Authors: Alicia Giménez Bartlett
—No sé si tengo mucho interés. Mejor será que me introduzcas un poco en el mundo de esa gente.
Intervino el subinspector:
—A mí me parece que deberíamos pedir una orden a un juez para que nos dejaran sacar la foto que hay en el centro El Roure. Daremos menos palos de ciego. ¿Conoce usted algún juez de menores que se porte bien con nosotros?
—¡Hombre, sí, la jueza Royo, Isabel Royo! Se enrolla de maravilla con la pasma. Podéis decirle que vais de mi parte. Ya nos ha sacado de algún que otro berenjenal, porque los de menores nunca quieren echarnos ni un cable. —Me miró, cargándose de razón—. Aquí el subinspector Garzón ha hablado sabiamente, Petra, porque si ya es difícil seguir el rastro de una niña que no tiene nombre ni habla español, sin foto que mostrar ya es la hostia. Si quieres, mientras tú hablas con la jueza, yo ilustro aquí al compañero de los sitios que tenéis que visitar, de los tíos que os pueden dar información. Hace cosa de un año hicimos una redada del copón, lo más grande que se ha hecho jamás. Y no es que pretenda deciros cómo tenéis que llevar las cosas, ¿eh? Que a mí me importa tres leches cómo enfoquéis la puta investigación.
Probablemente Machado desmerecía con su lenguaje la memoria del maestro literario, pero su intercesión en el asunto tuvo un valor inestimable. Me entrevisté con la jueza, que al principio se resistió:
—Si no hay ningún procedimiento abierto, inspectora, ¿cómo quiere que le dé una orden para el centro de acogida?
Sólo logré convencerla cuando invoqué los derechos y no los deberes.
—Piense que esa niña puede lesionarse con la pistola, que puede matar a otros niños. Alguien debe protegerlos.
El sistema no falló, pero aun así, no pude evitar notar en su voz un afeamiento de mi conducta, algo así como: «Si tú, estúpida, no te hubieras dejado robar, nada de esto habría pasado.»
Algo mucho peor pensó de mí Pepita Loredano, la directora del centro El Roure, cuando me presenté con la orden. Me preguntaba por qué aquella mujer sentía hacia mí semejante animadversión. Se suponía que su institución y la policía deberían haber colaborado sin fisuras. Pero no era así; quizá, al igual que entre los animales, surgen de pronto fobias inexplicables, ella me había tomado ojeriza sin ninguna razón aparente. Miró la orden, la autentificó por teléfono y luego hizo que trajeran la foto de Delia. Finalmente la lanzó sobre la mesa y me dirigió una sonrisa torcida.
—Que tenga buena caza —me dijo.
—¿Cree que voy a traer a la niña despellejada en un morral?
—Espero que no. Si da con ella, me aseguraré de que se encuentra en perfecto estado físico y psicológico. Le agradeceré que me pase su teléfono personal para ir preguntándole cómo va la pesquisa. Además, quiero ser avisada en cuanto la localicen. Aún está bajo mi tutela.
—Si no supiera que es su preocupación por los niños lo que la hace comportarse de manera tan inquisitiva, me sentiría ofendida.
—Como usted dice, los niños son lo primero.
Con el trofeo de la foto en el bolso, salí de allí. Aquella individua tenía suerte, me interesaba estar a buenas con ella por lo que pudiera suceder; de lo contrario, la hubiera puesto como hoja de perejil.
Ahora que contaba con un rato de tranquilidad, miré la foto de la niña ladrona. Ojos grandes, expresión neutra pero tirando ligeramente a desafiante. ¿Qué expresaba su mirada? Nadie sabe lo que puede anidar en la mente de un niño. Yo, desde luego, no tenía ni la más mínima idea.
Me reuní en comisaría con Garzón, tal y como habíamos quedado. Estaba trabajando en lo suyo, un caso de drogas.
—¿Ha conseguido los contactos, Fermín?
—Sí, inspectora.
—Como le veo haciendo otras cosas...
