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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (27 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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—Solo es una pared de piedra cubierta de musgo y líquenes.

—No, mira —dijo él.

Jac se acercó muy despacio, con el pulso acelerado, pero no vio qué señalaba Griffin.

—¿Dónde?

—¿Ves aquella muesca? —dijo él, señalando.

Había una depresión a algo más de un metro de profundidad. Jac sacudió la cabeza.

—¿Qué es?

—Peldaños, Jac.

Griffin se asomó un poco más.

—Mira, allí hay otro. Están tallados en la piedra, y probablemente desciendan hasta el fondo.

—Tenemos que bajar para buscarle.

—Sí, ya lo sé, pero ahora no.

—¿Por qué no?

—Porque no estamos preparados. —Señaló los zapatos y la ropa de Jac—. Necesitamos calzado deportivo y cascos con luces. Necesitamos cuerdas y un kit de primeros auxilios, por si Robbie está herido.

Jac intentó discutir, pero pudo más la experiencia de Griffin que la impaciencia de ella.

—Primero hay que equiparse. Si nos hiciéramos daño, no podríamos ayudar a Robbie.

—Aunque supiera dónde se compran ese tipo de cosas, esta noche no habrá nada abierto.

—Lo siento, pero tendremos que esperar hasta mañana. No tenemos nada para ver por dónde vamos, ni para hacer un seguimiento del recorrido. No sabemos adónde lleva esto. Podríamos perdernos.

Por la espalda de Jac corrían gotas de sudor, a pesar del aire fresco; gotas de miedo, pero daba igual: Robbie le había dejado un mensaje, y era la única persona a quien tenía en el mundo. A peores demonios se había enfrentado. En otros tiempos, su cordura se había visto amenazada por visiones y pesadillas. La habían ingresado en un hospital, le habían dado electroshocks, la habían drogado… Un túnel podía soportarlo.

Aunque acabara de ponerse de acuerdo con Griffin en que había que esperar, le fue imposible. Se puso de rodillas y empezó a retroceder a gatas hacia la abertura.

Los dedos de Griffin se cerraron en torno a sus muñecas, con tal fuerza que le dolió todo el brazo. Finalmente la apartó del agujero.

—Me haces daño —dijo ella, sin aliento.

Griffin la soltó.

—¿Sabes que estás loca? —Tenía la cara crispada de rabia—. ¿Por qué no me haces caso?

El corazón de Jac latía muy deprisa. Casi no podía respirar. Se sentó en la tierra húmeda, con la espalda contra el seto. Le dolían los brazos de haber sido arrastrada. Parpadeó para retener las lágrimas. Si algo no pensaba hacer, era llorar en presencia de Griffin.

—Si Robbie se escapó, y está aquí abajo, no puede estar más seguro. Es imposible que sepan dónde está. Sobrevivirá otra noche. Mañana bajaremos.

Jac asintió, para no hablar; no se fiaba de su voz.

—Te lo prometo —añadió él.

La mezcla de miedo, frustración y tristeza, sumada al recuerdo que despertaban aquellas tres palabras, fue más fuerte que ella: se deslizó por su mejilla la primera lágrima caliente. Se puso de espaldas a Griffin. Otra lágrima.

Sintió su mano en el hombro.

—Déjame ayudarte. Te he estirado muy fuerte. Tenía miedo de que te cayeras.

Jac se levantó, ignorando su mano. Se limpió las suyas por detrás del pantalón vaquero y empezó a caminar hacia la casa.

33

21.15 h

Cada vez que iba a París, Malachai se alojaba en la misma suite. En aquel apartamento recargado se encontraba a gusto. Las cortinas de brocado, rojas y doradas, a juego con la colcha, evocaban los tiempos de los reyes y las reinas. El candelabro de cristal estaba siempre reluciente, y la ropa de cama, de buena calidad francesa, siempre planchada.

Abrió la ventana y contempló los tejados y el campanario de la iglesia de Saint-Germain. La vista no había cambiado en siglos. La torre, una de las más antiguas de la ciudad, databa del siglo
X
. Miró su reloj: las nueve y cuarto. Después descorchó la botella de Krug que le esperaba (con un mensaje de bienvenida del hotel, apoyado en la cubitera plateada) y se sirvió una copa. Con el champán en la mano, abrió las puertas del pequeño balcón y salió en el mismo momento en que empezaban a sonar las campanas de la iglesia. Se apoyó en la baranda para impregnarse de sus sones: las mismas y etéreas campanadas que oían los parroquianos desde la Edad Media, y que habían oído en la Revolución. Bebió un poco del sedoso y chispeante vino y, con los ojos cerrados, trató de imaginarse que retrocedía en el tiempo, pero su imaginación no estuvo por la labor. ¡Cómo envidiaba a los niños con los que trabajaba, capaces de ir de una época a otra! También él quería ver, saborear y oír el pasado. Estar en él. Caminar por las calles y relacionarse con la gente. Descubrir esos secretos tan y tan esquivos.

