Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¡Inspectora!, ¿cómo está?
Intenté fijar la mirada en su rostro, hurgar en mi mente buscando su nombre.
—¿No me recuerda?
Sin las ideas muy ordenadas aún, respondí:
—Señor Artigas, perdone, no lo ubicaba en este barrio.
—Salgo de una reunión de trabajo. Vamos a construir un centro comercial cerca de aquí.
Sonreí, asentí; no sabía qué decirle. Me sorprendía que me hubiera interpelado como suele hacerse con un viejo amigo.
—Pues yo...
—Usted está en plena diversión.
Señaló mi mano, y sólo entonces me percaté de que aún llevaba el vaso de whisky en ella. Nos reímos.
—Voy a dejarlo dentro, o mejor, ¿por qué no me hace el favor de dejarlo usted? La verdad es que me había fugado.
Tomó el vaso y entró. Salió tras un instante.
—Me ha venido muy bien —dije.
—Pero me debe un favor. ¿Qué tal si tomamos algo por los alrededores?
Comenzamos a caminar. Yo estaba un poco aturdida. No sabía qué demonios hacía allí con aquel hombre amable y distinguido.
—¿Cómo está Marina?
—Bien, ella siempre está bien. ¿Han encontrado a la niña?
—No es nada fácil. No tenemos pistas de su paradero.
—Es raro, una niña en la calle, con una pistola...
—Hay un montón de niños que andan sueltos, sin familia ni nadie que los reclame.
—Parece mentira.
—Pero es verdad. El submundo de las ciudades cada vez se vuelve más duro, más salvaje.
—¿Entramos allí?
Era una cafetería impersonal donde algunas parejas charlaban. Nos sentamos a una mesa. Él pidió café. Yo reincidí en el whisky. Con la luz clara del local lo observé mejor. Tenía el aspecto de un hombre un tanto preservado del mundo, tranquilo, con un punto infantil; como un inglés que arregla los rosales el fin de semana, como un profesor de universidad que siempre va cargado con un pliego de exámenes por corregir. Transmitía sosiego, inocencia.
—¿Qué lleva a una mujer como usted a hacerse policía?
—Soy abogada. Tenía un bufete junto a mi primer marido. Abandoné el trabajo y el matrimonio. Ser policía me pareció algo más vivo, más real.
A pesar de que sus maneras eran discretas y elegantes, no podía impedir que su curiosidad hacia mí se trasluciera.
—¿Se ha arrepentido alguna vez?
—No suelo arrepentirme de nada.
—Eso está bien.
—Mejor dicho, no suelo arrepentirme de las decisiones trascendentes; de los pequeños hechos diarios me arrepiento continuamente.
Sonrió. Me miraba con simpatía. Yo a él también.
—¿Se enfadó su esposa por la identificación que hizo Marina?
—Mentiría si le dijera que no. Sí, se enfadó bastante, pero da igual. Mi mujer siempre anda enfadada, peleando, con estrés. Tiene mucho éxito profesional y el suyo es un campo difícil.
—¿El de usted, no?
—Yo soy un técnico. Mi tarea no tiene un fuerte componente comercial. Hago planos, estudios, proyectos...
Bebimos, charlamos. El tiempo fluía de modo agradable. Miré el reloj:
—Son casi las diez. Tendré que marcharme en un taxi. Es muy tarde.
—Mi coche está en un parking, dos calles más allá. La llevaré a su casa.
Tenía un bonito coche alemán. El asiento trasero era un batiburrillo de papeles, de planos, un casco de seguridad, una prenda infantil... Me dejó frente a mi casa. La miró con atención.
—Vive en un sitio muy interesante.
—Por detrás tiene un pequeño jardín.
—¿Ha pensado en ampliarla?
—¡No, Dios, menuda complicación! ¡Y menudo gasto!
—Si alguna vez se decide, avíseme. Puedo darle algunas ideas.
—Lo haré.
