El libro del día del Juicio Final (82 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—¿Estás enferma? —preguntó.

—No —Kivrin retiró la mano y la miró, como si esperara encontrarla cubierta de sangre—. Me dio una patada. —Intentó abrir la puerta de la iglesia, dio un respingo, y dejó que lo hiciera Colin—. Creo que me rompió algunas costillas.

Colin abrió el pesado portón de madera, y entraron juntos. Dunworthy parpadeó contra la oscuridad, deseando que sus ojos se acostumbraran a ella.

Por las estrechas ventanas no entraba ninguna luz, aunque vio dónde se encontraban. Distinguió una forma baja y pesada a la izquierda (¿un cuerpo?), y las masas más oscuras de las primeras columnas, pero más allá estaba completamente oscuro. A su lado, Colin rebuscaba en sus abultados bolsillos.

Por delante, una llama aleteó, iluminando sólo a sí misma. Luego se extinguió. Dunworthy se dirigió hacia ella.

—Espere un momento —advirtió Colin, y sacó una linterna de bolsillo. Cegó a Dunworthy, haciendo que todo lo que rodeaba su difuso haz se volviera tan negro como cuando entraron. Colin apuntó con ella las paredes pintadas, las gruesas columnas, el suelo irregular. La luz reveló la forma que Dunworthy había confundido con un cuerpo. Era una tumba de piedra.

—Ella está allí —dijo Dunworthy, señalando hacia el altar, y Colin apuntó la linterna en esa dirección.

Kivrin estaba arrodillada junto a alguien que yacía en el suelo delante de la reja. Era un hombre, según vio Dunworthy mientras se acercaban. La parte inferior de su cuerpo estaba cubierta por una manta púrpura, y tenía las grandes manos cruzadas sobre el pecho. Kivrin intentaba encender una vela con un carbón, pero la vela se había consumido y no prendía. Pareció agradecida cuando Colin se acercó con la linterna. Los iluminó a los dos.

—Tienen que ayudarme con Roche —dijo ella, parpadeando ante la luz. Se inclinó hacia el hombre y le cogió la mano.

Cree que todavía está vivo, pensó Dunworthy, pero ella añadió, con aquella voz inexpresiva e indiferente:

—Murió esta mañana.

Colin iluminó el cuerpo. Las manos cruzadas estaban casi tan púrpuras como la manta, pero su rostro aparecía pálido y completamente sereno.

—¿Quién era, un caballero? —preguntó Colin, asombrado.

—No. Un santo.

Colocó la mano sobre la mano de él, ya rígida. Sus dedos eran callosos y ensangrentados, con las uñas negras de suciedad.

—Tienen que ayudarme.

—¿Ayudarte a qué? —preguntó Colin.

Quiere que la ayudemos a enterrarlo, pensó Dunworthy, y no podemos. El hombre al que había llamado Roche era corpulento. Aunque consiguieran cavar una tumba, los tres no serían capaces de levantarlo, y Kivrin nunca los dejaría ponerle una cuerda alrededor del cuello para arrastrarlo hasta el patio de la iglesia.

—¿Ayudarte a qué? —repitió Colin—. No nos queda mucho tiempo.

No les quedaba nada de tiempo. Ya era tarde, y les resultaría imposible encontrar el camino en el bosque después de oscurecer. No había forma de saber cuánto tiempo podría mantener Badri el intermitente en marcha. Había dicho veinticuatro horas, pero no parecía lo bastante recuperado para durar dos, y ya habían transcurrido casi ocho. Y el suelo estaba congelado, y Kivrin tenía las costillas rotas, y los efectos de la aspirina se estaban acabando. Empezó a tiritar de nuevo en la gélida iglesia.

No podemos enterrarlo, pensó, mirándola allí arrodillada. ¿Cómo voy a decírselo cuando he llegado tarde para todo lo demás?

—Kivrin —dijo.

Ella palmeó amablemente la mano rígida.

