Ya sin hijos volví a la casa de mi tío, que a partir de entonces traté como al padre que quería tener; él me acogió sin reproches y me trató con bondad. ¿Qué me estaba pasando? Había tenido fe, había rezado, había jurado… y había vuelto a «pecar». La gente del pueblo me veía como a la viciosa irremediable.
Por entonces llegó un primo que, al ver mi estado, con mucho tiento me dijo que quizás un tratamiento psiquiátrico podría ayudarme; me convenció y me fui con él a la capital. Estaba tan desvalida. Llegué sumamente agotada y, con mucho dolor, desesperanza y miedo, nos trasladamos al sanatorio donde el médico, del que me había hablado mi primo, prestaba sus servicios. Me aterroricé cuando vi un letrero:
Higiene Mental
. ¿Estoy loca?, pensé.
La presencia del doctor me tranquilizó; era sumamente bondadoso y con mucha calma me atendió e introdujo a un local donde se celebraba una extraña reunión. Todos los presentes eran hombres y el médico me dijo que eran alcohólicos en recuperación. Mi miedo era enorme, pero el dolor por la separación de mis hijos me dio valor para quedarme. Me sentí bien, comprendida por aquellos pacientes que intentaban lo mismo que yo, y protegida por aquel médico que en los meses que estuve con él me dio la ternura que tanto necesitaba. No bebí. Supe que era una enferma y no una viciosa o pecadora. Pero mi deseo ferviente de recuperar a mis hijos era el principal motivo para esforzarme en mi recuperación. No tenía medios de sostenimiento; nadie veía por mí, sólo el médico me ayudaba dándome la oportunidad de serle útil en la medida de mis posibilidades con trabajo en el hospital y en la terapia de grupo.
¡Cómo recuerdo la ocasión en que, al arreglar su escritorio encontré un folleto que me impactó: «Alcohólicos Anónimos»! Allí encontré una oración que, supe después, se atribuye a San Francisco de Asís.
«… Que no busque ser consolado sino consolar,
… Que no busque ser amado sino amar…»
La mecanografié y se la mostré al doctor: «Haga muchas copias, repártalas y guárdese varias porque las va a necesitar», me dijo. Ya le había exteriorizado mi intención de partir a mi pueblo e intentar recuperar a mis hijos. El había tratado de disuadirme y, el día que decidí partir, me dijo: «Está usted en la cuerda floja; si se queda hay probabilidad de que se rehabilite; pero si se va hay toda seguridad de que reincidirá y caerá hasta el fondo del abismo…»
No le escuché. Tenía casi un año de abstinencia, deseos enormes de ver a mis hijos y de que me vieran sin beber para intentar recuperarlos. Me llevé las copias de la Oración y, por primera vez, la confianza en que había gente que me comprendía y ayudaba.
Regresé a mi pueblo y mis grandes proyectos (de que no sucedería nada de lo que el doctor me había dicho) duraron una semana. La nostalgia de la compañía de aquellos ex bebedores que había conocido, la falta del apoyo de aquel buen doctor, y la realidad de la incomprensión de mi ex marido, sin hijos, volví a beber.
Como el doctor pronosticara perdí la dignidad, ¡todo! ¡Caí hasta el fondo de la abyección! Bebí incesantemente; tuve períodos de trabajo en los intentos por dejar de beber. No volví a ver a mis hijos, avergonzada. Sufrí mis primeros internamientos. Fueron muchos años de locura y delirios interminables.
Nada daba resultado. Juraba a Vírgenes y a todos los Santos, ¡y nada! En una
guarapeta
me buscaron un hombre y tres mujeres que pidieron hablarme. Rebelde les exclamó: «¿Qué tienen que hablar conmigo?»
«Por favor…», me dijeron.
«¡Ah, sí! ¡Dénme veinte pesos para alcohol y los escucho!»
Viendo mi estado tan deprimente me dijeron: «Unicamente le diremos esto; recuérdelo: ¡Dios la ama!»
Solté la carcajada y les respondí: «Si me quisiera no me hubiera quitado a mi madre, a mis hijos, mi hogar. ¿Por qué me quitó todo amor y me dio este amor a la botella? ¿Por qué no me quita este amor?»
«¿No será porque no se lo ha pedido?», me dijeron.
Con los veinte pesos que me dieron seguí la borrachera, pero en mi mente distorsionada se había fijado la idea de un Dios que me amaba, así como era, sucia, borracha. Tal vez por ello soporté tantos años de demencia y ebriedad.
Una noche fui recluida en un hospital en tal estado que tuve que ser amarrada. Dos días después me quitaron las amarras. Era época de Navidad. Entonces empecé a oír los lamentos de otra borracha que agonizaba; al principio traté de sobrellevarlos pero no me era posible y me llené de miedo. Había un pino de navidad y unas muñecas en un rincón y vi cómo cobraban vida y tomaban formas grotescas y, cobrando movimiento, me atacaban. Pedí auxilio pero las enfermeras estaban ocupadas con la que había gemido y que había muerto ya. Clamé, exigí a Dios que me ayudara; me deslicé aterrorizada hasta la cama de la muerta y, tomando sus ropas, me las puse y huí.
