Nido vacío

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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La inspectora Petra Delicado se ve obligada a visitar un centro comercial; los policías también comen. En un descuido alguien le roba el bolso. Alza la vista y descubre a una niña huyendo a toda prisa. La persigue, pero antes de darle alcance, la pequeña tira el bolso y escapa definitivamente. Ansiosa, Petra rebusca entre sus pertenencias: todo está en su sitio: el dinero, la documentación... sólo ha desaparecido su pistola. El pánico se apodera de la inspectora. ¿Para qué quiere una arma aquella niña de apenas diez años? Se inicia una investigación contando con una única testigo del robo: otra menor.

La resolución de este caso aparentemente absurdo cambiará incluso la vida personal de Petra Delicado. El lector descubrirá en estas páginas que tanto la ciudad de Barcelona como la detective protagonista se muestran tan frías y funcionales como frágiles y vulnerables.

Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío

Petra Delicado - 7

ePUB v1.0

RufusFire
13.02.12

AGRADECIMIENTOS

Para Margarita García, inspectora jefe de la Policía Nacional de Barcelona, por su asesoramiento siempre exacto y paciente. También por su pasión como lectora y por su agudísima conversación.

Para Miguel Orós, médico forense y profesor de Medicina Legal, por sus informaciones precisas y claras, exhaustivas. Sólo un amante de la novela negra como él ha podido ser tan útil a mi trabajo.

1

Un centro comercial no es el sueño de mi vida para pasar las tardes de sábado. Pero en fin, ¿quién piensa en sueños cuando las necesidades diarias se imponen, es decir, siempre? Luego recapacité, anticiparía en dos horas el final de mi horario de trabajo y así podría comprar. Hice una lista con todo lo que necesitaba y me quedé bastante sorprendida. Calcetines de gimnasia, disquetes de ordenador, bombillas, arroz integral, el último libro de Philip Roth y bayetas para el polvo. Ni habiéndolo pensado a propósito podría haber elaborado un muestrario más heterogéneo. Debo de ser mujer de exigencias variadas, lo cual me obligaba a visitar un centro comercial, único lugar del mundo donde coexiste lo absurdo sin que a nadie le extrañe.

El que escogí no está demasiado lejos de mi casa. Me armé de paciencia y valor, también de tarjeta de crédito, y acudí al templo del consumo jurándome a mí misma que no invocaría a todos los demonios como suelo hacer en semejantes casos. Y bien, los buenos propósitos que se fundamentan en nuestro autoconocimiento, siempre incierto, tienen pocas probabilidades de cumplirse. Aun así, lo intenté. Aparqué mi coche en uno de los múltiples e inmensos sótanos destinados a tal fin, y busqué un distintivo de letra, número o color que me indicara el lugar elegido para no perderme después. Pero no, ni letras ni números, ninguno de esos procedimientos simples estaba a la vista. En seguida comprendí que a algún diseñador descerebrado se le había ocurrido la genial idea de sustituir todos esos signos de uso normal por dibujos de animales. Cierto, a mi zona de aparcamiento le correspondía un leoncito edulcorado a lo Disney que sonreía con cara de pederasta. Más allá descubrí un hipopótamo coquetón, y andando un poco se extendía el área de los canguros. ¡Dios!, el proceso de infantilización de nuestra sociedad era imparable, ya no había nada que hacer. Ser adulto costaba cada vez más en ese marco de guiños encantadores. Recapacité y me impuse calma. Ir de compras estaba considerado por casi todo el mundo como una actividad placentera y lúdica; no tenía por qué ser diferente para mí. Tomé la escalera mecánica y ascendí hasta los pisos comerciales.