—No podremos enterrarlo —dijo con aquella voz tranquila, inexpresiva—. Tuvimos que poner a Rosemund en su tumba, después de que el senescal… —Miró a Dunworthy—. Intenté cavar otra esta mañana, pero el suelo está demasiado duro. Rompí la pala. Dije la misa de difuntos por él y traté de tocar la campana.

—Te oímos —asintió Colin—. Fue así como te encontramos.

—Deberían haber sido nueve golpes, pero tuve que parar. —Se llevó la mano al costado, como si recordara el dolor—. Tienen que ayudarme a tocar el resto.

—¿Por qué? —se extrañó Colin—. No creo que quede nadie vivo para oírla.

—No importa —dijo Kivrin, y miró a Dunworthy.

—No tenemos tiempo. Pronto oscurecerá, y el lugar de encuentro está…

—Yo la tocaré —dijo Dunworthy. Se levantó—. Quédate aquí. —Ordenó, aunque ella no hizo ningún ademán por levantarse—. Yo tocaré la campana.

—Está oscureciendo —insistió Colin y echó a correr para alcanzarlo. La luz de su linterna bailaba locamente sobre las columnas y el suelo mientras corría—. Usted dijo que no sabía cuánto tiempo podrían mantener la red abierta. Espere un momento.

Dunworthy abrió la puerta, parpadeó para protegerse del brillo de la nieve, pero había oscurecido mientras estaban en la iglesia, el cielo era gris y olía a nieve. Cruzó rápidamente el patio en dirección al campanario. La vaca que Colin había visto cuando entraron en la aldea se coló entre la valla y se dirigió hacia ellos., hundiendo las pezuñas en la nieve.

—¿Qué sentido tiene tocar la campana cuando no hay nadie para oírla? —preguntó Colin, y se detuvo para apagar su linterna. Luego corrió para volver a alcanzarlo.

Dunworthy entró en la torre. Estaba tan fría y oscura como la iglesia, y olía a ratas.

La vaca asomó la cabeza y Colin pasó por su lado y se apoyó contra la pared curva.

—Usted es el que no para de decir que tenemos que volver, que la red va a cerrarse y dejarnos aquí —insistió—. Usted es el que dijo que no teníamos tiempo ni para encontrar a Kivrin.

Dunworthy permaneció allí un momento, dejando que sus ojos se acostumbraran a la luz y tratando de recuperar el aliento. Había caminado demasiado rápido y la tensión en su pecho había vuelto. Miró a la cuerda. Colgaba por encima de sus cabezas en la oscuridad, y había un nudo de aspecto grasiento a un palmo del extremo deshilachado.

—¿Puedo tocarla yo? —preguntó Colin, contemplándola.

—Eres demasiado pequeño.

—No lo soy —replicó, y saltó hacia la cuerda. Cogió el extremo, bajo el nudo, y colgó de allí varios segundos antes de caer, pero la cuerda apenas se movió, y la campana sólo dobló débilmente, desafinada, como si alguien la hubiera golpeado con una piedra—. Sí que es pesada.

Dunworthy levantó los brazos y agarró la áspera cuerda. Estaba fría y resbaladiza. Tiró bruscamente hacia abajo, sin estar seguro de poder hacerlo mejor que Colin, y la cuerda le hirió las manos.
Bong
.

—¡Qué fuerte suena! —exclamó Colin, tapándose los oídos con las manos y mirando deleitado hacia arriba.

—Una —contó Dunworthy. Una y arriba. Recordando a las americanas, dobló las rodillas y tiró recto de la cuerda. Dos. Y arriba. Y tres.

Se preguntó cómo había podido tocar Kivrin con las costillas lastimadas. La campana era mucho más pesada, más fuerte de lo que había imaginado, y parecía reverberar en su cabeza, en su tenso pecho.
Bong
.

Pensó en la señora Piantini, doblando sus gruesas rodillas y contando para sí. Cinco. Desde luego, no había apreciado lo difícil que era. Cada tirón parecía arrancarle el aire de los pulmones. Seis.

