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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (30 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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No podía correr ni un solo riesgo.

Llevaba dos noches logrando no escaparse con los otros alumnos, pero aquello no era una salida clandestina: aquella excursión la había organizado la embajada. El hijo del embajador de China invitaba a los artistas a salir por la ciudad. Habían cenado en un pub típico, y ahora disfrutaban de un club privado.

Bueno, casi todos, porque Xie tenía la cabeza en otra parte. Acusaba mentalmente el peso del aparato electrónico de ciento cincuenta gramos que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. Para él era como llevar una pistola cargada. El teléfono era de contrabando. Ningún otro alumno tenía móvil. Si se lo encontraban, habría mordido el polvo, por usar una de las expresiones coloquiales que había aprendido Cali viendo viejas películas americanas por internet.

Aun así, le daba tanto miedo quitárselo de encima como conservarlo.

Engulló su cerveza, mientras sonaba a todo volumen una canción de los Rolling Stones. Aquella la conocía:
I can’t get no… satisfaction…

¿En el aeropuerto controlaban los móviles? ¿Había que ponerlos en la bandeja, con las llaves y la calderilla? Otra pregunta que debería haberse acordado de hacer. Pero le habían pegado un susto tan grande en el lavabo, al taparle la boca con la mano, decirle que no hablara y llevárselo a uno de los váteres cerrados…

—Estoy de tu lado —le había dicho el desconocido, poniéndole un teléfono en la mano—. Si surge una emergencia, este móvil está preconfigurado para que puedas pedir ayuda rápidamente. Busca en los contactos, y en función de donde estés pulsa Londres, París o Roma.

—Pero si no…

—No hay tiempo de hablar. Esconde el teléfono, y ten cuidado. A lo largo del viaje habrá otros como yo que te irán ayudando. Ahora lávate las manos y procura limpiarte un poco la camisa de vino tinto, para que parezca que has venido por algo.

Y entonces el hombre salió del váter y dejó solo a Xie.

Incluso ahora, en una sala a reventar de gente, humo, música y alcohol, Xie tenía la sensación de que el teléfono absorbía todo el aire del espacio. Podía salvarle la vida, lo sabía, pero también podía ser la causa de que le mataran antes de llegar a París. Si su compañero de habitación le espiaba, y encontraba el móvil… Si lo descubrían en el control del aeropuerto, y alguien de la facultad se fijaba…

—Te veo muy serio —dijo Lan, poniéndose a su lado; en alguien tan callado no cuadraba aquella coquetería, pero bueno, tampoco cuadraban las tres cervezas que se había tomado.

—No, es que miro, y escucho.

Lan se acercó unos centímetros más, hasta que Xie sintió el olor de su pelo, que le recordó una fruta, sin saber exactamente cuál.

Los altavoces derramaron los acordes de otra canción de los Beatles,
Here Comes the Sun
. Aquella también la conocía. Y le gustaba. Cali habría querido saber si el consulado había pedido al club que pusieran algunas canciones antiguas, para que los estudiantes se encontraran más a gusto, o era una mezcla habitual. Xie se sorprendió de tener tan interiorizado el talante inquisitivo de su amiga. Siempre imaginaba cómo reaccionaría a lo que estaba viendo, y las preguntas que haría. Era la primera vez en dos años que pasaban una etapa de separación. Durante mucho tiempo, Xie no había tenido ningún amigo íntimo; y solo ahora, en vísperas de perder a Cali, entendía la importancia que había adquirido en su vida.

Echaría de menos a su amiga, a pesar de la certeza absoluta de haber emprendido el camino que le correspondía seguir.

—Creo que me gustaría bailar —dijo Lan con timidez.

Xie reconoció la cerveza en su aliento.

—Contigo —dijo ella, bajando aún más la voz—. Nunca he bailado con nadie.

A Xie no le molestaba bailar, pero Lan estaba medio borracha. ¿Y si se arrimaba demasiado y palpaba el teléfono? ¿Y si él resbalaba, o se agachaba, y se le caía del bolsillo? Pero ¿qué razón podía dar para no bailar con ella? ¿Y si le decía que no, y ella montaba una escena? Cuando estaba sobria era una chica bastante sensata, pero ¿y medio borracha?

Fuera cual fuese su elección, podía ser la equivocada. Por lo tanto, haría lo que siempre había hecho: tomar el camino de la menor resistencia. Evitar llamar la atención. Consentir.

Al seguir a Lan a la pista de baile, se sintió observado por Ru Shan. ¿Eran imaginaciones suyas, o siempre le miraba? Como calígrafo era de los mejores, un prodigio elegido por sus obras cuando solo tenía doce años. Xie le admiraba desde mucho antes del viaje, y se lo dijo así cuando les asignaron la misma habitación de hotel. Shan asintió con la cabeza, pero no reaccionó al comentario. Cali siempre pedía a Xie que describiera las cosas con mucho más detalle de como le salía a él por naturaleza. Le pareció oírla preguntar por Shan. Delgado, bajo, ágil, con manos llenas de elegancia, incluso cuando abrían una puerta, o sostenían un vaso; ojos pequeños, en los que ardía el fuego de la inteligencia. Y aficionado a hablar; no de arte (como le habría gustado a Xie), sino de mujeres, de las más pornográficas maneras.