Los pasillos llenos de tiendas no se encontraban demasiado animados, era pronto aún. Esbocé una sonrisa interior y me puse a pasear despacio. Al poco me di cuenta de que la mayoría de los escasos clientes a aquellas horas eran chicos muy jóvenes que acudían en pequeños grupos. No resultaba, por otra parte, un descubrimiento que necesitara de mucha perspicacia, puesto que los jovenzuelos se hacían notar. Hablaban en voz alta, decían groserías, llevaban latas de refresco en la mano, y lo peor de todo: exhibían unas pintas espantosas. Ellos, rapados (incluso algunos a lo mohicano), con enormes zapatillas deportivas y algún pendiente que les horadaba la oreja. Ellas, con el pelo teñido de colores imposibles, ropa cinco tallas más pequeña de la correspondiente y los pantalones caídos bajo el ombligo. Son horribles —pensé—, ellos solos se encargan de destrozar la belleza inherente a su juventud. Luego reflexioné, recordando que eso era lo que justamente decía mi madre cuando me veía enfundarme un abrigo que ella llamaba «de poeta arruinado», allá por mi adolescencia. Y sin embargo, el abrigo no estaba nada mal, únicamente un poco usado. ¡Pobre mamá —pensé—, si pudiera contemplar a estos zangolotinos —palabra suya también— haciendo tonterías, en el fondo, ya impropias de su edad...! Aunque quien tenía ideas impropias de mi edad era yo. No podía permitirme hacer comentarios que hubieran sido atribuidos sin ninguna dificultad a una abuela gruñona. Aún me faltaban unos cuantos años para eso. Realicé un nuevo y heroico esfuerzo por desterrar mi creciente malhumor. Lo que haría sería ir a tomar un café antes de lanzarme a las compras propiamente dichas. Unos metros más lejos había un minúsculo bar que extendía mesas por la galería en imitación de una bella terraza al aire libre. Me quedé mirando con escepticismo los falsos parterres que habían plantado, la fuente, incluso un par de farolas que no daban luz. Todo falso. El problema estaba en mí, era yo quien no se adaptaba a los cambios de los tiempos modernos. Aunque, bien pensado, me daba exactamente lo mismo, nadie iba a quitarme de la cabeza que pintar animalitos en los parkings era una gilipollez, que los jóvenes de hoy en día tenían aspecto de macarras y que decorar tiendas con un jardín de pega constituye un error garrafal. Por no hablar de los centros comerciales en su intrínseco ser. No había lugares más inhóspitos, horteras y nauseabundos bajo la bóveda celeste. Así me parecía y así lo declararía incluso frente a un jurado popular.

Más tranquila tras la reivindicación de mis fobias ante mí misma, me bebí el café que, extrañamente, estaba espléndido, y me decidí a comprar lo que necesitaba a toda prisa para largarme al vuelo después. Pero antes me veía obligada a hacer una imprescindible parada en los lavabos. Allá fui. Consistían en un montón de cubículos perfectamente higienizados cuyas puertas eran como las de un chiquero, sin nada por arriba ni por abajo, una especie de barrera que sólo impedía la vista. Colgué mi bolso en un gancho preparado para ese menester en el centro de la puerta y procedí con mi micción. Un instante después oí un ruido ante mis narices y con los ojos redondos y abultados como canicas vi cómo una mano pequeña aparecía por la parte superior de la puerta, tanteaba mínimamente, cogía el asa de mi bolso y tiraba de él, llevándoselo. Alguien descendió, cayó al suelo y echó a correr. Para entonces yo ya había devuelto mis tejanos a su sitio con más o menos dignidad y me había lanzado a una enloquecida carrera tras el ladrón. Salí de los aseos y en seguida pude distinguirla. Una niña morena, con la coleta al viento y un chándal azul, iba a toda castaña bastante por delante de mí. La seguí notando cómo el corazón quería escapárseme del pecho, pero me llevaba bastante ventaja. En un recodo de la galería comercial desapareció. Maldije para mis adentros y continué, pero al torcer el recodo yo también, comprobé que daba a una salida. Resultaba inútil intentarlo, en la calle no la encontraría ya. Ni siquiera le había visto la cara. Por la envergadura del cuerpo podía deducir que tenía seis, quizá ocho años, pero para lo que iba a servirme semejante deducción... Volví tras mis pasos y empecé a preguntar a los clientes: «¿Han visto ustedes a esa niña?» La mayor parte respondían: «No» y si alguno se había fijado sólo podía decir: «Una niña que corría, sí», pero no eran capaces de añadir ningún dato más. Me sentí impotente, estúpida, francamente mal; era lo más absurdo que me había pasado en la vida, y no podía decirse que mi vida hubiera sido un prodigio de lógica y normalidad. Descorazonada, sin ideas, a punto de echarme a llorar, noté que alguien me estiraba de la americana y al volverme sobre mis pies descubrí que otra niña de unos seis años, quizá ocho, quizá diez, rubia, de ojos claros y pelo brillante, me miraba y alargaba hacia mí ¡mi propio bolso! No podía creerlo. Sin dirigirle la palabra se lo arrebaté, lo abrí, y mi alegría momentánea se esfumó. Faltaba la pistola. Lo demás estaba intacto: el dinero, las tarjetas de crédito, mis documentos de identificación... ¡Dios, lo que realmente había temido, lo que me había hecho correr con auténtica desesperación había sucedido! Me habían robado la Glock. Un policía a quien roban la pistola, todo un clásico de las bromas con rechifla y escarnio. Una joven se acercó hacia nosotros a paso ligero y tomó a la niña rubia de los hombros:

—¡Marina, ¿dónde estabas?! ¡Menudo susto me has dado!

—Perdone, mi nombre es Petra Delicado. Soy inspectora de policía. ¿Es usted familia de esta niña?

—Soy su canguro.

—Me ha devuelto el bolso que me acababan de robar y necesito hacerle unas preguntas.

—¡Joder! —exclamó la canguro con fastidio.

—Si no le importa, podemos sentarnos en aquel bar. Las invito a tomar algo.

La niña me miraba hipnóticamente. No abría la boca ni cambiaba de expresión. De pronto dijo:

—Llevas la bragueta abierta —y señaló mis pantalones.

Tenía toda la razón. Intentando no parecer afectada, me vestí por completo y las encaminé hacia el bar donde antes había estado. La canguro empezó a protestar:

—Oiga, lo que pasa es que tenemos que irnos pronto y no podemos perder mucho tiempo. Los padres de Marina nos esperan.

—No nos esperan —dijo la niña con toda suavidad.

—Las retendré sólo un momento, no se preocupe.

Me encontraba nerviosa y desazonada, pero si quería sacar algo en claro de aquella pequeña debía mostrarme serena y natural. Aunque, en realidad, ella parecía estar más tranquila que nadie.

—Vamos a ver, Marina. ¿Quieres contarme por qué tenías tú mi bolso?

—Ella lo tiró a un rincón y yo lo recogí.

—¿Ella?

—La niña que tú perseguías.

—¿La viste?

—Y a ti también. Corríais las dos, tú ibas detrás.

—De acuerdo. Dime dónde estabas y qué pasó.

—Yo estaba esperando a que Loli saliera del video-club. Vi cómo una niña venía corriendo. Tenía ese bolso. Cuando estaba cerca de la puerta lo abrió, buscó algo, lo cogió, tiró el bolso a un rincón y salió. Luego llegaste tú.

—¿Sabrías decirme qué fue lo que cogió?

—Una pistola.

—¡Niña lista, muy bien! ¿Le viste la cara?

—Sí.

—¿Podrías reconocerla si volvieras a verla?

—Sí.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Cómo era?

—Morena, con cola de caballo y una cazadora rosa.

—¿Podrías describirla un poco más?

—No sé.

—Está bien así, no te preocupes. ¿Sabes hacia adónde fue, si alguien la esperaba?

—Me acerqué a la puerta y miré. Se fue corriendo.

—¿No entró en un coche o se reunió con alguien?

—No. Iba sola y corría.

Marina era impasible, hablaba despacio y con claridad, no parecía alterarse por nada. Me dirigí a la canguro:

—Tendrás que darme tu nombre y el de la niña. Decirme dónde vive, darme su dirección.

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