Abrí la puerta y encendí la luz. Hacía frío. La asistenta lo había ordenado todo tanto y tan a su albur, que me sentí como en casa de otra persona. De pronto vinieron a mi mente los malos recuerdos del día: la mujer del taller de confección, las costureras rumanas, encerradas cosiendo ropa interior, los niños de la calle, la pornografía infantil... Entonces me di cuenta de que había tenido una sonrisa mucho rato en los labios, e inmediatamente desapareció.
El primer día de vigilancia de Yolanda y Sonia sobre el taller de confección no obtuvo resultado alguno. Las costureras rumanas entraban a las ocho de la mañana, salían una hora para comer, regresaban a las dos y abandonaban definitivamente el local a las siete de la tarde. Vieron a alguna de ellas dejar el trabajo un poco más tarde, pero nuestra labor no era una inspección laboral. Si en ocasiones hacían horas extras irregulares, eso no era algo que nos correspondiera a nosotros investigar. Según el informe de las dos jóvenes policías, que se habían turnado para llevar a cabo esta labor, no había movimientos sospechosos: no entraron ni salieron niños, ni visitantes extraños, nada. Garzón me advirtió:
—Tenga cuidado, inspectora, ha llegado a oídos del comisario Coronas que tiene usted dos agentes trabajando en la recuperación de su pistola porque aún arrastra el cabreo de que se la robaran.
—¿Quién comenta eso?
—¡Bah!, parece que no conozca usted a nuestros distinguidos colegas. Cualquier cosa con tal de joder al prójimo.
Naturalmente llevaba razón. Al tercer día de vigilancia, Coronas me llamó a su despacho. Se mostraba conciliador y dispuesto a darme un disgusto, no sin antes someterme a cierta terapia.
—Petra, ya supongo que perder su arma del modo en que la perdió ha supuesto un pequeño trauma para usted. Sin embargo, que tenga a dos chicas metidas a tope en unas pesquisas que no tienen demasiado fundamento no me parece acertado, la verdad.
—Aquí no hay trauma que valga, comisario, lo que pasa es que tengo la intuición de que si vamos tras la pista de la niña...
—Sin indicios razonables no se puede organizar un operativo que inmoviliza a dos policías, por no hablar de usted. ¿Ha avanzado en la informatización de los expedientes sobre drogas de los últimos dos años?
—No, no he avanzado mucho. Me parecía que valía la pena...
—Es buscar una aguja en un pajar, y si a usted en sus horas libres le apetece poner patas arriba todos los pajares de la ciudad... ¡adelante!; pero en el tiempo de trabajo y utilizando medios de la Policía Nacional, ni pensarlo. ¿Me ha entendido? Llame inmediatamente a Yolanda y dígale que abandone el encargo que le hizo.
No tenía más remedio que acatar la orden. No encontraba fuerza en ningún argumento como para resistir. Fui personalmente a levantarle el «castigo» a Yolanda. Tenía necesidad de ver de nuevo el taller. Allí estaba, sentada en el coche, comiéndose un bocadillo. Ocupé el asiento de su lado.
—¿Qué la trae por aquí?
—¿Hay alguna novedad?
Se limpió la boca de migajas:
—Hace más o menos dos horas vino un tipo en una furgoneta. Tres trabajadoras sacaron unas cajas muy grandes de cartón y las cargaron; supongo que serían los sostenes ya cosidos. Luego la dueña del taller le pagó al conductor.
—¿Hay algo extraño en eso?
—Bueno, si el conductor se lleva un material, no es lógico que se le pague; debería ser él quien pagara.
—Puede estar pagándole sólo el transporte, estar a su cargo... No creo que se trate de nada sustancial. Acábate el bocadillo, Yolanda, nos vamos.
—¿Lo dejamos por completo? Tres días no es mucho tiempo, si seguimos un poco más, a lo mejor damos con algo.
—Ya lo sé; pero todos piensan que estoy histérica porque me han birlado el arma. El comisario nos manda plegar velas.
Se encogió de hombros. Hizo después un gesto malhumorado.
