Nido vacío (26 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Nido vacío
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—Mucha gente no sabe que a estos jardines frente al centro se puede entrar. Por eso vengo siempre aquí. Se está muy tranquilo. ¿Ha visto qué montón de tulipanes azules?

—Son unos jardines preciosos.

—Antes había un jardinero muy guapo que los cuidaba aún mejor. Hace ya tiempo que se fue. A mí me gustaba verlo, muy alto y fuerte, con la azada de aquí para allá. Ya soy muy vieja, pero a nadie le amarga un dulce, ¿no le parece?

Me eché a reír.

—Tiene usted una risa bonita —dijo la mujer—. Se nota que es alegre. ¿Sabe?, por la parte de atrás del edificio hay otro jardín. Allí es donde salen a jugar las niñas acogidas. A veces las oigo, pero me llama la atención el poco jaleo que arman. El patio de un colegio es diferente, hay gritos, hay risas... Aquí no, sólo llegan voces un poco apagadas.

—No debe de ser fácil vivir la infancia sin padres, ¿verdad?

—Yo estuve acogida ahí.

—¿Usted?

—Cuando acabó la guerra, a algunos huérfanos sin recursos nos metieron en El Roure. Entonces había monjas al frente.

Miré su rostro enjuto con curiosidad. No era una anciana enajenada que hablara para sí misma impulsada por la nostalgia o la soledad. No, sólo conversaba tranquila, arropada por una nube de placidez.

—¿Fue una experiencia dura?

—¡Sí, claro, supongo que sí! Sólo comíamos patatas hervidas y lentejas. Pasábamos frío en aquellos dormitorios de camas corridas, tapadas con una manta de soldado que raspaba y no abrigaba... Pero no estábamos tristes. Al fin y al cabo, los padres de todas estaban muertos. Habíamos tenido una guerra, todo el mundo lo pasaba mal. ¿Pero se imagina esas niñas que hay ahora ahí dentro? A la que no la han abandonado al nacer han tenido que alejarla de sus padres porque la trataban mal. Es peor, estas niñas sí están solas. ¿Entiende lo que le quiero decir?

—La entiendo muy bien.

—En fin, miserias del mundo —susurró.

Había temido que la señora se enzarzara en una interminable secuencia de comentarios evocadores y seniles, pero no fue así.

—¿Ha sido feliz después de aquello? —pregunté.

—¡Mucho, muy feliz! Me hice secretaria, que entonces se llamaba mecanógrafa, me casé con un buen hombre... No tuvimos hijos pero da igual, hemos llevado una vida tranquila los dos, con nuestra casa y vacaciones en el verano... ¿Qué más se puede pedir, no le parece? Mi marido murió hace cuatro años y ahora estoy bastante sola, pero me apaño. La vida es así, tiene que pasar y pasa. Voy un día a la semana a comer a un restaurante, veo películas en la televisión y... Vengo aquí para dar migas de pan a los pájaros.

—Y a ver a jardineros guapos.

Ahora fue ella quien se echó a reír. Me levanté y le di la mano.

—Señora, me ha gustado mucho charlar con usted.

—¿Volverá algún día?

—Sí, seguro que sí.

Cuando había dado varios pasos alejándome de ella oí su voz cascada pero aún potente:

—¡Eh, oiga! ¿Puede decirme a qué se dedica usted?

—Soy profesora —mentí.

Tenía la impresión de que, si le decía la verdad, aquel hermoso cuadro bucólico de tulipanes y tranquilas charlas se estropearía. ¡Es terrible tener una profesión que siempre empaña el gesto de los demás! Y de ninguna manera me hubiera permitido alterar a aquella mujer. Reconocía haber sido muy feliz con lo más simple. Los tiempos se han complicado hasta lo intolerable. Somos ya demasiado exigentes, demasiado sofisticados, demasiado ricos, demasiado estúpidos. Vamos, además, demasiado de prisa. Pero mientras todos nos afanamos en la zarabanda diaria, algunas ancianas sabias dan de comer a los pájaros sin un ápice de tristeza autocomplaciente. ¡Ah, casi tenía un nudo en la garganta! ¡Aquella maldita señora podría haberse callado! ¿Quién le mandaba ir dando la paliza al primero que se le acercara? ¡Había conseguido ponerme de nuevo melancólica! En ese momento vi cómo Inés Buendía bajaba de un taxi y la abordé:

—Le he dejado a la secretaria una petición de autorización. Necesitamos indagar sobre Delia en un organismo oficial. Que no se les olvide mandármela por fax. Es urgente.