Quiso detenerse y descansar, pero no quería que Kivrin, que estaría escuchando en la iglesia, pensara que se había rendido, que sólo pretendía terminar los golpes que ella había comenzado. Agarró con más fuerza la cuerda y se apoyó contra la pared de piedra un instante, tratando de aliviar la tensión del pecho.

—¿Se encuentra bien, señor Dunworthy?

—Sí —contestó él, y tiró con tanta fuerza que pareció que los pulmones se le abrían. Siete.

No tendría que haberse apoyado contra la pared. Las piedras estaban frías como el hielo. Ahora volvía a tiritar. Pensó en la señora Taylor, intentando terminar su
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, contando los golpes que le quedaban, intentando no ceder a las pulsaciones que sentía en la cabeza.

—Puedo terminarlo yo —dijo Colin, y Dunworthy apenas lo oyó—. Si quiere iré a buscar a Kivrin, y entre los dos daremos los últimos golpes. Los dos podemos tirar de la cuerda.

Dunworthy sacudió la cabeza.

—Cada hombre debe ceñirse a su campana —dijo sin aliento, y tiró de la cuerda. Ocho. No debía soltarla. La señora Taylor se había desmayado y la soltó, y la campana dio la vuelta, y la cuerda coleteó como un ser vivo. Se enroscó en el cuello de Finch y por poco lo estrangula. Tenía que aguantar, a pesar de todo.

Tiró de la cuerda hacia abajo y se agarró a ella hasta que estuvo seguro de que podría soportarla y entonces la dejó subir.

—Nueve —dijo.

Colin le miraba con el ceño fruncido.

—No tendrá una recaída, ¿verdad? —preguntó, temeroso.

—No —contestó Dunworthy, y soltó la cuerda.

La vaca estaba asomada a la puerta. Dunworthy empujó bruscamente al animal a un lado y regresó a la iglesia.

Kivrin seguía arrodillada junto a Roche, sosteniendo su mano rígida.

Dunworthy se detuvo ante ella.

—He tocado la campana —dijo.

Ella levantó la cabeza, sin asentir.

—¿No cree que deberíamos irnos ya? —intervino Colin—. Está oscureciendo.

—Sí —concedió Dunworthy—. Creo que será mejor… —El mareo lo cogió completamente desprevenido; se tambaleó y estuvo a punto de caer sobre el cuerpo de Roche.

Kivrin extendió la mano y Colin se abalanzó para sujetarlo. La linterna destelló errática por el techo cuando le agarró la mano. Dunworthy detuvo su caída con una mano, apoyándose en una rodilla, y extendió la otra mano hacia Kivrin, pero ella estaba en pie, retrocediendo.

—¡Está enfermo! —Era una acusación—. Tiene la peste, ¿verdad? —preguntó, y por primera vez su voz mostró alguna emoción—. ¿Verdad?

—No, es…

—Tiene una recaída —explicó Colin, y apoyó la linterna en el codo de la estatua para poder ayudar a Dunworthy a sentarse—. No prestó atención a mis carteles.

—Es un virus —dijo Dunworthy, quien se sentó de espaldas a la estatua—. No es la peste. Los dos hemos recibido estreptomicina y gammaglobulina. No podemos contraer la peste.

Apoyó la cabeza contra la estatua.

—Es un virus. Me pondré bien. Sólo necesito descansar un momento.

—Le advertí que no tocara la campana —le regañó Colin, vaciando el saco de arpillera en el suelo. Cubrió con el saco vacío los hombros de Dunworthy.

—¿Quedan aspirinas?

—Se supone que tiene que tomárselas cada tres horas —dijo Colin—, y siempre con agua.

—Entonces ve a buscar agua —replicó Dunworthy.

Colin miró a Kivrin en busca de apoyo, pero ella se encontraba al otro lado del cuerpo de Roche, observando a Dunworthy recelosamente.

—Vamos —ordenó Dunworthy, y Colin se marchó corriendo. Sus botas resonaron sobre el suelo de piedra. Dunworthy miró a Kivrin, que retrocedió un paso—. No es la peste —aseguró—. Es un virus. Temíamos que hubieras quedado expuesta a él antes de atravesar. ¿Lo contrajiste?