—Inspectora, usted también tiene asuntos que atender aparte del robo de su pistola. Como Coronas vea que los informes de la actividad diaria se retrasan, nos va a caer una bronca del copón.
—Hay tiempo para todo. ¿Por dónde empezamos?
—Por comer, Petra, no fastidie, que son las dos de la tarde. ¿La Jarra de Oro?
Acepté. Nos dieron una buena mesa y el menú era tragable. Cerca de nosotros se sentaba Yolanda y otros policías jóvenes. Nos saludó muy amablemente con la mano, como si estuviéramos en un club de campo. Garzón correspondió y yo gruñí en su dirección.
—Siempre está cabreada, inspectora.
—Empezamos bien la comida.
—No, permítame, se lo digo como amigo. Igual que el follón que me montó el otro día con lo del consultorio sentimental. Usted y yo ya hemos visto llover mucho juntos, Petra, ¡hasta chuzos de punta hemos visto caer! ¿Por qué entonces se puso tan fiera conmigo por una simple apreciación personal?
—Lo siento, la andanada no iba contra usted.
—Pues yo la recibí.
—Reaccioné mal porque hay cosas que me fastidian en origen. Por ejemplo, que todos andemos tan preocupados por los asuntos del corazón. Somos una sociedad en decadencia, en la que sólo nos importa la más estricta individualidad, y como el estómago ya lo tenemos lleno...
Mi subalterno puso cara de alumno cuando el profesor se pone pesado. Atacó un plato de judías verdes salteadas con el mismo entusiasmo que lo hubiera hecho Pantagruel.
—No, si usted las teorías las fabrica para todo. Tendría que haber fundado una escuela filosofal o como coño se diga.
—Mejor una religión, es más rentable, y como la gente tiene licuadas las circunvoluciones cerebrales por culpa de la extrema estupidez reinante, creerían a pies juntillas en mis revelaciones.
—Desde que la conozco siempre parece que el fin del mundo está a la vuelta de la esquina; pero no ha llegado aún.
—Se va acercando.
—Los intelectuales se pasan la vida detectando lo que va mal.
—¿Yo soy una intelectual?, ¡no sé de qué carajo me habla, Fermín!
—Pues de que quizá ve el mundo con tanto pesimismo porque está demasiado aislada, leyendo librotes.
—¡Perfecto!, echar la culpa de los problemas a la lectura es una tradición muy española.
—¡Joder, Petra!, ¿sabe qué le digo?
—Sí, que me den morcilla.
—Mejor que lo haya dicho usted.
Trajeron unas chuletas de cerdo cuya superficie excedía el perímetro del plato. El subinspector olió los efluvios que soltaban como un puntilloso catador de vinos. Luego cortó la carne en plan rito sacrificial. Pensé que un hombre al que le gustaba tanto comer no podía estar equivocado.
—No me haga caso, Fermín, en el fondo lleva razón, soy como una osa vieja metida en su cueva.
—Sólo pretendía animarla un poco en previsión de dónde vamos a meternos profesionalmente hablando. Son los ambientes que a usted le gustan, ya verá: soplones, delincuentes a sueldo, proxenetas... Diversión garantizada. Sólo ver la lista que me ha pasado Machado se me han quitado las ganas de encontrar su pistola.
—Usted no cree que estoy realmente preocupada por la suerte de esa niña, ¿verdad? Todo mi interés le parece producto de mi pundonor de policía herida por haber perdido el arma.
—A mí no me maree, inspectora, no quiero discutir. ¿No se acaba su chuleta, puedo cogerla? Como ahora me ponen a régimen, en cuanto estoy solo me desmando.
—¡Y eso que aún no está casado, espere un poco y verá!
—Siempre se las arregla usted para arrear un pepinazo por debajo de la línea de flotación. Vuelva a su caverna de osa, inspectora, y olvídese de mí; me irá mejor.
