Authors: Alicia Giménez Bartlett
Suspiré. En cuanto encontrara a la niña ladrona, me aplicaría a pensar en mi idea de felicidad y luego la perseguiría como un perdiguero persigue a una presa. Como la niña no daba señales de aparecer con facilidad, tendría mucho tiempo para cábalas. Y si nunca daba con ella, permanecería en mi estado actual: la profunda contradicción.
Laboralmente estaba envuelta en un par de pesquisas sobre drogas, en el seguimiento de un sospechoso, nada de interés. De modo que no me resultaba muy difícil compaginar esos trabajos con el intento de recuperar mi pistola. Miré cuál era la dirección de los padres de la niña testigo y allí me encaminé. Era una hora adecuada, las ocho de la tarde. Suponía que estarían todos presentes. Vivían cerca de la comisaría de la calle Iradier, una zona noble de Barcelona, un destino policial que había envidiado muchas veces en mis compañeros: poco trabajo y ambiente agradable.
Una chica con aspecto sudamericano y poca capacidad de reacción me abrió la puerta del tercer piso de un inmueble elegante. Se quedó mirándome sin hablar.
—La puerta de abajo estaba abierta —me excusé. Se quedó mucho más inmóvil aún—. ¿Están en casa los señores Artigas?
Asintió con la cabeza mientras sus ojos reflejaban un desconcierto inusual. ¿Tan fea era yo? ¿Tan pocas visitas recibía aquella familia? De pronto, Marina salió por detrás de la chica, me miró y sin sonreír dijo:
—Hola.
—¡Marina, ¿cómo estás?!
—Bien. Ésta es María Blanca —me presentó a la chica de piedra, que al fin despertó:
—Marina, llama a tu papá.
—Es amiga mía, déjala pasar —repuso la pequeña, a quien bendije para mis adentros.
En ese momento de duda y titubeo apareció un hombre aproximadamente de mi edad, alto y rubio entrecano, con barba muy corta, vestido de manera informal con un grueso cárdigan y pantalones de pana. Por fin alguien tuvo a bien sonreír.
—¿Qué ocurre?
Antes de que la asistenta o lo que fuera se lanzara a acusarme de haber irrumpido allí sin visita previa, sonreí yo también:
—Señor Artigas, soy Petra Delicado, inspectora de policía; y sólo quería hablar un momento con usted o su esposa.
—Ah, bueno, ¿qué hace en la puerta? Pase, por favor.
María Blanca se retiró con la única expresión que yo le conocía, la de haber visto al diablo. A mí me hicieron pasar a un enorme salón de decoración moderna y minimalista. Tomé asiento en un sofá de piel granate. El tal Artigas me miraba con simpática curiosidad. Marina se puso frente a mí y preguntó:
—¿Quieres tomar algo?
Miré al padre de la niña, me eché a reír, él también.
—¿Puede ser un poco de agua?
—Voy a buscarla —dijo tan seria como siempre estaba.
Cuando hubo salido, Artigas se dirigió a mí:
—Es pavoroso comprobar cómo imitan nuestros comportamientos. A veces se ve uno reflejado en un espejo que no quisiera mirar. ¿Tiene usted hijos, inspectora?
—No tengo hijos, no.
—Nosotros sólo tenemos a Marina, y es complicado, créame.
—Me parece una niña extraordinariamente lista.
—Lo es. Y eso resulta motivo de orgullo para un padre, pero existe una preocupación siempre preferente: ¿es feliz, lo será en el futuro, conseguirá adaptarse a este mundo en que vivimos?
—Esas preguntas y otras más son las que siempre me han alejado de la idea de un hijo.
—¿Está usted casada?
—Lo he estado.
Entró Marina, muy concentrada en que el vaso de agua no se le derramara. Me lo dio, se lo agradecí y me la bebí de un trago.
—¿Ya tienes otra pistola? —me preguntó la pequeña.
Por la cara de pasmo de su padre, deduje que nadie le había informado de lo ocurrido. Se lo conté. Mientras lo hacía, la niña iba asintiendo como si aprobara mi reconstrucción verbal. Artigas estaba fascinado, con la boca abierta:
—No me lo puedo creer. ¿Por qué no me habías dicho nada, Marina?
—Lo sabe mamá.
—¡Ah, de acuerdo, lo sabe mamá! No me hizo ningún comentario. Supongo que se le olvidó.
—Señor Artigas, sé que lo que voy a pedirle a lo mejor le chocará, pero probablemente necesitaremos a su hija para que pase revista a algunas fotografías e intente una identificación. Tal y como la veo, estoy segura de que lo que diga será fiable. Por supuesto, será un hecho aislado y la mantendremos completamente fuera de la investigación.
—Me hago cargo. ¿Tendrá que ir a comisaría?
—En ningún caso. Iré yo donde me diga, y pueden estar ustedes presentes, usted y su esposa, quiero decir.
—Bien, no tengo ningún inconveniente. La cosa está clara, ¿verdad, Marina? A esta señora, que es policía, le han robado la pistola y quiere saber quién ha sido porque se pueden lastimar con ella. Lo entiendes, ¿verdad?