La reverberación de las campanas desapareció. Subieron hacia él los ruidos de la calle. Se oyó el arrullo de una paloma. Malachai se sentó en una silla de hierro y sacó uno de sus dos móviles: uno para hacer llamadas y otro para recibirlas; así era más seguro y la pista, más difícil de seguir.

Por muy bonita que fuera la habitación, su principal motivo para reservar aquel derroche de suite era el balcón, que le permitía hablar con libertad, sin miedo a escuchas; y viajar con su propio nombre, cosa que prefería. Los alias eran una garantía de anonimato, pero no le granjeaban la atención ni el servicio de los que era objeto al registrarse con su propia identidad en los hoteles.

Marcó el número del móvil de Winston.

—Ya he llegado —le dijo al ex agente.

—Me alegro. ¿Qué tal el viaje?

—Tranquilo. Y dime, ¿todo bien en la oficina?

—Sí, todo en su sitio.

Antes del viaje, Winston le había hecho saber que no tenían nuevos datos sobre el caso. Los fragmentos de cerámica que habían desaparecido junto a Robbie L’Etoile carecían de importancia histórica o económica. Su valor estimado no superaba los cinco mil dólares. La policía francesa había facilitado la lista a la Interpol, pero al ignorar que pudieran ser instrumentos de memoria, no los había puesto en esa categoría. Nadie había dado las señales que habrían hecho vigilar a Malachai. Cada vez que salía del país, los de control de pasaportes avisaban a la brigada de delitos artísticos del FBI en Nueva York de que estaba de viaje, pero su relación con la familia L’Etoile le había permitido estar impunemente en París: había tratado a la hermana del desaparecido, y venía para asegurarse de que sobrellevase sin percances psicológicos el estrés de la desaparición.

—¿Alguna novedad de tu sobrino? —preguntó Malachai, usando la clave con la que se referían a Lucian Glass, el detective de la brigada de delitos artísticos que había llevado los dos casos anteriores de instrumentos de memoria, y que no solo había hecho peligrar la relación de Malachai con su familia, sino su prestigio dentro de la Phoenix Foundation.

—Tiene mucho trabajo, y menos tiempo que nunca para mí. Un nuevo trabajo y una nueva novia. No puedo hacerles competencia.

Malachai sonrió. Siempre era un alivio saber que no tenía a Glass pegado a sus talones, al menos de momento.

—Mejor para él.

Tras la llamada telefónica, el terapeuta volvió a la sala de estar y tomó asiento frente al antiguo escritorio. Le quedaban dos horas antes de la cita con el colega de Winston.

Con su Montblanc, y el elegante papel de cartas del hotel, escribió un mensaje a Jac para informarla de que estaba en París, y brindarle toda su ayuda.

No era el tono correcto. Rompió el papel y arrojó los trozos a la papelera de latón.

Se habían conocido siendo ella una adolescente desgarbada, y él uno de sus terapeutas; y aunque la diferencia de edad se mantuviera idéntica, ya no era tan importante como en aquellos años. Ahora Jac era una mujer hecha y derecha. Aun así, seguía estando sola, asustada y necesitada.

Repasó el segundo intento. Mucho mejor. Dobló la carta y la metió en un sobre. Después llamó a recepción y preguntó si el botones podía hacer una entrega el día siguiente a primera hora, no muy lejos de allí.

El recepcionista no vaciló.


Bien sûr
, doctor Samuels.

Todo tenía un precio; bueno, casi todo, porque a Robbie L’Etoile le había ofrecido más por los fragmentos de cerámica de lo que le pudiera dar cualquier otra persona en el mundo, y pese a necesitar el dinero (desesperadamente), el perfumista había rechazado la propuesta.

¿Por qué? ¿Qué pensaba hacer con ellos? ¿Lo sabía Jac? En cualquier caso, Malachai ya estaba en París. Había obtenido un préstamo de su banco en Nueva York, ofreciendo como aval su mitad del edificio de la Phoenix Foundation, para conseguir que L’Etoile le vendiera la vasija. Si aún estaba vivo. Y si aún tenía los fragmentos.

Miró su reloj. Tenía una reserva en el restaurante de abajo. Cerró el sobre y lo metió en el bolsillo de su traje de Savile Row.

Sí, era mucho mejor escribirle una carta que llamarla. Seguro que los teléfonos de Casa L’Etoile estaban pinchados, y a Malachai no le hacía ninguna falta anunciar así a la policía su llegada. Además, tenía que pensar en Jac. Con la entrega de la carta, le ahorraría los nervios que debía de pasar cada vez que sonaba el teléfono, en espera de noticias de su hermano.

Él nunca establecía una conexión personal con sus pacientes. Entonces, ¿por qué pensaba en Jac de esa manera? Casi con emoción.

Trató de entenderlo al salir de su habitación e ir al ascensor. Se engañaba tan poco sobre sus defectos como sobre sus virtudes: era muy consciente de ser un excelente terapeuta por la misma razón por la que dejaba mucho que desear como amigo o pareja, porque la empatía no era su fuerte. Escuchaba objetivamente a quienes acudían en busca de su ayuda, y navegaba por sus complejas aguas emocionales sin ahogarse jamás en ellas. Los años de autoanálisis habían puesto al descubierto sus tendencias narcisistas, trastorno psicológico que le protegía de compadecerse del prójimo.