Mi tío sufría tanto como yo por mi problema sin solución. Un día me dijo que me arreglara porque había encontrado la manera de ayudarme. Me llevó a la capital. Llegué con una
cruda
terrible. Fuimos a un grupo de A.A. Había hombres y mujeres, ¡mujeres también!, que narraban que habían padecido como yo padecía y se las veía sanas y alegres. Me tranquilicé; dije: «Este es mi lugar».
Desgraciadamente tuvimos que regresar a mi pueblo. La ilusión de que me llevarían a otra reunión me permitió permanecer sin beber durante unos días. No me llevaron y seguí bebiendo. Con la esperanza de asistir a A.A. y encontrarme, dejé mi pueblo y me trasladé a la capital. Localicé un grupo cercano a donde me alojaba, dejé de beber, conseguí un trabajo y, al fin, supe que había encontrado mi camino en la vida. Al poco tiempo pude volver a ver a mis hijos y, sin embargo, no me sostuve en mis propósitos y volví a lo mismo. Desesperada, me dije: «Ni religión, ni psiquiatría, ni A.A. ¿Qué
onda
, ahora, Señor?»
«… Las noventa y nueve dejó en el aprisco…»
Llevaba bebiendo cuarenta días con sus noches cuando, en un lapso de lucidez, llamé por teléfono a unos compañeros del grupo. Acudieron por mí y me internaron en un hospital gratuito para alcohólicos donde pude cortarme la borrachera; allí permanecí quince días pero mi estado físico era tan lamentable que me trasladaron a un sanatorio donde conseguí sobrevivir.
«… La encontró llorando, temblando de frío…»
¿Valdría la pena intentarlo de nuevo?
¡Sí, había que intentarlo!
Salí del templo donde había estado orando y recordando y me dirigí a un grupo de A.A. Cuando entré, sentí el refugio que permanecía esperándome, las palmadas de aliento. El café que me sirvieron. La sesión. La fortaleza y la esperanza. ¡A reempezar otra vez! Conseguí donde dormir (un cuartucho modesto sin luz eléctrica) y un trabajo. Subsistí, pero en la soledad de la noche lloraba y me rebelaba: «¿Por qué a mí, Señor?» Envidiaba a las mujeres que tenían hogar, familia y dignidad. Y fue en una noche, en que la vela que iluminaba el cuartucho se extinguía, en que me volvió el terror a la noche, al abandono, a la soledad, a la vuelta de las alucinaciones, al delirio, a la demencia, tomé un libro con desesperación y un papel cayó de su interior: «…
Que no busque ser comprendido sino comprender; que no busque ser amado sino amar, porque dando es como recibimos; perdonando es como Tú nos perdonas
…»
Era una de las viejas copias de la oración encontrada en uno de los folletos de A.A. La vela se extinguió pero ya había luz en mi interior…
Han pasado los años y mi vida ha cambiado. En el último invierno, al celebrar la Nochebuena, tuve el calor de mis hijos a mi lado, de mis nueras, de mis nietos, y el recuerdo y compañía espiritual de todos los que sufriendo como yo sufrí se han levantado a una nueva vida.
Dentro de mi querida Agrupación he aprendido a reír, a llorar, como fue en aquel día en que mi padre adoptivo (ese hombre que tanto me amó) se fue para siempre, pero viéndome renovada, luchando y feliz.
Superó su primera aversión a la bebida para después lanzarse a una vida desenfrenada de beber, donde nada le podía quitar la sed. En la hora más funesta le vino un resquicio de esperanza.
D
ESDE NIÑO vivía aislado de mis semejantes. Era huérfano y creía que serlo era un estigma. Vivía con una familia adoptiva, Busqué y traté de encontrar a mis padres y nunca supe de ellos. En la escuela me decían que mi madre había sido
una de esas
… No tenía un regazo donde refugiarme, ni donde desahogarme. No sé por qué desde niño me autocriticaba: me reclinaba en la pared y miraba fijamente al sol por largo tiempo; deseaba quedarme ciego. En la escuela siempre destaqué; me gustaba el estudio y, además, no quería ser
igual
que los otros. Ya no quería enrojecer al ser saludado, ya no quería vivir en una casa de vecinos.
Pasó el tiempo y dejé la escuela para dedicarme a trabajar como mecánico. Siempre andaba vestido con un mono sucio y grasiento. Tampoco me gustó ese trabajo ni los compañeros. Quería ser diferente, estar más limpio, ser más inteligente y no mediocre, y así me dediqué a estudiar teatro.
Fue peor. En ese ambiente me sentí marginado: Creía que todos eran superiores a mí, de modo que traté de cambiar mi carácter taciturno aceptando ir a reuniones. Allí naturalmente se bebía y traté de beber; mi primer trago fue de cerveza, pero mi estómago no la soportó y tampoco me gustó su sabor. A los catorce años tomé una importante decisión: «Yo no tomaré nunca más».
Pero mi timidez seguía en aumento, al mismo ritmo que mi soledad y mis inquietudes. Pensé que era mejor abandonar también el teatro y tratar lo menos posible con la gente.