—Sí —respondió con toda naturalidad—. ¿Puedo verla? —añadió.
—¿A quién?
—La pistola nueva que tienes ahora.
Miré a Artigas de modo interrogativo. Lo meditó antes de acceder, pero hubiera jurado que sentía tanta curiosidad como su hija, quizá más.
—Puede enseñárnosla sólo un momento, ¿verdad, inspectora?
Había aceptado llevar cartuchera, sólo por un tiempo, tras el trauma del robo. Se me clavaba en las costillas y me hacía parecer ligeramente tullida, de modo que pronto me libraría de ella. Abrí mi americana, la levanté de un lado y saqué la nueva Glock de su funda. Se la mostré a ambos, que la observaron como si fuera un animal misterioso que de un momento a otro pudiera saltar y morder. En ese mismo instante, se abrió bruscamente la puerta del salón y alguien entró con la potencia de un huracán. El trío que formábamos se quedó estático, sin tiempo para reaccionar. Era una mujer, rubia, con larga melena, pocos años más joven que yo, delgada, alta, bien parecida. Llevaba un traje de raya diplomática y un bolso precioso colgado del hombro, lo cual indicaba que acababa de llegar de la calle.
—Buenas noches, ¿qué pasa aquí?
Miró la pistola y su rostro pasó de la adusta seriedad al intenso cabreo:
—¿Se puede saber qué hace con eso en mi casa?
Curiosamente, no se había dirigido a mí, sino al que sin duda era su marido. Éste respondió en seguida:
—Es la inspectora Berta Regalado, Laura, inspectora de policía. Ha venido a...
—Ya sé quién es, y me imagino lo que quiere.
Hizo ademán de intentar tranquilizarse y, sin conseguirlo, le habló a la niña:
—Vete a la cocina. María Blanca ya te tiene preparada la cena.
Por primera vez vi a Marina cambiar de expresión, puso cara de enorme fastidio. Su madre esperó a que saliera para espetarme:
—Tenga la amabilidad de marcharse ahora mismo de mi casa.
El marido terció:
—Laura, por favor, la inspectora sólo quería que Marina viera unas fotografías que...
—Olvídese, ¿me oye?, olvídese. Mi hija no va a hacer ninguna identificación criminal. Ahora mismo llamaré al abogado de nuestra familia para asesorarme; pero estoy convencida de que ningún juez puede obligarnos a pasar por eso, ninguno, sólo faltaría. La puerta está allí —señaló con ademán imperativo.
Artigas lo intentó de nuevo sin perder la compostura:
—Laura, seamos razonables, nadie ha dicho que...
Me puse en pie. Hacía nobles esfuerzos porque mi cara no trasluciera ninguna emoción.
—Discúlpenme, yo tengo que marcharme. —Miré al hombre con un esbozo de sonrisa—. Su esposa lleva razón, señor Artigas, no son horas para irrumpir en ninguna casa. Les pido excusas. Buenas noches, no me acompañen, sé dónde está la salida.
Abrí la puerta, la cerré e hice lo mismo con la de la vivienda. Descarté el ascensor, necesitaba recoger aire en los pulmones tras la violenta escena. Cuando llegué a la planta baja, la puerta del ascensor se abrió y me topé con Artigas.
—Espere, inspectora, por favor. No me gusta que nadie se vaya de mi casa como ha tenido que hacerlo usted.
—No tiene importancia, déjelo.
—Sí la tiene, sí. Disculpe a mi mujer. Trabaja mucho y bajo mucha presión. Dirige un gabinete financiero muy amplio, llega tarde y cansada a casa... Y luego está la niña, la protege hasta límites absurdos, pero yo... En fin, veremos qué puedo hacer para que Marina la ayude con las fotos.
—Quizá no sea necesario. Si su esposa cree que puede ser perjudicial para ella...
—Perjudicial, ¿por qué? Mi hija vio lo que vio y sabe que existen policías en el mundo porque hay cosas malas también. No pasa nada, es algo natural, ¿qué vamos a hacer, negarle la realidad?
Me encogí de hombros, sonreí. Estábamos en el vestíbulo y la luz automática se apagó. A tientas, Artigas buscó un interruptor, pero quizá por el nerviosismo, no dio con él. Salimos a la calle. Le tendí la mano:
—Lo siento, señor Artigas, siento haber sido un elemento distorsionador.
—Llueve sobre mojado. Me dijo que había estado casada.
—Dos veces, pero ambas me divorcié.
—La entiendo. Creo que voy a un bar que hay en la esquina a tomarme un té, no tengo ánimos para subir y seguir discutiendo. Todo ha sido muy rápido. ¿Quiere acompañarme? Siento que le debo una satisfacción.
—¿Sabe cómo puede pagármela?
—No caigo —dijo con gesto de estupefacción.
—Llámeme por mi nombre. No soy Berta Regalado, sino Petra Delicado, ¿de acuerdo?
Se llevó las manos a la cabeza, masculló:
—¡Un buen fallo! —Luego se echó a reír—. Yo me llamo Marcos. Puede llamarme Ernesto la próxima vez que nos veamos. Siempre será una pequeña compensación. ¿De verdad no acepta un té?
