—
Réquiem aeternam
—rezó Kivrin. Cruzó las manos—.
Réquiem aternam dona ei, Domine
.
—
Etlux
…
La vela roja se apagó y la iglesia se llenó del penetrante olor a humo. Kivrin se volvió hacia las otras velas. Sólo quedaba una encendida, la última de las velas de cera de lady Imeyne, casi consumida ya.
—
Et lux perpetua
.
—
Luceat eis
—prosiguió Roche. Se detuvo y trató de lamerse los labios ensangrentados. Tenía la lengua hinchada y rígida—.
Dies irae, dies illa
. —Deglutió de nuevo e intentó cerrar los ojos.
—No le hagas sufrir más —susurró ella en inglés—. Por favor. No es justo.
—
Beata
—le pareció que decía, y Kivrin intentó pensar la siguiente línea, pero no comenzaba con «bendita».
—¿Qué? —preguntó, inclinándose.
—En los últimos días —dijo, con la voz nublada por la lengua hinchada.
Kivrin se acercó más.
—Temía que Dios nos olvidara por completo —jadeó él.
Y lo ha hecho, pensó Kivrin. Le limpió la boca y la barbilla con la punta de la pelliza. Lo ha hecho.
—Pero en Su gran misericordia no nos olvidó —volvió a deglutir—. Envió a Su santa para que viviera entre nosotros.
Levantó la cabeza y tosió, y la sangre los manchó a ambos, empapando el pecho de él y las rodillas de Kivrin. Ella la frotó frenéticamente, intentando detenerla, intentando levantarle la cabeza, y no pudo ver nada entre las lágrimas.
—Y no sirvo de nada —se lamentó.
—¿Por qué lloráis?
—Me salvasteis la vida, y yo no puedo hacer nada para salvar la vuestra —contestó, la voz prendida en un sollozo.
—Todos los hombres deben morir —dijo Roche—, y nadie, ni siquiera Cristo, tiene poder para salvarlos.
—Lo sé.
Kivrin se llevó la mano al rostro, intentando contener el llanto. Las lágrimas se acumularon en su mano y cayeron goteando sobre el cuello de Roche.
—Sin embargo, me habéis salvado —suspiró él, y su voz sonó más clara—. Del miedo. —Inspiró, borboteando—. Y de la falta de fe.
Kivrin se secó las lágrimas con el dorso de la mano y cogió la del padre Roche. La sintió fría, ya rígida.
—Soy el más bendito de los hombres por teneros aquí conmigo —murmuró él, y cerró los ojos.
Kivrin se movió un poco para apoyar la espalda contra la pared. Fuera estaba oscuro, no entraba luz ninguna por las estrechas ventanas. La vela de lady Imeyne borboteó y luego prendió otra vez. Kivrin movió la cabeza de Roche para que no le lastimara las costillas. El sacerdote gimió y sacudió la mano como para liberarse de la de Kivrin, pero ella le sujetó. La vela aleteó, adquiriendo un súbito brillo, y los dejó sumidos en la oscuridad.
T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL
(082808-083108)
Creo que no conseguiré volver, señor Dunworthy. Roche me ha dicho dónde está el lugar, pero me he roto algunas costillas, creo, y todos los caballos han desaparecido. Me parece que no podré montar el burro de Roche sin silla.
Voy a intentar que la señora Montoya encuentre esto. Dígale al señor Latimer que la inflexión adjetiva era aún considerable en 1348. Y dígale al señor Gilchrist que se equivocaba. Las estadísticas no eran exageradas.
(Pausa)
No quiero que se sienta culpable de lo sucedido. Sé que habría venido a buscarme si hubiese podido, pero de todas formas no me habría marchado, no con Agnes enferma.
Quise venir, y si no lo hubiera hecho, habrían estado solos, y nadie habría sabido jamás lo asustados y valientes e insustituibles que eran.
(Pausa)
Es extraño. Cuando no encontraba el lugar y llegó la peste, me resultaba usted tan lejano que me parecía que nunca volvería a encontrarlo. Pero ahora sé que estuvo usted aquí todo el tiempo, y que nada, ni la Peste Negra, ni setecientos años, ni la muerte ni las cosas venideras ni ninguna otra criatura podría separarme jamás de su cuidado y preocupación. Ha estado conmigo en todo momento.
—¡Colin! —gritó Dunworthy, agarrando el brazo del niño mientras se zambullía bajo la gasa y entraba en la red, boca abajo—. En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo?
Colin se soltó de su tenaza.
—¡No debería ir usted solo!
—¡No puedes atravesar la red! Esto no es un perímetro de cuarentena. ¿Y si la red se hubiera abierto? ¡Te podrías haber matado! —Cogió de nuevo a Colin por el brazo y se dirigió hacia la consola—. ¡Badri! ¡Deten el lanzamiento!
Badri no estaba allí. Dunworthy observó miope el lugar donde se hallaba la consola. Estaban en un bosque, rodeados de árboles. Había nieve en el suelo y el aire chispeaba con cristales de condensación.
—Si va usted solo, ¿quién le cuidará? —prosiguió Colin—. ¿Y si sufre una recaída? —Miró más allá de Dunworthy, y se quedó boquiabierto—. ¿Estamos allí?