—Ya me dijeron que eras muy callado —se había quejado Shan al ver que Xie no participaba mucho en la conversación escatológica y unilateral sobre la chica británica con quien había ligado la primera noche en el bar del hotel.

«¿Quién te lo dijo?», había tenido ganas Xie de preguntar. ¿Sería un desliz de Shan, o solo se refería a los conocidos que tenía entre los alumnos del viaje? Sin embargo, no se lo podía preguntar; lo único que podía hacer con sus sospechas era sufrirlas.

Al empezar a bailar con Lan, maniobró para tener a Shan de cara.

Lan se arrimó más. Xie tuvo una vaga percepción de muslos y pechos apretados contra él, pero de lo que era más consciente era del teléfono: la cabeza de Lan quedaba justo a su altura, y se lo clavaba en el pecho.

Lan le miró. Tenía los ojos entornados.

—Bailas bien —dijo, sonriendo—. Bueno, al menos a mí me lo parece, aunque al no haber bailado nunca…

Se le escapó una risita.

—Gracias —dijo él.

Dio un giro, esperando distraerla con sus constantes movimientos. ¿Sentiría Lan el rectángulo de plástico? Y, de ser así, ¿le preguntaría por él? ¿Y él qué diría?

Al levantar la vista, vio que Shan también había hecho girar a su pareja de baile, y volvía a estar frente a él. Simple coincidencia. ¿O acaso le vigilaba su compañero de habitación?

Eso Xie no lo sabía.

37

París

23.15 h

Era una especie de ritual. Durante su primera noche en París, Malachai siempre iba al bar Hemingway del hotel Ritz. Le había llevado su padre al cumplir los dieciocho años, para que se bebiera la primera copa y se fumara el primer puro: uno de los pocos buenos recuerdos que tenía Malachai de aquella figura distante, que siempre encontraba defectos a su hijo pequeño. Aquella noche, por alguna razón, su padre se resistió a invocar el nombre sagrado de su otro hijo, muerto antes de tiempo; al menos hasta que llegó la hora de marcharse: «A tu hermano le habría gustado».

Esta noche el bar no estaba tan concurrido como de costumbre. La recesión, pensó Malachai al entrar tranquilamente en la sala, con su revestimiento de madera. Era pequeña, acogedora y con ambiente de club elegante. En las estanterías había ejemplares de las novelas de Hemingway, y en las paredes, recortes de prensa y fotos de «Papá», como llamaban al escritor: una especie de santuario, no solo en honor del personaje en sí, sino de su afición al buen beber. Colin Field, el jefe de camareros, que llevaba más de dos décadas en el local, era famoso por sus creaciones, entre ellas un cóctel hecho a base de un coñac excepcional cuyo precio superaba el que pagaba la mayoría de la gente por toda una comida en un restaurante de tres estrellas.

Tomó asiento en uno de los taburetes de cuero negro, y saludó a Field.

—Qué alegría verle, doctor Samuels.

—Lo mismo digo, Colin.

—¿Qué le sirvo?

—He empezado con un Krug en mi hotel —dijo Malachai—, así que lo dejo en tus manos.

Al cabo de unos minutos, el barman le puso delante una copa flauta que Malachai se llevó a los labios para probar la combinación.

—Zumo de uva, champán y… no sé qué más.

Field sonrió.

—Un chorro de ginebra.

Le sirvió una bandejita de aceitunas, frutos secos y patatas chips.

—¿Qué le trae a París? ¿Trabajo o placer?

Con los años, Malachai había descubierto que Field era un hombre muy leído, que además de hacer un seguimiento de las preferencias de su clientela en materia de bebidas, también la seguía en la prensa.

—Un cliente.

—¿Un niño?

—Una niña con recuerdos raros.

—¿Recuerdos de una vida anterior? —preguntó Field.

—Ella cree que no… pero yo sí.

—Hace un par de semanas me acordé de usted al leer sobre la ley china que prohíbe la reencarnación. ¿Qué le pareció?

—Es una ley absurda, pura postura política, y un abuso de poder. —Malachai comió unos cuantos frutos secos—. Es una tragedia lo que está pasando con el Tíbet y sus tradiciones, y no hace más que empeorar.

Malachai se acabó la copa, pagó a Field y se fue. Al recorrer el largo pasillo lleno de vitrinas, examinó la exposición de antigüedades, porcelanas y accesorios de moda. Había corbatas de seda y gemelos de oro, teléfonos de última generación, y relojes y plumas de las mejores marcas; también joyas, pañuelos, ropa interior y guantes.