—Tendrá que hacerlo la jefa.

—Recuérdeselo.

—Descuide.

—Oiga, ¿su jefa es soltera?

Me miró sin comprender y con un punto de reproche.

—Lo pregunto por pura curiosidad.

—Es viuda. Su marido murió cuando ella era joven aún.

Bien, al menos podría hacer que Garzón se tragara su comentario machista. De regreso en comisaría, lo busqué. Estaba entre papeles, y su humor no había mejorado. Me gruñó como saludo.

—Pepita Loredano no es soltera, sino viuda. Y me parece muy mal que siga empleando una etiqueta tan trasnochada como «solterona» para explicar que una mujer tenga mala uva.

Entornó los ojos dejando que su furia manara por las rendijas:

—Las viudas amargadas son peores.

—Etiquetas, mi querido subinspector, etiquetas. A lo mejor para huir de ellas es por lo que Beatriz quiere casarse a toda costa.

Vi cómo se incorporaba, fuera de sí, y cerré la puerta. Estaba tan enfadado que, de haberme dado alcance, quién sabe si hubiera intentado alguna agresión, o al menos hubiera tenido que reprimirla. ¡Cómo me gustaba hacerle rabiar!

Magdalena González se mostró muy prudente. Me pidió que me sentara y me ofreció un café, luego puso frente a mí una lista bastante menguada.

—En los últimos dos años, esto es todo lo que hay. Varones rumanos muertos por muerte violenta, sólo uno que pueda ajustarse a tus características. Pero desde mi punto de vista no era el padre de nadie. Se trataba de un hombre mayor que fue enchironado por tráfico de drogas. Salió por falta de pruebas. Lo mataron de un disparo, en Valencia, un ajuste de cuentas que ya se resolvió.

Un caso cerrado. Mujeres había dos: una de raza gitana, cuarenta años, que murió de un navajazo en una pelea. Caso resuelto también. La única que podría ser la madre de tu niña es una mujer sin identificar, a quien se le atribuyó la nacionalidad rumana por sus características físicas y su modo de vestir cuando fue encontrada. Las hipótesis de la investigación apuntaron a una red de prostitución por la que podía estar siendo extorsionada y utilizada y que, finalmente, se la cargó de dos tiros en la cabeza.

—¡Qué barbaridad!

—Ya sabes cómo operan esos tíos: sin piedad ninguna. Unos treinta y tres años. Aquí tienes la foto. No se distinguen muy bien los rasgos porque las balas la desfiguraron bastante. Caso sin resolver.

Observé con horror el rostro de aquella mujer joven, hinchado, con irisaciones de color violáceo en la piel y la boca retorcida. Nadie podría haber afirmado que tuviera algo que ver con Delia. Todo lo demás la señalaba: prostitución y asesinato mafioso. Algo hizo en contra de sus proxenetas, probablemente se rebeló. La mataron y Delia escapó, pero los había visto y volvió para vengarse. Esperó, urdió, robó mi pistola y fue a buscar al asesino de su madre. En cuanto a Marta Popescu... ¿quién podía saber la razón? Formaba parte de la red, o denunció a su madre, o... llamémosle implicación. Pero estaba segura de que la niña se la había cargado como venganza.

Le comenté a Magdalena mis pensamientos. Meditó. Me miró con sus ojos inteligentes:

—¡Cuesta tanto creer que un niño pueda hacer todo eso por sí solo!