Dunworthy soltó el brazo del niño y rebuscó sus gafas en la pelliza.
—¡Badri! —gritó—. ¡Abre la red! —Se puso las gafas. Estaban cubiertas de escarcha. Se las quitó de nuevo y frotó las lentes—. ¡Badri!
—¿Dónde estamos? —preguntó Colín.
Dunworthy se caló las gafas y miró alrededor. Los árboles eran viejos, la yedra que cubría sus troncos estaba plateada por la escarcha. No había ni rastro de Kivrin.
Había esperado que estuviera allí, lo cual era ridículo. Ya habían abierto la red y no la habían encontrado, pero tenía la esperanza de que cuando advirtiera dónde estaba, volvería al lugar de encuentro y esperaría. Pero no estaba allí, y no había el menor rastro de que hubiera ido en algún momento.
La nieve estaba lisa, sin ninguna huella. Era lo bastante profunda para ocultar cualquier pisada que Kivrin hubiera podido dejar antes de la nevada, pero no lo bastante para cubrir totalmente el carro aplastado y las cajas dispersas. Tampoco había rastro de la carretera de Oxford a Bath.
—No sé dónde estamos.
—Bueno, sé que no es Oxford —comentó Colin, que pisoteaba la nieve—, porque no está lloviendo.
Dunworthy levantó la cabeza y contempló a través de los árboles el cielo pálido y despejado. Si se había producido el mismo deslizamiento que en el lanzamiento de Kivrin, tenía que ser media mañana.
Colin corrió hasta un macizo de sauces rojizos.
—¿Adonde vas? —preguntó Dunworthy.
—A encontrar una carretera. Se supone que el lugar está cerca de una carretera, ¿no? —Se internó en el bosquecillo y desapareció.
—¡Vuelve aquí! —gritó Dunworthy.
Colin apareció, separando los sauces.
—Ven aquí —ordenó Dunworthy, más calmado.
—Sube hasta una colina —informó el niño, que regresó al claro a través de los sauces—. Podemos subirla y ver dónde estamos.
Ya se había mojado, su traje marrón aparecía cubierto de nieve de los sauces, y parecía alerta, preparado para las malas noticias.
—Va a enviarme de vuelta, ¿no?
—Debería hacerlo —dijo Dunworthy, pero el corazón se le encogió ante la perspectiva. Como mínimo faltaban dos horas para que Badri abriera la red, y no estaba seguro de cuánto tiempo permanecería abierta. No podía malgastar dos horas esperando para enviar de vuelta a Colín, ni tampoco dejarlo atrás—. Eres mi responsabilidad.
—Y usted es responsabilidad mía —replicó Colin, testarudo—. Tía Mary me dijo que cuidara de usted. ¿Y si sufre una recaída?
—No lo entiendes. La Peste Negra…
—Tranquilo. No se preocupe. Recibí la estreptomicina y todo eso. Hice que William le pidiera a su enfermera que me inyectara. No puede enviarme de regreso ahora; la red no está abierta y hace demasiado frío para quedarnos aquí y esperar una hora. Si vamos a buscar a Kivrin ahora, puede que la hayamos encontrado para entonces.
Tenía razón: no podían quedarse allí. El frío empezaba ya a calar la chillona capa victoriana, y el traje de arpillera de Colin le daba aún menos protección que su antigua chaqueta, y ya estaba igual de mojado.
—Subiremos a la cima de la colina —dijo—, pero primero debemos marcar el claro para poder encontrarlo después. Y no vayas por ahí corriendo de esa forma. Quiero tenerte a la vista en todo momento. No tendré tiempo para ir a buscarte a ti también.
—No me perderé —aseguró Colin, rebuscando en su bolsa. Mostró un rectángulo plano—. He traído un localizador. Ya está preparado para rastrear el claro.
Separó los sauces para que Dunworthy pasara, y salieron a la carretera. Apenas era un sendero de cabras y estaba cubierto de nieve y sin marca alguna a excepción de huellas de ardillas y un perro, o posiblemente un lobo. Colin caminó dócilmente junto a Dunworthy hasta que estuvieron a mitad de la colina, entonces no pudo contenerse y echó a correr.
Dunworthy trotó tras él, luchando con la tensión que ya sentía en el pecho. Los árboles se detenían en mitad de la colina, y entonces empezó a soplar viento. Era dolorosamente frío.
—Veo la aldea —le gritó Colin.
Llegó junto a Colin. El viento era peor allí, atravesaba la capa, a pesar del forro, y empujaba largas cadenas de nubes por el cielo pálido. A lo lejos, al sur, una columna de humo ascendía directa al cielo, y entonces, capturada por el viento, giró bruscamente hacia el este.
—¿Ve? —señaló Colin.
Una llanura se extendía bajo ellos, cubierta de nieve y casi demasiado brillante para poder mirarla. Los árboles pelados y los caminos se extendían oscuros sobre la nieve, como marcas en un mapa. La carretera de Oxford a Bath era una línea recta y negra, que dividía la llanura nevada, y Oxford era un dibujo a lápiz. Vislumbró los tejados nevados y la torre cuadrada de St. Michael’s sobre las oscuras murallas.
