El Libro Grande (36 page)

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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

BOOK: El Libro Grande
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Ahora no estoy sola. Tengo fe, muchos compañeros, un programa maravilloso y muchas ganas de vivir feliz. No pienso en el pasado, ni quiero pensar en el futuro, sólo en el día de hoy. Acepto la voluntad de Dios. Nuestros planes son casarnos y vivir hasta que la muerte nos separe. Los planes de Dios no los sé: Él dará el resultado y yo lo aceptaré.

(2)
 
EN LAS GARRAS DEL MIEDO Y LA IRA

Dondequiera que fuera le acompañaba su saco de culpas y secretos.

H
OY TENGO poco más de tres años de continua sobriedad y esto es gracias a mi Poder Superior, Dios como yo lo concibo, y a A.A., que me dio la solución a mi problema. Ésta es mi historia:

Yo no empecé a beber muy joven, sin embargo, desde que puedo recordar, siempre me gustó la cerveza, su sabor era increíblemente agradable para mí. También disfrutaba mucho del vino y del champán, pero nunca había estado ni cercanamente borracha. Cuando llegué a mi madurez (veintiocho años más o menos), creo que no estaba preparada para vivir la vida en sus propios términos. Estaba «felizmente» casada, sin grandes problemas. La frustración y el miedo se apoderaron de mi vida. Miedo a perder lo que tenía, miedo a no tener lo que yo quería, miedo a estar sola, miedo a todo. Me convertí en una persona ansiosa y deprimida, lloraba mucho y a veces hasta temblaba de miedo. Me sentía frustrada, sola y no sabía qué hacer. Dentro de mi ser estaba llena de rabia por muchas cosas que pasaban y no quería aceptar, ni mucho menos admitir.

Luego de un tiempo encontré una medicina que me permitía sentirme mejor, más relajada, menos ansiosa, y me hacía ver las cosas desde un punto de vista más positivo. Además, esta medicina me hacía sentir menos la soledad en que me encontraba; esta medicina era el alcohol. Al principio funcionó a las mil maravillas. Comencé bebiendo whisky a pesar de que nunca me gustó. Nunca he llegado a entender por qué. Quizás fue porque a mi esposo le gustaba esta bebida o quizás porque eso bebía una tía mía. Cuando yo era adolescente, esta señora estaba casada con mi tío y cuando ella llegaba con éI a su casa del trabajo como a las 7:00 p.m., él se iba y ella comenzaba a hacer la cena, el lavado de la ropa y a recoger su casa, todo esto siempre con un vaso de whisky en la mano. Yo pensaba que ella se debía de sentir muy sola, pues obviamente, mi tío la dejaba en la casa y se iba, pero en cambio ella se reía, hacía bromas con nosotros (mis primas, nuestras amistades y yo) y se veía muy feliz por la casa. Yo sabía que era alcohólica.

Cuando comencé a beber por las tardes en mi casa, no era alcohólica, no tenía que beber todos los días, no tenía que pensar en la bebida y todo marchaba muy bien. Poco a poco, la obsesión por el alcohol comenzó a crecer y la necesidad de ese primer trago se hacía más frecuente cada vez. Llegó el día en que tenía que tomarme un trago tanto si tenía deseos como si no los tenía. Tenía que beber como fuera. Le pedí a mi esposo que me ayudara con este problema, y él guardó toda la bebida que había en casa en un archivo con llave y lo cerró, pero yo tenía copia de esa llave. Allí había de todo y seguí bebiendo.

Comencé a pedirle ayuda a Dios y a la Virgen María, pero no funcionó. Estábamos en proceso de adoptar un niño y yo quería parar de beber. Visité un psiquiatra y me dijo «Si tienes problemas con el alcohol debes ir a Alcohólicos Anónimos; yo no puedo hacer nada por ti». ¡Ay Dios mío! Qué clase de susto me llevé, ¡yo en Alcohólicos Anónimos, imposible! Continuó tratándome por depresión y por ataques de pánico y yo más nunca le volví a decir que tenía problemas con el alcohol. Seguí bebiendo pero le prometí a Dios que iba a dejar de beber tan pronto como mi hijo llegara.