—Ya lo sé, siempre nos paramos en ese punto cuando hablamos con Garzón; pero de momento, hay que plegarse a la evidencia, y la evidencia es que esa niña robó mi pistola. Después aparecen dos cadáveres asesinados con ella y ambos tienen el impacto a la misma altura, justo la altura desde la que un niño puede cómodamente disparar casi a bocajarro. En fin, primero son los hechos y después las razones, y estos hechos son casi incontestables.

—¿Es esta mujer la madre vengada, Petra?

—Me jugaría el cuello a que sí. ¿En qué barrio la encontraron?

—En una carretera local, camino de Manresa. Se dedujo que fue trasladada en un coche; abandonada ya muerta después. La munición que emplearon se encuentra en el mercado negro con facilidad.

—Y no hubo ningún atisbo de identificación.

—Esas mujeres que vienen engañadas por las redes de prostitución son las víctimas ideales: las esconden, no tienen papeles, no tienen familia... Da pánico sólo pensarlo.

—Lo sé, legiones de fantasmas que entran en el país y no cuentan, no figuran, no existen, no son.

—Mi ayuda no ha servido de mucho.

—No lo creas. Cierto que una mujer identificada o con su asesinato resuelto me hubiera venido mejor, pero esta pobre chica refuerza mi teoría de la venganza como móvil.

—La venganza infantil.

—Cuesta decirlo, ¿verdad?

—Mucho.

—Pero las cosas son como son. Yo no me las he inventado.

—No tienes mucha fe en el género humano, Petra.

—El ser humano es el único animal que se venga.

—Pero no nace con la venganza grabada en sus genes.

—No, pero en los genes sí lleva implícita la crueldad.

Aquél era un tema tabú, y no sólo para el subinspector. Veía bien a las claras que a todo el mundo le venía cuesta arriba aceptar que una niña podía ser una fría asesina que planea sus crímenes con todo rigor. Pero aquello no debía plantearse como un problema moral. Tal y como había dicho la directora de El Roure en su odioso pero realista parlamento, aquellas niñas habían sido sometidas a tantas villanías que se habían convertido en pequeños monstruos. Yo no iba a defender ante nadie la teoría filosófica de que el hombre nace perverso. Ése no era mi cometido, pero sí estaba dispuesta a asegurar que una personalidad es maleable desde la infancia, tanto para bien como para mal. El quid de la cuestión lo había proporcionado la vieja señora con la que había compartido banco esa mañana: la desgracia colectiva no genera daños irreversibles, pero aquel mal que nos ha sido dedicado en exclusividad, aquel que sabemos injusto, privado, vergonzante, ése borra la sonrisa para toda la vida.

En fin, puede que nunca resolviéramos aquellos siniestros asesinatos, pero yo estaba recopilando material y pensamientos como para escribir un tratado moral.

Fui en busca de Garzón.

—Subinspector, lo invito a comer en La Jarra de Oro.

—Estoy muy cabreado con usted, Petra.

—Sí, justamente por eso lo invito a comer.

—Voy a aceptar, pero le advierto que tendrá que oír cuatro cosas.

—No sea tan rencoroso, Fermín.

—¿Rencoroso, rencoroso yo?

Agitó la cabeza dejándome por imposible, como si su paciencia estuviera colmada. Pero no era verdad, tenía más paciencia escondida, y la usó para explicarme una vez más por qué veía innecesaria una institución como el matrimonio.

9

El policía Domínguez me esperaba a la puerta de mi despacho. Con su acostumbrado estilo de instancia oficial, me hizo saber que quería hablar conmigo para un asunto personal, pero que atañía al decurso oficial, del servicio. Naturalmente no le entendí, pero eso siempre suele ocurrirme con los prolegómenos de aspecto reglamentario. Como sabía de la prolijidad del individuo, le atajé:

—Siéntese, Domínguez, y hablemos a pie llano, por favor.

—Sí, inspectora. La verdad es que no sé por dónde empezar.

—Empiece por el centro del problema, sin introducciones, sin avisar.