Me reí como una bruja a la que le ha salido bien el hechizo. ¡Santa paciencia!, la de mi contertulio, ningún otro en su lugar me hubiera aguantado con tanta gallardía. En ese momento se acercó Yolanda, que, junto a sus compañeras, había acabado de comer.
—Señores, mañana es mi cumpleaños.
—¡Ah, te felicitaremos!
—Voy a hacer una fiesta. He alquilado la pequeña discoteca que un amigo tiene en mi barrio. Luego les paso la dirección. Porque vendrán, ¿verdad? Y acompañados, si quieren.
—Yo, de mil amores. Seré un invitado puntual. ¿A qué hora es?
—A las ocho. ¿Y usted, inspectora?
—¿No crees que molestaremos, entre tanta gente joven?
—A mí no me incluya entre los viejos —intervino Garzón—. Pienso bailar como un descosido. —Luego me miró de modo punzante mientras yo buscaba la manera de declinar la invitación sin ofender. De pronto me vi a mí misma con una piel de oso apolillada echada sobre los hombros, leyendo un librote.
—De acuerdo, yo también iré.
—¡Estupendo! —canturreó Yolanda. Le dio un beso al subinspector en la mejilla y se alejó dejando tras de sí un tufo considerable a perfume floral.
Recorrimos el barrio de la Barceloneta en silencio, haciendo tiempo para nuestra primera cita. Yo creo que, aunque caminábamos, el subinspector se estaba durmiendo.
—¿Tiene una digestión pesada, Fermín?
Abrió los ojos aparentando incredulidad, si bien pienso que intentaba despejarse.
—¿Yo?, ¡de ninguna manera!, sólo reflexionaba.
—Ya, pues entre reflexión y reflexión, ¿por qué no me cuenta algo del confidente al que vamos a ver?
—No es un confidente, es un preso en libertad condicional. Lo condenaron por un delito de menores. Ha pasado ocho años en la cárcel y ahora va cada tanto a firmar. El inspector Machado está convencido de que aún tiene contactos por ahí; por lo menos, que se entera de lo que pasa. Dice que le apretemos las clavijas bien.
—¿Cuál fue el delito que cometió?
—Un asunto muy feo. Era el intermediario entre padres desaprensivos que alquilaban a sus hijos para sesiones de fotos porno y los fotógrafos artísticos, por decirlo de alguna manera que no dé demasiado asco.
—¡Qué barbaridad!
—¿Pues dónde cree que nos estamos metiendo, Petra? ¡En pleno lodazal!
—Casi es mejor que lleve usted la iniciativa de la conversación, yo no sabría a bote pronto por dónde hincarle el diente.
—Como quiera; pero ya puede imaginarse que no voy a tratarlo en plan «¿cómo está usted, caballero?»; luego no me sermonee si mi estilo no le parece principesco.
Aquel tipo sí que no era en absoluto principesco. Las apariencias no engañaban ni un ápice en su caso. Presentaba el aspecto de un rufián, y hacía pensar en la predestinación del individuo. ¿A qué podría haberse dedicado con aquel pelo ralo, las orejas colgantes, los ojillos pitañosos y una cicatriz en la cara si no era a delinquir? Sólo había algo paradójico en él: su nombre. Se llamaba Abel Sánchez, y de habérsele parecido el Abel que figura en la Biblia, a buen seguro la historia sagrada hubiera declarado que fue él quien apioló a Caín.
No estaba asustado, pero antes de sentarse con nosotros en aquel bar mugriento, escudriñó todos los rincones a su alrededor. Supuse que no le hacía gracia que lo vieran en nuestra compañía. El subinspector hizo las presentaciones de modo muy oficial.
—La inspectora Petra Delicado, y yo soy el subinspector Garzón.
—Encantado —masculló, muy impuesto en urbanidad. No soltó el turno de hablar después de eso. Al contrario, nos sumergió inmediatamente bajo una catarata de palabras—: Miren, señores, a mí me parece muy bien que el inspector Machado me metiera un buen día en chirona. Pero el juez ya me condenó y aún estoy pagando por eso. Así que no puede ser que siempre me esté enviando colegas de la pasma para que me frían a preguntas. Estoy limpio, ¿comprenden?, limpio; no puedo decir nada de nadie porque no conozco a nadie. Un hombre no puede ser culpable toda la vida por un error que cometió. Los tiempos han cambiado y ya no conozco a ningún mangante que trabaje con menores.