—Otro día, Marcos, otra vez será.
—Tenga, éste es mi teléfono móvil, por si necesita algo de mí.
Nos estrechamos las manos mirándonos a los ojos con mutua simpatía. ¡Ah! —pensé mientras iba a buscar el coche—, hombres encantadores casados con mujeres sulfúricas, mujeres perfectas que se casan con algún patán... Siendo el matrimonio sólo cosa de dos variables, la verdad es que no hay modo de despejarlas con cierto equilibrio. A otro perro con ese hueso, sólo había que echar una mirada a quienes lucían anillos de oro de vez en cuando para seguir adorando la soledad. Ya tenía un punto seguro en mi receta para ser feliz en conciencia.
Podría haberme ahorrado tanto follón, y una cierta sensación de ridículo también. Cuando pedí a los
mossos d'esquadra
que me facilitaran el archivo de niños implicados en casos me miraron con ilusión. Por fin pillaban a la Policía Nacional en un renuncio, y del género tonto, además.
—Inspectora, si la niña que quiere localizar tiene diez años, ya puede ir olvidándose de fichas ni de fotos. El archivo empieza a los catorce, antes de esa edad un menor es intocable hasta para clasificarlo.
—¡No me joda, Llorens!
—Lo que le digo.
—Debería haberlo sabido, ¿no?
Se encogió de hombros, un tanto desarmado por mi sinceridad. Era joven, guapo y, al parecer tenía ganas de colaborar, porque en seguida añadió:
—Nosotros, los de menores, cuando queremos información sobre los más pequeños solemos acudir al centro El Roure.
—¿Un centro de acogida?
—Sí, ahí suelen enviar a los más pequeños desde la fiscalía de menores hasta que se regulariza su situación.
—Ellos sí cuentan con ficha de los niños.
—Sí, a veces con foto y otras sin ella, pero si esa niña se ha metido con antelación en algún tipo de jaleo, es casi seguro que la hayan tenido recogida allí.
—¿Suele eso suceder, Llorens?, ¿delinquen los niños?
—Delinquen un montón, y son incontrolables además. Desde hace unos años se da el fenómeno de los «menores de la calle». Aparentemente no tienen familia, andan sueltos por ahí. Suelen ser inmigrantes ilegales, por supuesto.
—Alguien los traerá hasta aquí.
—No se sabe, pueden ser niños abandonados por sus padres una vez dentro de España, pueden haber entrado en el país en plan polizón... Lo peor es que no resulta nada fácil echarles el guante. Y una vez se lo echas, la ley sólo prescribe que pasen a un centro tutelar.
—¿Qué tipo de delitos cometen?
—Pequeños hurtos, pintadas en una pared... Chorradas, aunque alguna vez las cosas se desmandan, sobre todo con los que rozan los catorce.
—Ya entiendo. Una historia difícil, ¿no?
—Aún no se han convertido en un problema serio, pero quién sabe si cualquier día las cosas no empeorarán...
—Me pasaré por el centro El Roure.
—¿Quiere que la acompañe?
—No, gracias, no le obliga a tanto la colaboración policial.
Me miró con ojos irónicos y yo le correspondí. El porqué de que chicos tan guapos se metan a policías, aunque sea autonómicos, nunca lo entenderé. Quizá me había hecho mayor y ya no me correspondía preguntarme sobre ningún tipo de chicos, fueran guapos o no, y mucho menos mirarlos con coquetería.
Tempus fugit!
, exclamé para mí tal y como lo hacían los romanos cuando llegaban tarde a trabajar.
La directora del centro El Roure debía de tener unos cincuenta años más o menos e iba cuidadosamente vestida con un riguroso traje gris y maquillada sin exageraciones. Había visto tantos policías en su vida que enfrentarse conmigo no parecía causarle la más mínima impresión, positiva o negativa. Le expliqué por qué estaba allí. Miró al techo como si esperara ver algo crucial en las alturas, luego bajó la vista con cansancio y me espetó:
—Supongo que trae una orden del juez.
—No hay ningún caso abierto para esta investigación, se trata de una niña que ha robado mi pistola.
—Inspectora Delicado, protegemos a los menores e intentamos que nadie los maree incluso cuando la investigación de algo grave está en curso. ¿De verdad cree que porque le hayan robado la pistola...?
—Un momento, se lo ruego, no hable con ligereza, por favor. Justamente, yo también estoy tratando de proteger a una menor. Que una niña se pasee con una pistola cargada por el mundo, desde luego, no puede beneficiarla mucho, ni a ella ni a nadie.
Volvió a mirar al techo, donde parecían estar escritas todas sus respuestas.
—Está bien —concedió por fin sin ningún entusiasmo—. Pero en ningún caso podrá sacar el archivo de aquí. No quiero que haya desviaciones.
—¿Teme que haga uso indebido de ese material?
—Inspectora, no es nada personal, pero usted sabe que las filtraciones de asuntos declarados secretos están a la orden del día, y una vez que se han producido es siempre imposible localizar al garganta profunda. Pero incluso si se localizara sería lo mismo, el daño ya estaría hecho. Tratamos con seres muy frágiles.