—No parece que la Peste Negra haya llegado todavía, ¿verdad? —dijo Colin.
Tenía razón. Todo parecía sereno, intacto, el antiguo Oxford de leyenda. No lo imaginaba asolado por la peste: los carros de muertos llenos de cadáveres arrastrados por las estrechas callejas, los colegios cerrados y abandonados, y en todas partes los moribundos y los ya muertos. No imaginaba a Kivrin allí, en alguna de aquellas aldeas que no podía ver.
—¿No lo ve? —le preguntó Colin, señalando al sur—. Tras aquellos árboles.
Él se esforzó por distinguir edificios entre el macizo de árboles. Vislumbró una sombra más oscura entre las ramas grises, la torre de una iglesia, tal vez, o el alero de una mansión.
—Hay un camino que conduce hasta allí —señaló Colin, mostrando una estrecha línea gris que comenzaba en alguna parte bajo ellos.
Dunworthy examinó el mapa que le había dado Montoya. No había forma de adivinar qué aldea era, ni siquiera con las notas, sin saber a qué distancia estaban del sitio de llegada. Si se encontraban directamente al sur, la aldea que estaba al este tenía que ser Skendgate, pero donde pensaba que tendrían que haber árboles no encontró nada, sólo una llanura de nieve.
—¿Qué? —dijo Colin—. ¿Vamos?
Era la única aldea visible, si era una aldea, y no parecía estar a más de un kilómetro de distancia. Si no era Skendgate, al menos estaba en la dirección adecuada, y si tenía una de las «características distintivas» de Montoya, podrían usarla para decidir dónde se hallaban.
—No te apartes de mi lado y no hables con nadie, ¿me entiendes?
Colin asintió, aunque estaba claro que no le escuchaba.
—Creo que la carretera está por aquí —dijo, y corrió al otro lado de la colina.
Dunworthy le siguió, intentando no pensar cuántas aldeas había, el poco tiempo que les quedaba, lo cansado que se sentía después de sólo una colina.
—¿Cómo convenciste a William para que te inyectaran la estreptomicina? —preguntó cuando alcanzó a Colin.
—Me pidió el número de médico de tía Mary para poder falsificar las autorizaciones. Estaba en su maletín.
—¿Y te negaste a dárselo a menos que accediera?
—Sí, y además le amenacé con contarle a su madre lo de sus novias —contestó el niño, y de nuevo echó a correr.
El camino que había visto era un sendero vallado. Dunworthy se negó a atravesar el campo que rodeaba.
—Debemos ceñirnos a los caminos —dijo.
—Por aquí es más rápido —protestó Colín—. No nos perderemos. Tenemos el localizador.
Dunworthy se negó a discutir. Continuó adelante, buscando un giro. Los estrechos campos daban paso a bosques y el camino se dirigía al norte.
—¿Y si no hay un camino a la aldea? —preguntó Colin después de medio kilómetro, pero a la siguiente curva lo encontraron.
Era más estrecho que el anterior, y nadie lo había surcado desde la nevada. Avanzaron a trancas y barrancas, hundiendo los pies en la capa de hielo a cada paso. Dunworthy intentó ansiosamente divisar la aldea, pero el bosque era demasiado denso.
La nieve los obligaba a avanzar despacio y ya se había quedado sin aliento. La tensión en su pecho era como una correa de hierro.
—¿Qué haremos cuando lleguemos allí? —preguntó Colin, avanzando sin esfuerzo sobre la nieve.
—Tú te quitas de en medio y me esperas. ¿Queda claro?
—Sí. ¿Está seguro de que éste es el camino correcto?
Dunworthy no estaba seguro de nada. El camino se curvaba hacia el oeste, apartándose del lugar donde creía que se encontraba la aldea, y por delante volvía a curvarse hacia el norte. Escrutó ansiosamente los árboles, intentando así avistar un destello de piedra o un techo de paja.
—Estoy seguro de que la aldea no estaba tan lejos —añadió Colin, frotándose los brazos—. Llevamos horas caminando.
No era tanto, pero sí al menos una hora, y no habían llegado siquiera a una choza, mucho menos a un aldea. Había varias, ¿pero dónde?
Colin sacó su localizador.
—Mire —indicó a Dunworthy la lectura—. Nos hemos desviado demasiado al sur. Creo que deberíamos volver al otro camino.
Dunworthy miró la lectura y luego el mapa. Estaban al sur del lugar de llegada, a más de tres kilómetros de distancia. Tendrían que desandar casi todo el camino, sin esperanza ninguna de encontrar a Kivrin en ese tiempo, y al final, no estaba seguro de poder llegar más lejos. Ya se sentía agotado, la tensión en su pecho aumentaba a cada paso, y sentía un brusco dolor en las costillas. Se giró y contempló la curva que tenían delante, intentando decidir qué debían hacer.
—Se me están congelando los pies —protestó Colin. Pisoteó la nieve y un pájaro salió volando, asustado. Dunworthy alzó la cabeza y frunció el ceño. El cielo se estaba nublando.