—Deberían saber que usted no se pone histérica por cualquier cosa.
—Desgraciadamente no piensan como tú, y encima puede que lleven razón. Este asunto puede llegar a obsesionarme, y no conviene.
—Pero ¿qué hará la niña ésa con su pistola?
—Si está lo suficientemente encallecida por la vida en la calle, la venderá a algún delincuente que conozca. Si tiene la inocencia que le corresponde por edad, la tirará a un sumidero y sanseacabó. Arranca y pon rumbo a comisaría, he venido en un taxi.
Puso en marcha el coche y abandonamos la esquina discreta que ocupaba. Fuimos casi todo el trayecto sin hablar, pero cuando llegábamos a nuestro destino, de repente me dijo:
—El otro día a Ricard le pareció que usted estaba muy guapa.
—¡Ah, pues qué bien! —comenté en tono casual.
—Se lió a decirme que a lo mejor hubiera sido más fácil vivir con usted que conmigo.
—¡Valiente estupidez!
—Se refería a la edad; siempre dice que su generación, que también es la de usted, está cargada de traumas, y que otra persona más joven es imposible que llegue a comprenderlos.
—Mira, Yolanda, no creo que eso sea algo que deba hacerte sufrir.
—No, si yo no sufro, sólo me hace pensar. ¿A usted qué le parece que vivamos juntos Ricard y yo?
—¿Qué es esto, una encuesta, un test de inteligencia? Si no te importa, cambiemos de tema o, mejor aún, no hablemos más; la verdad es que no tengo ganas de conversación.
—Sí, inspectora.
Nunca se enfadaba cuando yo la trataba con dureza; lo cual me hacía arrepentirme indefectiblemente de haberle hablado mal. Sin embargo, en esta ocasión me reafirmé. No podía arriesgarme a que Yolanda me viera como una figura materna. Me admiraba, me obedecía ciegamente... No, ser referente de alguien comporta demasiada responsabilidad, y eso me agobiaba de antemano.
Las semanas que siguieron al último intento de localización de la niña ladrona fueron increíblemente tranquilas y aburridas. Con paciencia de santo, fui desgranando uno a uno aquellos expedientes de droga que debía informatizar. Lo demás era también rutina. Poco a poco iba olvidándome de mi Glock. Sin embargo, a veces me descubría a mí misma mirando con curiosidad a grupos callejeros de niños inmigrantes. Hay muchos en el Raval. En la Rambla vi a varios críos marroquíes que se plantaban frente a los escaparates de las tiendas armando jaleo. El dueño de una de ellas, pakistaní, salió a dispersarlos, y volaron como moscas, mientras se reían a gritos y soltaban frases incomprensibles para mí. Una aguja en un pajar. Aún me tentaba acercarme a ellos y preguntarles, foto en mano, por la niña, pero de nada hubiera servido. Mi pistola estaba en las alcantarillas de Barcelona, y allí se quedaría hasta que la herrumbre acabara por descomponerla.
Marcos Artigas me llamó en un par de ocasiones. La primera era, sin duda, sólo para preguntar qué noticias tenía de la pequeña rumana. Sin embargo, en seguida añadió si quería tomar un café con él. ¿Pretendía ligar conmigo? Me extrañaba, un hombre casado, que pertenecía a un ambiente muy diferente... Sin duda sólo debía de sentir curiosidad, o quizá se inquietaba por si su hija debía comparecer de nuevo ante nosotros. Decliné su invitación, no me apetecía meterme en líos. La segunda vez fue diferente, requería mis servicios, y por una razón que me dejó un tanto traspuesta: necesitaba un documento firmado por mí o por cualquiera del Departamento de Policía que acreditara que su hija había sido requerida para una investigación. ¿Motivo? Su esposa lo solicitaba, no me dijo nada más.
Tuve una cita con Marcos Artigas en un bar. Pensaba no hacer la más mínima mención al documento solicitado, pero no tuve más remedio.