El ascensor abrió sus puertas. Dentro había un hombre y una mujer. Malachai entró y se colocó a la izquierda, de espaldas a la pareja, que se reflejaba en el latón pulido. Se tocaban los brazos, muy pegados, e iban cogidos de la mano.

Apartó la vista hacia su propio reflejo: cincuenta y ocho años, y todavía en pos del mismo sueño. No se había casado nunca; tampoco tenía hijos, ni muchas relaciones estables en su vida. Su tía, codirectora de la Phoenix Foundation, tenía un hijo mayor. Malachai se tomaba en serio su relación con el joven, cuyo padre había muerto, pero no era lo mismo un primo que su propia descendencia.

Se abrió la puerta y salió la pareja. Malachai, que de repente sentía cansancio, se apeó en el vestíbulo, de un art nouveau teatral, y contempló la exquisita decoración de soles del suelo de mármol, el friso griego en las alturas, las telas suntuosas, los sillones opulentos, y las lámparas, de luz tenue y cálida. El hotel era un lugar romántico. Supuso que siempre lo había sabido, pero nunca se había encontrado fuera de lugar. Hasta esa noche.

34

22.05 h

Volvieron por el mismo camino: no por el taller, sino por las cristaleras de la sala de estar de la vivienda. En las ventanas que daban al patio había cortinas de seda Jacquard con estrellas y lunas blancas, y soles dorados, motivo creado a principios del siglo
XIX
por los bisabuelos de Jac, y que se repetía por toda la sala. El techo, de un azul nocturno, llevaba pintadas estrellas de oro, y la moqueta dorada, signos del zodíaco tejidos. El mobiliario era una mezcla bien distribuida de piezas de distintas épocas, a la vez clásica y cómoda.

Antes de que Jac pudiera decir algo, Griffin le preguntó dónde estaba el bar.

—Ahora no sé si estará muy bien surtido. Robbie solo bebe vino.

Jac apretó un panel de espejo, que al girar hizo aparecer una reluciente vitrina con vasos de cristal y decantadores antiguos que eran una pura maravilla.

—En esta casa, todo está escondido detrás de otra cosa —dijo Griffin mientras servía dos copas de brandy y le daba una—. Bebe, Jac. Es terapia de shock.

—Me encuentro bien.

—Estoy seguro de que sí, pero bebe.

Jac tomó un sorbo del líquido ambarino, que quemó su garganta. Nunca le había tomado gusto al coñac, ni siquiera cuando era tan añejo como aquel.

—¿También hay un equipo de música, detrás de estos espejos? —preguntó Griffin.

Jac señaló el panel del otro lado del bar.

—¿Quieres oír música?

Griffin sacudió la cabeza y se puso un dedo en los labios. Jac se acordó de lo que le había dicho en el restaurante: si estaban siendo vigilados por la policía, también era muy posible que hubieran puesto escuchas.

Cuando Griffin presionó la esquina superior derecha del espejo, basculó hacia fuera un equipo de música completo. Apretó el «Eject», y al ver que la bandeja estaba llena, la metió otra vez y le dio al «Play».

Siguió mirando el equipo en espera de los primeros acordes. La sala se llenó con los de la
Danse Macabre
de Saint-Saëns.

Jac la reconoció.

—Muy buena elección —dijo, rezumando sarcasmo; y se sentó en el sofá con la copa en la mano.

Griffin acercó una silla y se sentó delante.

—Ya sé las ganas que tienes de encontrarle —dijo con suavidad—, pero créeme: tenemos que hacerlo bien.

—No soporto la idea de que esté allá abajo, solo y asustado.

Griffin bebió un poco de su copa de coñac.

—Tenemos que esperar. No hay alternativa.

—Tú no lo entiendes.

No había querido ser tan dura. Griffin dejó la copa en la mesita de centro, entre los dos, y se levantó.

—Si quieres, vuelvo a mi hotel.

Jac tuvo ganas de decirle que sí, que sería mucho mejor que se marchara, pero al final sacudió la cabeza y se frotó las muñecas.

—No, perdona.

—Puede que no esté tan preocupado como tú… —La voz de Griffin era grave y bondadosa; y aunque no se tocaran, Jac se sintió abrazada—. Pero yo también quiero encontrar a Robbie. No te pelees conmigo, por favor, que aquí no soy yo el enemigo.

Ella cerró los ojos.

—¿Sabes algo de ese túnel? —preguntó él.

—Era otra de las leyendas estrambóticas de la familia, que parece que las coleccionara como quien colecciona perros de porcelana. ¿Te suenan de algo las
Carrières de Paris
? —Al darse cuenta de que lo había dicho en francés, se corrigió y dio su nombre en inglés—. ¿Las canteras de París?

—Sí —dijo Griffin—. La ciudad está construida sobre minas que en algunos casos se remontan al siglo
XIII
, ¿no? Las piedras con las que se construyó París vienen de esas canteras, y la red de túneles y cuevas vacías que dejaron acabó por convertirse en las catacumbas. Eso lo saben la mayoría de los arqueólogos.

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