El silencio se extendió como la niebla. La verdad era que aquel patibulario esgrimía un razonamiento cargado de justicia. Pero al subinspector no le hizo mella. Dejó que pasara un rato más, encendió un cigarrillo y por fin dijo:
—Tú al único que no conociste fue a tu padre. Bien pensado, mejor para él. Otra monserga como la que acabas de soltar y te arreo un botellazo aquí en medio. Por cierto, bebe, se te va a calentar.
Le plantó delante con estrépito la cerveza que había pedido. No sé si la réplica de Garzón hubiera servido para un fiscal, pero el caso es que Abel se puso manso al instante y dijo en tono sereno:
—¿Qué quieren saber?
Saqué la fotografía de la niña. La miró. Yo observaba milimétricamente su expresión, que no varió.
—Es rumana —me estrené.
—No la he visto en mi vida. ¿Están de cachondeo? Esta niña es muy pequeña y yo he pasado ocho años en la cárcel, ¿cómo coño voy a conocerla?
Si antes sus argumentos me habían parecido justos, ahora pensaba que la lógica estaba de su lado. Pero también mi compañero tenía rebatimiento para aquello.
—Se duerme bien en la cárcel, ¿verdad?
—¿Qué quieren que les diga? No sé quién es.
—Quiero que nos digas quién anda con niños últimamente y quién trata con rumanos en particular. Niños de ocho a diez años.
—Si siguen citándome en bares y preguntándome cosas de ese tipo van a conseguir que me peguen un tiro.
—Una rociada de insecticida bastaría para acabar contigo. ¿Quieres hablar de una puta vez?
Había subido el tono de voz y la poca gente que había en el bar miraba hacia nosotros. Eso no parecía tener demasiada importancia para Garzón. Por fin, el tipo empezó a hablar al desgaire, como si su información no tuviera demasiado interés.
—En este momento no sé quién puede estar en el negocio, se lo digo muy en serio. Nadie me informa de nada porque saben que ya no me dedico y que, encima, la poli intenta sacarme informaciones. Sólo puedo decir, por cosas que oigo aquí y allá, que van muchas rumanas sin trabajo a un taller de confección que hay en La Teixonera.
—Escribe la dirección aquí.
—Exactamente no la sé.
—Lo que sepas.
Con una caligrafía que delataba su nulo nivel cultural, garabateó varias indicaciones. Miré al subinspector. Se daba por satisfecho. Yo también, aunque me percataba de hasta qué punto aquellas aproximaciones a la pequeña ladrona iban a ser imprecisas y lentas.
Aquella noche no pude apartar mi mente de lo que mi compañero había llamado el «lodazal». A ciertos delitos no puede aplicárseles ningún eximente. Ni la miseria, ni la incultura, ni los trastornos psicológicos eran suficientes para explicar ese grado de maldad superior que hace falta para explotar a un niño. Aunque concluir eso en la serenidad de una casa confortable, con una biografía que te sitúa a salvo de lo más arrastrado, es demasiado fácil. ¿Qué sabía yo, aun siendo policía, del auténtico subsuelo del ser humano? Hablar de maldad implícita es casi poético. No, el auténtico mal estaba en los ambientes sin la más mínima fortuna, sin el menor rastro de cariño, sin civilización, sin memoria, sin esperanza. Indigencia, mezquindad, vulgaridad y golpes, ése era el panorama para muchos desde que nacían hasta que alguien los tiraba a la basura, o hasta que se pudrían ante la indiferencia de todos. Me invadió un desánimo infinito y tuve la sensación de que, aunque recuperara mi pistola y todo quedara como la gamberrada de una niña, aquella historia nunca acabaría felizmente.