Mi bebé llegó a mi casa y luego de doce años de matrimonio me convertí en madre. Pude parar de beber como por tres meses. Sin embargo, después de ese período, comencé otra vez. A las seis de la tarde, a la hora de darle el biberón a mi bebé y ponerla en su cuna, me preparaba un trago y me sentaba en el sillón con mi bebé en la falda y en el lado derecho del sillón, en el suelo, el trago. Esto comenzó a suceder día tras día. Los domingos, mi esposo no trabajaba y dormía hasta tarde en las mañanas; yo me levantaba tempranito —a veces antes de las seis de la mañana— a cuidar de mi bebé, y a esa hora comenzaba a beber. Comencé a sentirme culpable y avergonzada de mí misma. A veces tomaba la decisión de no beber pero fácilmente cambiaba de opinión y en un segundo me servía un trago. Un sábado por la tarde, cuando mi bebé tenía como seis meses de nacida, me encontré a las tres de la tarde en el sillón dándole la leche, y a mi lado derecho, en el piso, una botella vacía de vino tinto. Cuando me levanté con la niña dormida en mis brazos me di en la frente con la puerta de un armario que estaba medio abierta y comencé a sangrar. Esta escena fue muy vergonzosa para mí y pensaba, «Mira dónde estoy, borracha a las tres de la tarde con mi bebé en los brazos», una niña que yo había estado esperando doce años. Era una escena patética, me hacía sentir muy culpable, la peor madre, la peor mujer. Me defraudé a mí misma más que nunca y sentí que había defraudado a esa joven mujer que entregó a su bebé en adopción para que recibiera una mejor vida.

Y por otro lado, no cumplí las promesas que hice a Dios; por lo tanto, dentro de mí estaba esperando un gran castigo por todo lo que estaba haciendo y por no haber cumplido con mi palabra de dejar de beber cuando llegara el bebé. Entonces comencé a crear mi gran saco de culpas, una carga bien secreta. Mi esposo sospechaba que yo estaba bebiendo pero no me confrontó nunca. Yo puedo contar estas cosas hoy pues ya he hecho mis reparaciones y, con la ayuda de mi madrina, me pude perdonar a mí misma. Pero en aquel momento esa culpa y vergüenza conmigo misma me hacían beber más, no importa lo que sucediera, yo no podía parar de beber. Nadie lo sabía, ni mi familia, ni mis amistades, ni mis compañeros de trabajo. Éste era mi gran secreto, que crecía y crecía dentro de mi cabeza, de mi corazón y de mi espíritu. Mi esposo trabajaba mucho y cuando llegaba en la noche yo estaba dormida. La excusa era que la niña se despertaba de madrugada, quizás él sabía que yo había bebido, pero no tenía ni idea del entrampamiento en que estaba metida por el alcohol.

Cuando mi bebé tenía poco más de dos años, no sé bien cómo pude parar de beber. Quizás fue por que mi cuñado entró en Alcohólicos Anónimos y eso me aterrorizó, pues yo no quería terminar ahí. Quizás fue porque una tía se enfermó de gravedad y su prognosis era muy seria; pensamos que se moría y en la familia comenzamos a rezar con desesperación, en grupos de oración y por nosotros mismos. Yo ni me acordaba de beber, sólo la queríamos ayudar. El milagro de su recuperación se dio y es posible que el milagro de que mi obsesión por beber se haya ido, también ocurriera en ese momento.

No sé qué fue en realidad, pero desde ese momento paré de beber. Quizás socialmente bebía pero nunca en casa sola, jamás. Me pude aliviar de tener que beber, pude romper con el patrón de beber todos los días. Sin embargo, ser una borracha seca me llevó adonde estaba antes; mis resentimientos y mis miedos siempre estuvieron ahí y yo no sabía cómo lidiar con ellos.