Busqué otro empleo y por circunstancias del ambiente me creí obligado a ir a fiestas caseras, donde se tomaba con cierta moderación y bebí. Pronto descubrí que, con otro tipo de bebida, aunque seguía sin gustarme el sabor, había un efecto agradable; hablaba sin miedo, ya no enrojecía tanto,
no me sentía menos
que los demás. Esta sensación duró varios años en los que me habitué a beber.
Era un adolescente. Por mis complejos empecé a tener fracasos de índole sentimental, de tal modo que decidí desinhibirme bebiendo un poco más y, por primera vez, encontré que tenía éxito en mis relaciones: ¡buen motivo para celebrarlo bebiendo¡ Aprendí que ese éxito era inconsistente y el fracaso volvió a mí: ¡una mayor razón para mitigar mis penas bebiendo!
Me volví un bebedor periódico. Mi monótona existencia se llenó de tedio, de aburrimiento; empecé a buscar la falsa y efímera alegría de vivir a través de la botella, bebiendo más de lo acostumbrado los fines de semana; casi nunca llegué a beber al día siguiente por miedo, puesto que había empezado a tener «lagunas mentales» y remordimientos.
Mi vida se envolvió en un cielo insoportable: mi soledad aumentaba angustiosamente al unísono de mis bebetorias. Por las noches tardaba en adormecerme y, cuando un sopor de ebriedad me envolvía, parecía que mi cuerpo se desplomaba al vacío y despertaba sudoroso y sobresaltado. Sentía como si mis ideas se solidificaran en mi cerebro, aglomerándose en total confusión, hasta el punto de hacerlo estallar; trataba de poner la cabeza sobre la almohada pero el acelerado golpear de mi sangre la llenaba de ruidos y, semiasfixiado por la angustia, tenía que erguirme y, temeroso, prefería pasar la noche fumando un cigarro tras otro. Cuando la fatiga conseguía vencer mi insoportable vigilia, una melodía se confundía con mis sueños… ¡estaba cruzando una barrera invisible hacia el otro lado de la cordura!
Pretendí fugarme de mi destino sin saber cómo. Se me ofreció un trabajo en el extranjero que acepté de inmediato. Era la oportunidad deseada para desprenderme de mí mismo. Una fuga excelente al no tener que rendir cuentas a nadie.
En Europa, otra vez el tedio. Me encontraba muy lejos de mi patria y todavía muy cerca de mí: volví a mis actitudes rutinarias. Comencé a beber todos los días, casi siempre al atardecer.
Ensimismado escuchaba el tañido nostálgico de las campanas. La luz del sol me molestaba al despertar, el canto de los pájaros también; el único ruido que me agradaba era la caída de agua que brotaba de una fuente. Tenía sed y solía curarme la
cruda
bebiendo litros de leche fría. Perdí el apetito; la comida me daba náuseas. El transcurso del día era una nueva y angustiosa soledad. ¡Celos! ¿de quién, en mi soledad? Tenía celos de la gente que reía y a la que envidiaba en aparente tranquilidad. Llegué a envidiar a mi compañero (porque para entonces había conseguido una compañía en mi soledad: no tenía padre, ni madre, ni amistades pero ya tenía un compañero: un perro que era mi único fiel amigo). Envidié a mi perro al que no le hacía falta emborracharse como yo.
De mi lejana familia adoptiva recibí malas noticias: uno después de otro se fueron muriendo en un lapso de cuatro meses… me sentí más solo que nunca. Por fortuna ellos no supieron del infierno alcohólico en que me hundía; pero su desaparición fue un magnífico pretexto para seguir bebiendo… Y, luego, también mi perro murió.
El sufrimiento por beber aumentó hasta lo intolerable y comenzó mi lucha. Traté de dejar la bebida tomando voluntariamente pastillas. No me dieron resultado.
Se apoderó de mí el miedo a vivir y continué bebiendo como acostumbraba, por las tardes. En las
crudas
mi sensación de soledad aumentaba: los ojos enrojecidos, el aliento pestilente; me repudiaba a mí mismo; me ocultaba de todos, buscaba las calles más solitarias; prefería el cielo gris y el mal tiempo, iban a tono con mi carácter.
Hice un descubrimiento demente: encontré que no le hacía falta a nadie. Los celos, la envidia, mis frustraciones y mi soledad, me acosaban. Mentalmente tramaba venganza contra todos. Era como si mi alma estuviera llena de rabia. Renegué de mis padres desconocidos; renegué de Dios, ¡y perdí toda fe!
Cansado de vivir de esa manera intenté el suicidio: alcohol, barbitúricos, y… cuando desperté sediento y febril, estaba atado con una camisa de fuerza y tenía las muñecas vendadas. Días nefastos y amargos.
Fui internado en una clínica psiquiátrica en donde, en mis interminables días de encierro, mi deseo de venganza contra el mundo me obsesionaba. Dado de alta, volví a beber a los pocos meses y la historia del suicidio volvió a repetirse. Cuando salí una vez más de la clínica ya no tenía trabajo, ya no tenía casa, ya no tenía amistades…; de nuevo solo en un país extraño.