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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (29 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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—¿Te acuerdas de nosotros?

Griffin recorrió su cuello y su pecho con los labios, dejando besos en su piel como mensajes en un idioma que Jac ya no podía descifrar. Le estaba contando secretos de la piel. El cuerpo de Jac los entendía. Su cerebro no.

Jac quería utilizarle para olvidarse un momento de su hermano. No tenía nada de malo utilizar a Griffin, que le había hecho daño, y que se lo debía.

Ahora tenía sus labios en el hombro: el punto que Griffin había descubierto antes que nadie, cuando Jac tenía diecisiete años. Un leve mordisqueo llenó su espalda de intensos escalofríos.

Todo estaba a oscuras, una oscuridad suave y acogedora, no la fría negrura del túnel que llevaba al interior de la tierra, donde aguardaba Robbie. Aquella era una oscuridad hecha de sangre y deseo. Tuvo la seguridad de que, en caso de poder iluminarla, relumbraría de un marrón oscuro, y estaría imbuida de un olor a rosas, canela y almizcle.

Nunca había estado con nadie que incitase a su cuerpo a desprender aquel aroma como Griffin. Era como si él excitase una parte secreta de su ser, que se abría y florecía bajo sus dedos, lengua, dientes, labios y polla.

Desnudos ya, pasaron de la sala de estar al dormitorio de Jac y se acostaron en su cama de niña: blanda la colcha (de felpilla azul pastel) bajo el cuerpo de Jac, y rudo sobre ella el de Griffin.

Siempre habían tenido en cuenta la necesidad de no hacer ruido. Durante la universidad, y en el posgrado, compartían habitación con otros estudiantes, y no les sobraba espacio. En Grasse, en casa de la abuela de Jac, tenían que procurar hacer poco ruido, mientras el resto de la casa dormía. De día, Griffin se los llevaba a ella y Robbie de expedición a yacimientos arqueológicos, para buscar restos de los romanos y los cátaros. A la hora de comer se sentaban en la sombra, escondiéndose del fuerte sol provenzal. Ahí comían una miel que olía a lavanda, untada en baguettes rellenas con queso de cabra, y bebían un rosado afrutado. Cuando Robbie salía en busca de nuevos restos de épocas pretéritas, ellos dos, acostados en la hierba, exploraban sus cuerpos con algo de prisa, para haber terminado a su regreso.

Ahora ya no había necesidad de ser cautos. No había nadie en la casa, salvo los fantasmas de los L’Etoile que habían vivido en el mismo lugar durante casi trescientos años, y Jac no consideró que pudieran escandalizarse por lo que estaban haciendo ella y Griffin. Peores cosas habrían visto y hecho en tantos años, seguro.

De pronto floreció una imagen en su mente: una mujer y un hombre haciendo el amor en esa misma casa, en esa habitación, como si se superpusieran a ella. Ningún parecido en los olores: acres, punzantes, de sudor mohoso, polvos para la cara y cera de vela; olores que Jac no recordaba que hubiera mezclado su padre, y combinaciones con las que ella y Robbie nunca habían jugado. Olores anticuados, de otra época.

Ella (¿la protagonista de sus alucinaciones?) lloraba. Abrazada al hombre, dejaba correr las lágrimas sobre su hombro, y le bañaba la piel en llanto. A la vez que entraba en ella, y la llenaba de un modo que también esa mujer había olvidado que fuera posible (como había olvidado Jac que solo podía llenarla Griffin), el hombre en penumbra susurraba que lo sentía, lo sentía muchísimo; que nunca había sido su intención hacerla sufrir.

A menos que lo estuviera diciendo Griffin, al penetrarla… Jac era incapaz de separar la imagen, los olores, las palabras.

Oyó un grito lejano, seguido por un ruido desgarrador de madera astillada y pasos pesados; también por otro olor, que de repente lo vencía todo: el del miedo, filtrándose bajo la puerta, por los resquicios de la ventana. Un disparo de arma de fuego. La embestida del pánico tuvo más fuerza que las del hombre: miedo a que fuera la última vez. ¿Estarían a punto de volver a perderse, ahora que se habían reunido?

—No, ahora que por fin he descubierto que estás vivo, no —sollozó Marie-Geneviève.

¿O Jac? ¿Era ella quien lloraba? ¿Suyas sus lágrimas, o de otra? ¿Propias o ajenas, las palabras? Sentía dentro de ella a Griffin. Porque era Griffin, ¿verdad? No Giles.

Volvió a extraviarse, mecida por nuevas oleadas sensitivas. La envolvieron aromas: rosas, canela y almizcle. Probó el sabor salado de sus propias lágrimas, y la dulzura de los labios de él. No había espacio entre sus cuerpos, ni modo de saber dónde empezaba el uno y terminaba el otro. El tacto de Griffin, sus olores, eran una droga. Eso, y mucho más, habían sido en otros tiempos el uno para el otro: habían creado un mundo a partir de sus cuerpos, y sin embargo lo habían abandonado. Él lo había abandonado. Era él quien había renunciado a todo aquello, quien se había desprendido de eso y de ella, de esa magia que era más alquímica que cualquier fragancia urdida por cualquier perfumista. Era el olor de los secretos, y olerlo era vivir eternamente.