En 1995, compramos una casita en la playa y allí, una cerveza fría era muy normal para todos. Dos o tres por la mañana y dos o tres por la tarde. Recibíamos amigos y siempre bebían y con las comidas, vino por supuesto. Al principio no hubo problemas pero, lenta pero segura, la progresión de mi enfermedad comenzó.

Comencé nuevamente a beber por las tardes en mi casa, luego de regresar del trabajo o de las clases de piano o de baile de mi hija. En ocasiones, la niña me preguntaba qué era lo que estaba tomando, y siempre le mentía. Una vez probó de mi vaso de vino tinto y le dije que era jugo de uvas pero que se había dañado y lo boté por el fregadero. Entonces me serví otro vaso de vino a escondidas (mi saco de culpas y secretos me volvió a acompañar). Las botellas en mi casa comenzaron a vaciarse o a desaparecer. Cuando mi esposo preguntaba, tenía que mentir. Comencé a llenar las botellas con agua; a veces era muy difícil hacerlo y estaba hasta una hora llenando una botella vacía con agua. Verdaderamente ya no tenía sano juicio. En ocasiones iba al supermercado a reponer una botella que me había bebido el día anterior, pero al llegar a mi casa me la bebía otra vez. Era un círculo vicioso del que no sabía cómo salir. La enfermedad continuó progresando, cada vez comenzaba a beber más temprano, tan pronto salía de trabajar. Iba borracha a recoger a mi hija a la escuela, así la llevaba a sus clases de baile y yo cargaba en secreto con más culpa y vergüenza, que me hacían beber más. Me prometía a mí misma que no iba a beber ese día, pues mi hija tenía clases de piano, pero bebía igual. Yo tenía mis vasos de vino escondidos en diferentes lugares de la casa, gabinetes de cocina, gabinetes del baño, debajo de la computadora, dentro del maletín de mi trabajo, dentro de los cestos de papel, por todos lados, de manera que podía beber a escondidas en cualquier parte de la casa. Continuaba prometiéndome a mí y a Dios que no iba a beber más pero no pude cumplir ni una de estas promesas. Cada vez la culpa era mayor.

En la casa de la playa, comencé a beber más pues me levantaba temprano, a las seis de la mañana, y con cerveza o trago en mano, comenzaba a hacer la limpieza de la casa. Mantenía siempre una botella grande de vinagre blanco, detrás del vinagre en uso, esta botella estaba llena de vodka de manera que cada vez que fuese a la cocina podía aumentar o mantener la «nota» que quizás había comenzado con un par de cervezas frente a la visita. Si me sentía demasiado borracha, comía algo y seguía bebiendo.

Hablé con mi esposo y decidimos entre los dos sacar toda la bebida de la casa. Él lo hizo, no había bebida en casa, pero yo tenía que beber y como hay supermercados por todas partes, era fácil parar en alguno para comprar vino todos los días. Siempre teniendo el cuidado de no ir al mismo supermercado dos días consecutivos. La progresión continuó, había veces en que me quedaba dormida a la hora de ir a buscar a mi hija a la escuela. Ella llamaba a casa por teléfono y yo no oía el timbre, mi esposo tenía que salir de la oficina para ir a recogerla a la escuela para luego encontrarme dormida en mi casa. Ella se asustaba pues pensaba que algo me había sucedido. Yo siempre les decía que estaba muy cansada pues me levantaba muy temprano para ir a trabajar.

La culpa y los secretos aumentaban cada día. Verdaderamente me quería morir. Llegó el tiempo en que tenía que salir por la tarde, a las cinco, a comprar una segunda botella de vino. Entonces decidí comprar medio galón de vino a la una para no tener que volver a salir a comprar. La progresión continuó y llegó el momento en que, o me bebía el vino de cocinar o salía como fuera a comprar otra botella de vino, pues tenía que beber hasta la inconsciencia.