Me observó considerando si aquello era una muestra de confianza o de impaciencia, y debió de equivocarse porque, relajadamente, sonrió:

—La policía Yolanda y yo vamos a casarnos, inspectora Delicado.

—¡Enhorabuena, muchacho! Ésa es una noticia excelente.

—Sí, pero hay una dificultad. Yolanda me ha jurado que hasta que resuelvan el caso que llevan ustedes entre manos no habrá boda.

—Eso dice mucho a favor de la profesionalidad de la novia. No veo la dificultad.

—Todo el mundo en comisaría murmura que es un caso endiablado en el que no avanzan ustedes ni para atrás. Al contrario, se comenta que cada vez está más liado.

—Eso dicen los muy cabrones, ¿eh?

—¡Alto, inspectora Delicado, que yo no he venido en plan chivato! Pero no puedo dejar de oír lo que oigo. Y veo que a lo mejor no nos casamos hasta que san Juan levante el dedo.

—¿Cuándo pensaba casarse, mañana por la tarde?

—No, pero tengo miedo, no se lo voy a negar. Ese doctor con el que ella vivía sigue rondándola, y Yolanda es tan maravillosa que siempre tengo la impresión de que es demasiado para un chico como yo y que la voy a perder.

—¡Vamos, Domínguez, no sea timorato! ¡No se puede ir al matrimonio con semejante moral! ¡Pero si es usted un tipo estupendo! Además, puedo asegurarle que todos esos rumores que corren sobre el caso son pura maledicencia. De hecho, vamos muy bien. Yo creo que en dos patadas lo vamos a resolver. Bueno, y quien dice dos patadas... Póngale alguna patada más, pero en ningún caso será un partido de fútbol, ya verá.

—Gracias, inspectora Delicado, eso es justo lo que quería oír. Estoy convencido de que será como usted dice.

—Oiga, Domínguez, no me llame inspectora Delicado cada vez. Llámeme inspectora a secas, incluso «inspe» le consiento por ser usted. Resulta tan largo el nombre...

Sonrió y me miró con cara pícara:

—La pongo a usted nerviosa, ¿verdad?, como soy cachazudo a la gallega...

Se me atragantó la saliva en la garganta y tuve que hacer un esfuerzo por no toser:

—¿Pero qué dice, hombre? ¡A mí me encanta lo gallego: el caldo, los paisajes, las muñeiras, Rosalía de Castro... Casi todo, en fin!

Salió dando las gracias veinte veces. Rugí para mis adentros. ¡Más problemas matrimoniales! ¿Por qué no ponía un consultorio y dejaba de seguirles el rastro a asesinos sanguinarios y niñas pérfidas? La verdad era que ya no tenía paciencia, ni un ápice, ni una brizna. Todos los años que había pasado viviendo sola habían dado al traste con la que pude tener alguna vez. Los solitarios acabamos no soportando nada de nadie, ésa es la realidad. Lo cual resulta muy egoísta y supongo que nos hace odiosos a los ojos ajenos. ¡Verde debían de ponerme en comisaría! Por eso cuando se me presentaba un caso enrevesado en el que no daba pie con bola a todo el mundo le encantaba despotricar por lo bajo contra mí. ¡Y no digamos nada si el caso había comenzado con el robo de mi propia pistola! Bueno, ¿y qué? ¿Qué podía hacer ahora, una especie de campaña electoral preguntándoles a mis compañeros qué tal estaban sus esposas y sus hijos? ¡Ah, no, apechugaría con mi fama de ogra! ¡Menos mal que me había casado un par de veces, porque de lo contrario ya me hubieran endilgado ese apelativo tan español y tan infamante de «solterona», que parecía ser el colmo de la afrenta para una mujer! Calma, pensé, no dejemos entrar pensamientos espurios en el ámbito laboral. Cogí mi libreta de apuntes y escribí: «Tener paciencia con Domínguez.» Ésa sería mi buena obra del día, a partir de ese momento, ya podía dedicarme a hacer el borde por ahí.

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