Jac levantó las caderas y acompasó sus movimientos a los de Griffin, clavando en él sus huesos y haciendo chocar la carne de sus cuerpos. Tenía la cara escondida en su cuello. La boca de él regresó a su hombro, justo a aquel punto. Jac tuvo un estremecimiento eléctrico. Los dedos de Griffin se clavaban con fuerza en su piel. Jac le rodeaba a él, pero Griffin estaba en todas partes. No había memoria, y sin embargo todo era memoria.

—¿Estás llorando? —susurró él.

Jac no estaba segura. Tampoco quería saberlo. ¿Sería otra crisis psicótica? ¿Qué otra cosa, si no? Qué extraño semisueño, de estremecedora belleza, con el verde acíbar de la pena… Otra época, lejana; una mujer y un hombre en esa habitación. Amor perdido. Amor hallado. Amor consumado. La triste marea que se henchía al hacer frente a algún tipo de enorme terror…

Tuvo un escalofrío. Al confundirlo con pasión, Griffin volvió a deslizarse en su interior, y ella a extraviarse. Ahora todo estaba aún más oscuro, y blando. Los olores se igualaban en un solo aroma común, aroma de suspiros, más cálido y sensual. Estaba recorriendo el laberinto. En el centro estaba él, con los brazos extendidos. Se movían al unísono, amantes avezados que podrían haber estado cientos de años bailando de aquel modo.

Jamás volvería a haber tristeza; nunca más añoranza, porque no se separarían de nuevo. Aquel acto sellaba sus destinos. Eran dos pobres mitades que se unían, formando un todo en el que no quedaba lugar para el aire, el fuego, el olor o el hedor, el agua, la respiración… Estaban juntos. Sin pensamiento, ni sabiduría, ni palabras. Estaban juntos. Como lo habían estado siempre, pensó Jac en un momento de claridad, abrumada por el don del olvido, del que solo una explosión tan profunda y dolorosa podía hacer entrega.

35

Del otro lado de la rue des Saints-Pères, dentro del patio del complejo de apartamentos del siglo
XIX
, un castaño proyectaba su sombra en el Smart azul marino. La plaza de aparcamiento la había conseguido William del portero: trescientos euros a cambio del código numérico que usaban los vecinos para abrir el portón de madera. Dado que solo dos familias tenían coche, había tres plazas en desuso.

Pese a la intimidad que le brindaba el árbol, Valentine tenía las luces apagadas y las ventanillas cerradas. El dispositivo electrónico de escucha estaba modificado para que no se iluminasen los pilotos. Los auriculares eran de última tecnología. Nadie podía oír lo que escuchaba Valentine, ni tan siquiera William cuando estaba en el coche con ella. Le habían enseñado a tomar todas las precauciones posibles.

En todo el tiempo que llevaba ahí sentada, no había entrado ni salido nadie. Al parecer se quedarían todos a pasar la noche.

Cambió de postura y arqueó la espalda, estirando las piernas. Corría diez horas por semana, y practicaba artes marciales otras cinco. Su alimentación era macrobiótica, con suplementos vitamínicos. Bajo la tutela de François, había hecho de su cuerpo un instrumento que nadie podía arrebatarle. Su único vicio eran los cigarrillos, de los que solo se permitía ocho al día.

Cuatro horas dentro del coche no eran nada. Su récord eran nueve. La diferencia era que entonces había tenido éxito, mientras que de momento aquella noche estaba siendo todo lo contrario.

Después de la cena en el Café Marly, Valentine había seguido a Griffin North y Jac L’Etoile hasta la mansión. Durante diez minutos les había oído claramente; después, nada. Al cabo de una hora, algunas frases, y luego Griffin había encendido el equipo de música. Desde entonces, solo fragmentos intermitentes de conversación. Nada de valor, al menos en la primera escucha. Más tarde, cuando pudiera volver a reproducirlo, tal vez surgiera alguna pista.

Dentro del coche hacía calor y había poco espacio para moverse, pero Valentine estaba entrenada para no dejarse distraer por eso; ella se limitaba a escuchar. El hecho de que solo hablaran en inglés le estaba exigiendo concentrarse más que de costumbre, y también estaba resultando más frustrante. Se le escapaban los matices.

Lo que sí había entendido era que hacían el amor, y sin saber por qué, le había incomodado. Hacía cuatro años que no estaba con un hombre; y desde que François la había recogido de la calle y la había llevado al hospital, no había habido ningún otro aparte de él.

El golpe en la ventana la sobresaltó. Puso instintivamente la mano en el cuchillo. Al igual que los soldados de la Policía Armada Popular de China, estaba formada en muchas técnicas para matar: a tiros, a cuchillo, cuerpo a cuerpo… Ella prefería los cuchillos a las armas de fuego, como François. El cuchillo mariposa que llevaba en la cintura se lo había regalado él para celebrar su ingreso en la Tríada. La hoja tenía grabados dibujos muy bonitos de dragones, y la espiga de acero estaba envuelta en tiras de cuero ablandadas por años de uso.