Me sentía muy temerosa de Dios y sabía que él me iba a castigar por ser una mala persona, mentirosa, sin voluntad, completamente imposible de confiar, y que merecía un castigo. Me convertí en una hipocondríaca, pero seguí bebiendo.

Un viernes por la noche, en el año 2000, llevé a mi hija y algunas amigas a una fiesta. Cuando volví a mi casa me fue imposible recordar dónde era la fiesta ni cómo había regresado a mi casa. Me asusté tanto que decidí hacer algo. Fui a una reunión de Alcohólicos Anónimos la semana siguiente; me encontré allí con un montón de caballeros hablando de cosas que me recordaban a mi esposo. No me sentí bien allí; no volví.

Vendimos la casa de la playa y los fines de semana prefería que mi esposo trabajara o saliera con la niña de compras o a las reuniones sociales a las que nos invitaban. Yo no iba a las fiestas ni a las reuniones familiares porque no quería beber ni estar entre gente bebiendo. Mi esposo entendía, y se iba con mi hija. Cada vez que salían de la casa, yo esperaba un par de minutos y me iba al supermercado. Continué bebiendo y traté de hacer una serie de cosas para ver si me ayudaban a romper el patrón establecido: trabajo, supermercado, beber, dormir, ésa era mi vida.

Me matriculé en un gimnasio para ir al salir del trabajo. No funcionó, dejé de ir. Decidí hacer una dieta con mi hija, pensando que el reto de rebajar de peso me podía ayudar. No funcionó. Fui a la librería y compré el Libro Grande de A.A., el libro
Reflexiones Diarias
y el «Doce y Doce». Yo sabía que A.A. funcionaba; mi cuñado, en doce años, era otra persona. Pero mis secretos eran muy secretos. Yo no podía ir a reuniones. Tampoco funcionó.

Continué bebiendo diariamente hasta la inconsciencia. Todos los días tenía amnesia alcohólica y ni sabía qué cociné, cómo lo hice, ni quién comió ni cuándo. Sólo estaba en casa, aislada de mi hija, en mi propio mundo con mi saco de secretos.

Mi hija sabía que yo bebía pero ya no encontraba los vasos escondidos. Yo sé que ella notaba que yo estaba bebiendo pues si me hacía alguna pregunta sobre sus tareas y yo abría la boca, inmediatamente su expresión facial cambiaba y se notaba su frustración, su desilusión y su tristeza. Dejó de pedirme ayuda con su tarea y me sentí mejor pues así podía estar más aislada con mi botella.

En este punto mi vida no podía ser más miserable; me sentía muy mal, avergonzada, culpable y aterrada. No sabía qué hacer. No tenía deseos de seguir viviendo y bebiendo pero no sabía cómo vivir sin beber. Me acostumbré a esa vida, pensar en la bebida, beber, emborracharme.

En verdad, no sé cómo me vino la idea de volver a A.A., lejos de casa, al mediodía. Pensé que podía encontrar mujeres en esa reunión. Llegué al grupo con otra actitud, me sentía completamente derrotada y lloré durante toda la reunión. Era una reunión de principiantes. No creo que fuera por coincidencia, había nueve mujeres allí ese día, algunos varones, y todos comenzaron a hablar de ellos mismos, de lo que es el alcoholismo y el programa de A.A. Era mucho para entenderlo todo en una hora pero sí entendí que las reuniones eran importantes. Me dieron una moneda de 24 horas y muchos números de teléfono. Salí de allí y me fui a comprar mi botella. Continué asistiendo a las reuniones todos los días y tuve el valor de decir que había bebido cada vez que lo hacía. Nadie me dijo nada más que «sigue viniendo». Conseguí una madrina y comencé a leer el Libro Grande. No estaba bebiendo todos los días pero si pasaba por algún sitio donde vendieran vino lo compraba y me lo bebía. Comencé a visitar otros grupos y me conseguí una segunda madrina. Con la primera insistí en comenzar a practicar los Pasos y la segunda me ayudó a llegar a mi casa hablando por teléfono y sin detenerme a comprar vino.

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