Se paró ante una colección de pulseras de oro y oro blanco o platino, supuso. Algunas tenían diamantes, y otras no. Se fijó en una de la estantería de abajo: eslabones de oro ennegrecido, sin piedras preciosas; solo grandes eslabones, de casi cinco centímetros de anchura. Se la imaginó perfectamente en la muñeca de Jac, acentuando su finura.

Al cruzar el vestíbulo, reconoció un olor que no había percibido antes. Se detuvo a olfatear. Era especiado, cálido. Acogedor. ¡Ja! Tenía razón ella: cuanto más se pensaba en los olores, más se formaba uno un vocabulario.

—¿Están quemando incienso? —preguntó al portero.

—No, monsieur, es el perfume del hotel. Se llama Ambre, y se puede comprar en la galería en horario diurno.

Le dio las gracias y salió con pasos largos.


Un taxi?
—le preguntó otro portero.

—Me parece que tenía que venir un coche a buscarme…

Dicho y hecho: se acercó un Mercedes con las ventanas tintadas. El portero se asomó, preguntó al conductor a quién venía a buscar y se giró de nuevo hacia Malachai.

—¿El doctor Samuels?

No se dijeron nada hasta haber salido de la place Vendôme y haber girado a la derecha por la rue de Rivoli.

—Gracias por la prontitud, Leo.

Malachai miró por el retrovisor y se encontró con los ojos del chófer. Llevaba uniforme negro, camisa blanca y una gorra negra de chófer por cuya parte trasera sobresalía un pelo abundante y ondulado. Era un hombre con gafas, que aparentaba poco más de treinta años, aunque no se podía asegurar.

—No hay de qué, señor —contestó con acento italiano.

—Winston te pone por las nubes. ¿Trabajasteis juntos en la Interpol?

—Sí.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando por tu cuenta?

—Unos años.

No era muy hablador, el tal Leo. Mejor para Malachai. A él no le hacía falta conversación, sino resultados.

—¿Has conseguido nuevos datos?

—Sí, un poco más de lo que le comunicamos esta mañana a Winston.

Malachai tuvo la esperanza de que hubieran conseguido localizar a Robbie.

—¿Sobre L’Etoile?

—No. La policía sigue sin tener pistas sobre su paradero, y están…

—¿Cuál es la novedad? —le interrumpió.

—Han identificado al hombre que apareció muerto en la tienda de perfumes de la rue des Saints-Pères. Era músico de jazz, no reportero; un músico respetado.

—¿Y se hizo pasar por reportero? ¿Por qué?

—Empieza a parecer que lo compaginaba con otra profesión.

Malachai lo entendió.

—¿Para quién trabajaba?

—Para la mafia china de aquí.

Qué extraño que momentos antes Colin Field hubiera sacado a colación la noticia de prensa sobre que el gobierno chino declaraba ilegal cualquier reencarnación no autorizada…

—Es una muy mala noticia para nosotros —dijo, hablando solo, más que con el espía—. Eso quiere decir que saben qué encontró L’Etoile. Supongo que ahora no repararán en medios para conseguirlo.

38

Viernes, 27 de mayo, 8.30 h

Por la mañana, justo en el momento en que salían Jac y Griffin, el botones del hotel entregó la carta de Malachai Samuels en la vivienda de L’Etoile Parfums. Jac cogió el sobre, lo abrió y echó un vistazo a la carta, que explicó a Griffin mientras ejecutaba la maniobra de sacar del patio el Citroën de Robbie, y meterse por la rue des Saints-Pères.

—Según él, la cerámica es auténtica, y la fragancia también —dijo—. Es un científico muy bueno, pero… Qué especie más triste y desesperada somos, ¿verdad?

—¿Por buscar algo en que creer?

Jac asintió con la cabeza.

—A las religiones ajenas las llamamos mitología.

—Ah, tu viejo amigo Joseph Campbell.

Jac se rió; no una risa de alegría, sino de derrota.

—Lo último que se pierde es la esperanza —dijo Griffin; el derrotado ahora era él.

La mañana era nublada, y un poco demasiado fría para ser de finales de mayo, pero a París le sentaba bien la melancolía; llevaba los cielos grises con la despreocupación de una francesa vestida de alta costura. Jac bajó la ventanilla. El aire olía al río (que quedaba a una manzana), al tráfico de primera hora, a los cubos de rosas de delante de la floristería de la esquina y al pan recién hecho de la panadería de la calle.

Como distintos instrumentos que participasen todos en la misma sinfonía, los aromas creaban un olor único, distinto al de cualquier otra ciudad, e incluso al de la misma ciudad a cualquier otra hora del día.

—Nos sigue un coche azul oscuro. Se nos ha pegado al salir.

—¿La policía?

—¿Tan malos pueden ser vigilando? Tranquila, tenemos más de una hora para llegar a una tienda que está a cinco minutos, ¿no? Ya les despistaremos.

Jac torció a la izquierda en la siguiente esquina. El otro coche siguió recto.

—Bueno, ya se ha ido —dijo Griffin—. No veo que nos siga nadie más, al menos de momento. Da la vuelta a esta manzana. Despacio, sin prisa.

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