se detuviera.

—Marcher tiene tu número de móvil, y el mío.

Jac sintió la presión de las yemas de sus dedos a través de la chaqueta, y el calor instantáneo de las manos de Griffin hizo que se derritiera algo en su interior. Molesta por ello, apartó el brazo.

—Además, Robbie no me perdonaría que te dejara pasar hambre —dijo él.

Jac se preguntó si Griffin aún recordaba las bolsas de la cena de los domingos por la noche, o bien la referencia a su pasado conjunto había sido involuntaria. Pensó en la cinta medio deshecha que tenía en Nueva York, dentro de su joyero. No podía decírselo. Reconocerlo daría a entender un grado de implicación emocional que no sentía. Si había conservado el lazo, era como recordatorio de que no podía ser demasiado débil, no porque siguiera enamorada de Griffin.

Él se apoyó en la baranda, hacia la catedral de Notre Dame. Jac miró hacia el otro lado, al Grand Palais, en cuyo techo de cristal brillaba el sol poniente. El edificio, de estilo victoriano, parecía incendiado.

Otros peatones, a su alrededor, cruzaban el Carroussel desde la orilla izquierda hacia la derecha, o viceversa. Jac y Griffin no eran los únicos que se habían parado en la acera para contemplar la ciudad: a su izquierda, una pareja mayor señalaba los monumentos y hacía fotos, muy unida. A su derecha se abrazaban con pasión un hombre y una mujer. Jac apartó la vista y miró el río.

—¿Estás con alguien? —preguntó Griffin en voz baja.

Jac no esperaba una pregunta tan personal, ni tenía muy claro qué contarle.

—Lo he estado hasta hace pocos meses —dijo, sin apartar la vista del río.

—¿Cortaste tú o lo hizo él?

—Qué pregunta más rara.

—¿Ah, sí? Perdona.

Ella se encogió de hombros y se mordió el labio.

—Se lo puse fácil para cortar.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Quería que me fuera a vivir con él, y como yo no quise… ¿Sabes qué? Que me parece que no quiero hablar del tema.

Griffin le puso una mano en el hombro, y la hizo girarse.

—Si quieres contármelo, te escucharé.

Ella se encogió otra vez de hombros.

—Empieza a hacer frío —dijo, arrebujándose en su chaqueta—. Deberíamos seguir.

Llegaron en silencio al final del puente, y cuando el semáforo se puso en verde accedieron al complejo del museo del Louvre a través del gran arco de piedra. Griffin cruzó la Coeur de Napoléon y se detuvo ante la pirámide de I. M. Pei.

Cientos de personas iban y venían a su alrededor, haciendo fotos o descansando al lado de la fuente. La plaza tenía una ligereza propia de un cuento de hadas. Pocos, muy pocos, estudiaban la arquitectura con la intensidad de Griffin.

Jac recibió en los ojos los últimos rayos de sol, que le hicieron parpadear. Todo empezó a moverse. Durante un segundo, vio un carruaje de caballos cuyas puertas abrían criados con librea. Quien se apeaba era una mujer con vestido dorado de brocado y una peluca extravagante. Percibió un perfume floral y un olor a piel sin lavar.

—Está estudiado que las formas piramidales absorben las señales de microondas que hay en el aire y las convierten en energía eléctrica.

—¿Qué has dicho? —preguntó Jac, que no había oído nada.

—Que se ha estudiado que las formas piramidales absorben las señales de microondas que hay en el aire y las convierten en energía eléctrica; por eso dicen que hasta una pirámide de nueva construcción funciona como fulcro mágico.

—¡No me digas que ahora crees en la magia! Tanto no habrás cambiado, ¿verdad?

—A escéptico no me gana nadie, pero he pasado una noche dentro de una pirámide, y viví algo que no puedo explicar.

Jac sacudió la cabeza.

—Yo sí que te gano. Soy más cínica que tú.

—Pues antes no. Cuando estábamos… —Griffin no acabó la frase. Volvió a empezar—. ¿Qué te ha pasado, Jac?

Jac estuvo a punto de decir «tú», pero se aguantó.

—¿Qué le pasa a la gente? El único que conserva la inocencia es Robbie, tan feliz como siempre.

Reprimió un sollozo. No quería que Griffin la consolara. Sabía lo fácil que sería dejarse seducir por su preocupación. Se le daba tan bien, al muy puñetero…

El Café Marly estaba situado bajo el arco de piedra del ala Richelieu, y aunque soliera haber algún que otro turista, debido a su proximidad al museo, el restaurante tenía una clientela principalmente parisina.