Antiguamente, aquel tipo de cuchillos gozaba del favor de los monjes, que lo llevaban por debajo de la túnica y solo afilaban la punta, a fin de poder usarlo como autodefensa sin causar la muerte.

La cuchilla del de Valentine estaba afilada hasta la empuñadura.

Aflojó los dedos al ver que era William, y abrió la puerta.

Una vez dentro, él le ofreció uno de los dos vasos de cartón con té muy caliente. Ella le dio las gracias. La noche estaba siendo larga, y se agradecía beber algo. Cuando abrió el té, se empañaron los cristales.

—¿Qué, mucho movimiento? —preguntó él.

Valentine le puso al corriente entre sorbos. Se le hacía extraño estar con William, pero sin François. Le incomodaba ser dos, y no tres. Se preguntó si no habría hecho mejor en incorporar a una tercera persona. El equipo tenía cuatro miembros más. Podía recurrir a cualquiera.

—¿Dónde creen que está Robbie L’Etoile? —preguntó William—. ¿Lo han dicho?

Estaba nervioso y con ojeras.

—No, pero en un momento dado me ha parecido que salían a buscarle.

—Al venir hacia aquí se lo he preguntado a nuestros hombres, y desde que han vuelto ellos dos de cenar no ha salido nadie de la casa.

—Pues se han marchado. Deben de haber usado otra entrada.

—Solo hay dos, y las tenemos cubiertas. Yo sé poner vigilancia.

—Ya, pero se han ido.

—No hay ninguna otra salida —dijo William—. Estoy seguro.

—Imposible. Por lo que decían, está claro que han ido a buscarle a algún sitio. Tienes que encontrarlo.

—François no discutiría conmigo. Ya te he dicho que sé hacer mi trabajo, Valentine.

El estrés. La tristeza. El luto. Valentine los conocía de primera mano.

—Yo también le echo de menos.

—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó William.

—Que no es fácil hacer bien el trabajo cuando se piensa en otra cosa. La emoción es un estorbo, pero nadie aceptará echar de menos a François como excusa de un desliz.

—¿Cómo te atreves a decirme eso? Yo no he tenido ningún desliz.

—Pues entonces, ¿adónde han ido?

—Tú no tienes ni idea de lo que siento. ¿Qué sabes tú de querer a alguien? Una puta callejera de tres al cuarto… Si no te hubiera salvado François… estarías muerta. Ya me dijo que estás lisiada emocionalmente, que eres una sociópata con…

Valentine le escupió a la cara el resto de té. Él tosió y farfulló.

—Estás mal de la cabeza, ¿lo sabías? —gruñó.

Valentine sacó los cigarrillos de su mochila, extrajo uno y lo encendió.

—Es tarde. ¿Por qué no te vas a casa, William? Llora sobre tu almohada, yo me las arreglo perfectamente sola. No pienso dejar que tus reacciones emocionales obstaculicen el éxito de esta misión.

William se limpió el resto del té.

—Si hay alguna salida —dijo finalmente él con firmeza—, la encontraré.

—Estamos perdiendo el tiempo. Mejor que vayamos por la hermana del perfumista. Seguro que así aparece L’Etoile. Haría cualquier cosa por salvarla.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó William.

—¿No es así como funcionan las familias? ¿Qué pasa, que tampoco sé cómo reaccionan las familias a las situaciones?

—Aunque fuera la solución correcta, no podríamos coger a su hermana. La policía la tiene vigilada las veinticuatro horas del día.

—¿Desde cuándo eso es un problema? —Valentine le miró. William estaba de perfil, mirando hacia delante. Nariz prominente. Barbilla retraída. Cierto exceso de peso a causa del paso de los años. François era delgado. Cultivaba el hambre—. Hablas como un cobarde.

Inhaló, llenando los pulmones de humo.

—Vete a la mierda. —William dio un puñetazo en el salpicadero—. Te pasas de la raya.

—Tenemos esperando a gente a quien no le gusta esperar. —Valentine exhaló—. Cuanto más tiempo ande suelta la cerámica, más posibilidades habrá de que no caiga en buenas manos. Nuestros jefes nos harán responsables de nuestros errores.

El coche se había llenado de humo; un humo azul, el color de la música de François.

36

Londres

22.00 h

Durante la última hora, Xie había reconocido una balada de los Beatles y una canción de Green Day, pero aparte de eso, nada. No tenía ni idea de qué estaba poniendo el DJ. La música occidental entraba en China, pero con retraso. Seguro que lo que sonaba tan fuerte por los altavoces era nuevo. Agradeció el volumen ensordecedor de la música, que le permitía no tener que dar conversación; podía quedarse sentado, bebiendo cerveza y esforzándose por parecer tranquilo. Aquella cerveza fría era mejor que la Yanjing. Otra botella le habría ayudado a serenarse; con todo, hizo el esfuerzo de ir paso a paso y ser disciplinado. Más que esa botella no podía permitirse.

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