—Sí —contestó ella, y se arrodilló junto a Roche—. Él me salvó la vida.

Alisó la manta púrpura y Dunworthy advirtió que se trataba de una capa de terciopelo. Tenía una gran cruz de seda bordada en el centro.

—Me dijo que no tuviera miedo —añadió ella. Le subió la capa hasta el pecho, sobre las manos cruzadas, pero la acción dejó sus pies descubiertos. Roche calzaba unas sandalias bastas e incongruentes. Dunworthy se quitó el saco de arpillera de los hombros y lo extendió amablemente sobre los pies, y entonces se levantó, con cuidado, aferrándose a la estatua para no caer otra vez.

Colin volvió con un cubo medio lleno de agua que debía de haber encontrado en un charco. Respiraba entrecortadamente.

—¡La vaca me atacó! —protestó y sacó un sucio cazo del cubo.

Depositó las aspirinas en la mano de Dunworthy. Quedaban cinco tabletas.

Dunworthy tomó dos de ellas, tragando la menor cantidad de agua posible, y tendió las otras a Kivrin. Ella las cogió con solemnidad, todavía arrodillada en el suelo.

—No he encontrado ningún caballo —informó Colin, mientras tendía el cazo a Kivrin—. Sólo una muía.

—Un burro —rectificó Kivrin—. Maisry robó el pony de Agnes. —Le devolvió el cazo y volvió a coger la mano de Roche—. Él tocó la campana por todos, para que sus almas pudieran ir seguras al cielo.

—¿No le parece mejor que nos vayamos? —susurró Colin—. Fuera está casi oscuro.

—Incluso por Rosemund —prosiguió Kivrin, como si no lo hubiera oído—. Ya estaba enfermo. Le dije que no nos quedaba tiempo, que debíamos marcharnos a Escocia.

—Tenemos que irnos ahora, antes de que se haga de noche —dijo Dunworthy.

Ella no se movió ni soltó la mano de Roche.

—Me sostuvo la mano mientras yo me estaba muriendo.

—Kivrin —insistió él amablemente.

Ella colocó la mano sobre la mejilla de Roche, lo miró un largo instante, y entonces se puso de rodillas. Dunworthy le ofreció la mano, pero ella se levantó sola, sujetándose el costado, y recorrió la nave.

Se volvió en la puerta y contempló la oscuridad.

—Cuando ya agonizaba, me dijo dónde estaba el lugar de recogida para que pudiera volver al cielo. Me dijo que quería que lo dejara y me fuera, para que cuando él llegara yo ya estuviera allí —dijo, y salió a la nieve.

36

La nieve caía silenciosa, pacíficamente sobre el caballo y el burro que esperaban junto al vallado. Dunworthy ayudó a Kivrin a montar en el caballo; ella no se apartó ante su contacto como había temido, pero en cuanto estuvo sentada a lomos del animal, se retiró de él y agarró las riendas. Cuando Dunworthy apartó las manos, Kivrin se desplomó contra la silla, sujetándose el costado.

Dunworthy tiritaba, apretando los dientes para que Colin no se diera cuenta.

Subió al burro al tercer intento, y pensó que se resbalaría de un momento a otro.

—Será mejor que guíe su muía —apuntó Colin, mirándolo con aire de desaprobación.

—No hay tiempo. Está oscureciendo. Monta detrás de Kivrin.

Colin condujo al caballo hasta la valla, se subió al dintel de la puerta, y montó tras Kivrin.

—¿Tienes el localizador? —le preguntó Dunworthy, tratando de espolear al burro sin caerse.

—Conozco el camino —dijo Kivrin.

—Sí —respondió Colin. Lo alzó—. Y también la linterna. —La encendió, iluminando el patio, como si buscara algo que hubieran dejado olvidado. Por primera vez pareció reparar en las tumbas—. ¿Es ahí donde enterraste a todo el mundo?

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