—Robbie me dijo que es uno de sus favoritos —comentó Griffin al entrar—: chic pero sin ser pretencioso, y cómodo pero sin ser vulgar.

El
maître
les llevó a una mesa del fondo de una de las salas interiores. Griffin pidió vino y queso para empezar.

Aquella parte del antiguo palacio estaba reformada para albergar un restaurante moderno, pero sin perder majestuosidad ni grandeza. Las salas eran de techos altos decorados con molduras doradas, y los suelos de mármol, de una antigüedad de cuatrocientos años, se veían irregulares a causa del desgaste. Las sillas estaban tapizadas de un terciopelo de color rojo vivo.

—Quiero que intentes relajarte —dijo Griffin—. Bebe unos traguitos de vino. —Untó un poco de queso, blando y medio deshecho, sobre un trozo de baguette, y se lo dio—. Y cómete esto.

—¿Órdenes?

—Consejos. Llevas encima mucho estrés. Yo solo intento ayudarte. ¿Cuánto tiempo hace que no comías?

Jac, molesta porque Griffin se acordase de aquel rasgo de su forma de ser, dio un pequeño mordisco al trozo de pan, más que nada para no hacer comentarios sobre las palabras de él. Apenas tenía hambre.

—No me parece bien estar en un restaurante mientras…

Griffin la interrumpió.

—Tenemos que alimentarnos, y ya puestos, más vale que sea en algún sitio donde se coma y beba bien. Y donde nadie vigile la puerta.

—¿Por qué lo dices?

—Marcher nos ha hecho seguir.

—¿Para protegerme o para vigilarme?

Jac se giró maquinalmente. Hasta entonces no se había fijado en que la sala estuviera tan vacía. El resto de los comensales estaban en la terraza, atraídos por la vista.

—Espero que para protegerte, pero no estoy seguro; por eso he insistido en que saliéramos, para poder hablar contigo. La casa, la tienda y el taller no tengo claro que sean seguros.

—¿Seguros?

—También podrían escucharnos.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—He visto que nos seguía un hombre. Me he fijado en el puente, y luego en el reflejo de la pirámide. Por eso creo que es por protección, porque ha sido demasiado fácil descubrirle. No intenta ser invisible.

De pronto el calor de la sala era agobiante. Jac tuvo ganas de levantarse y salir corriendo. No podía quedarse sentada mientras no se sabía dónde estaba Robbie. Había sido una locura creer que podría soportarlo.

Griffin puso una mano encima de la suya, como si le adivinara el pensamiento. La ligera presión bastó para retener a Jac en su asiento.

—No pasa nada, te lo prometo.

Con la otra mano levantó hacia Jac la copa.

—Por Robbie —dijo en voz baja, amablemente.

Jac sintió que se le empañaban los ojos, pero parpadeó y consiguió no llorar.

Se acercó la copa a los labios. Antes de beber, olió el bouquet, por costumbre. Los sutiles aromas acudieron todos juntos, en una suave ola olfativa: cereza, violetas y rosas, además de cuero y roble. Bebió un poco. El sabor se desplazó por su boca. Pensó que era una indecencia prestar atención a las sutilezas del vino mientras Robbie se encontraba en paradero desconocido, y tal vez en peligro.

—¿Qué te ha ocurrido en las manos? —preguntó Griffin.

Tenía los nudillos cubiertos de arañazos rojos, finos hilos de sangre seca: eran los cortes que se había hecho al intentar levantar la tapa de alcantarilla del centro del laberinto. Frotárselos no hizo más que avivar su color.

—¿Jac?

El tono de Griffin era de preocupación.

—¿Puede ser que nos escuchen, aunque la sala esté vacía?

Él sacudió la cabeza.

—No creo.

Jac se inclinó sobre la mesa. No se dio cuenta de la seducción del gesto hasta ver reflejados sus efectos en los ojos de Griffin.

—Creo que sé dónde está Robbie —murmuró atropelladamente.

—¿Se ha puesto en contacto contigo?

—No, pero ha dejado otra señal. Creo que sé dónde está, pero no puedo ir sola. —Mostró las manos como prueba—. Aunque lo he intentado.

—¿Pensabas explicármelo?

Jac frunció el entrecejo.

—Te lo estoy explicando.

—Ya, pero solo porque te he preguntado por tus manos.

Había sido una tontería creer que podrían ignorar el pasado, y saltárselo sin el debido reconocimiento.

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