—Le he firmado este papel yo misma, Marcos, pero ignoro si tiene validez legal. De todas formas, cualquier cosa que necesite de mí... Amor con amor se paga. Siempre le agradeceré su cooperación en el asunto de la niña ladrona.
—Eso suena muy oficial.
No sabía qué responderle. ¿Qué quería de mí? De repente sentí un enorme cansancio, la sensación de que el mundo es un trueque continuo, un mercado absoluto en el que siempre tienes que comprar y ofrecer. Pero no había bebido lo suficiente como para decirle lo que pensaba en realidad, ni me había sucedido nada tan traumático que me hiciera explotar frente a él. Lo miré como una imbécil y le dije:
—En un plan oficial nos hemos conocido, Marcos, y no creo que haya nada que deba variar.
Sonrió tristemente, pero no se quedó callado. Asintió con gesto caballeroso para después añadir:
—No tengo nada que objetar a la oficialidad, Petra, aunque pienso que de vez en cuando pasamos al lado de grandes oportunidades sin pararnos a pensar. El trato correcto y distante entre la gente nos impide actuar, decidir, construir cosas nuevas.
No sabía a qué se refería, estaba jodida, pasando una mala racha. Me habían robado la pistola, había atisbado un mundo de delincuencia infantil capaz de plantear dilemas morales importantes. Me encontraba cuestionándome incluso aquello que me había proporcionado la mayor felicidad en los últimos tiempos: mi soledad. Y de repente aparecía un tío que había entrado en mi vida de puta casualidad y empezaba a soltarme retahílas incomprensibles sobre las oportunidades, la construcción de nuevas realidades... Demasiado para mí. Sinceramente, prefería dormir. Además, a falta de pensamientos propios, di entrada en mi mente a los lugares comunes: un tipo creativo, guapetón, con una esposa con la que sufre desencuentros desde hace tiempo... ¿Qué crees que quiere de ti, Petra? Mi ego lo soltó con claridad absoluta: Follar, querida, follar, un polvo alegre y en paz. Nunca había tenido nada en contra de ese modo de relación humana, sólo que en ese momento... Pensaba que una policía era un «bocado» exótico para un hombre perteneciente al
establishment
. Estaba segura de que, si nos hubiéramos encontrado en otras circunstancias, lo habría enviado al infierno, aunque quizá lo único que sucedía era que yo no había llevado la iniciativa en aquel posible escarceo y eso me rebelaba extraordinariamente. Hacía años que había pasado de ser el objetivo al sujeto, de esperar en un rincón a que el danzante viniera a invitarme a bailar a ser yo quien escogiera
partenaire
. Era yo la Diana cazadora, la princesa caprichosa que señala con el dedo, la depredadora sexual. Y no estaba de humor. Incluso los últimos días, mientras clasificaba informes por orden de importancia delictiva y los pasaba a formato digital, me dio por pensar que no era mala marca entrar en un convento. Lo pensé con seriedad, doy mi palabra a quien quiera escucharme. Un convento es un lugar selecto, aislado, anacrónico, elegante en cierto modo. Además, podía dejar pasar toda mi época laboral y acudir a la clausura sólo cuando me llegara el momento de la jubilación. Llegué a comentárselo al subinspector. Un error, quién lo duda, un error. Me miró como si acabara de salir de una tumba, aún con el sudario puesto, y exclamó: «Joder, Petra!, ¿elegante, un convento? Yo fui a ver a una prima mía que había profesado en un pueblo de Salamanca y aquello era cutre a más no poder. No la veo a usted comiendo en el refectorio con platos de esos de cristal transparente y vasos de barro, ni levantándose a las cinco de la mañana, ni usando refajo. Y sobre todo, sobre todo, no la veo cumpliendo órdenes de la madre priora. A no ser que se haya hecho a la idea de que la madre priora iba a ser usted.» No me gusta confesarle mis sueños a Garzón porque con los años se ha convertido en una especie de voz interior que siempre me suelta la más descarnada verdad.